¿David Huerta ya no está entre nosotros?

David Huerta supo reconocer en la palabra poética una necesidad espiritual, y no una oportunista y hasta exhibicionista coyuntura de la moda.
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4 de octubre de 2022. Escribo esta página todavía bajo la impresión de la noticia. ¿David Huerta ya no está entre nosotros? Nunca estuvo más presente. Hace apenas una semana me enviaba él mismo unos “rengloncitos” entusiastas para comunicarme, con una alegría casi infantil y absolutamente contagiosa, cuánto estaba disfrutando y aprendiendo de los Nuevos gongoremas (2021) de Antonio Carreira, consciente como era de que ese libro es no solo una contribución mayor al conocimiento de la obra del poeta cordobés, sino también, sencillamente, uno de esos raros libros de crítica y de historia literaria que amplían nuestra comprensión del fenómeno poético mismo. Hace menos tiempo aún que la poeta María Baranda y yo comentábamos unos versos de David, “Hacia Wallace Stevens”, en los que, a manera de homenaje, aquel había conseguido, con fuerza casi mediúmnica, rescatar la voz inconfundible del poeta de Hartford. Todavía, en fin, todos aquellos que –desde cualquier punto del ámbito hispano– seguimos con atención la poesía allí donde podamos descubrirla, a un lado y otro del océano, estábamos brindando por la publicación en Galaxia Gutenberg de El desprendimiento (2021), la antología en la que David Huerta, con la colaboración de Jordi Doce, ofrece un recorrido a un tiempo estricto y generoso de toda su obra poética, desde El jardín de la luz (1972) hasta El cristal en la playa (2019) y piezas inéditas muy recientes.

¿David Huerta ya no está entre nosotros? Pocos poetas, en realidad, más presentes que él entre quienes, por encima de epifenómenos y de primeros puestos en las listas de “los más vendidos”, saben reconocer en la palabra poética una necesidad espiritual y no una oportunista y hasta exhibicionista coyuntura de la moda o de la actualidad que hace las delicias de periodistas culturales deseosos de mostrar su condición de seres también “sensibles”, y a los cuales –apenas hace falta decirlo– la poesía jamás les ha interesado. La obra de David Huerta está exactamente en las antípodas de esto último. La suya es una poesía exigente, tensa, compleja, con ese tipo de “dificultad” que ha terminado por convertir en lema intelectual y moral unas conocidas palabras de José Lezama Lima: “Solo lo difícil es estimulante.”

Aún recuerdo las arduas discusiones preparatorias de Las ínsulas extrañas (2002), la antología de poesía en lengua española de la segunda mitad del siglo XX en la que José Ángel Valente, Blanca Varela, Eduardo Milán y yo mismo quisimos señalar –para decirlo en términos poundianos– no los masters, sino los inventors, es decir, las escrituras verdaderamente renovadoras en la lírica hispana de ese período. La obra de David Huerta estuvo desde el primer momento entre las indiscutibles. Escogimos –y leímos en voz alta, como todos los que figuran en la antología– poemas suyos que se encuentran, pensábamos, entre los mejores que escribió, como, por el ejemplo, el titulado “Nadie ha necesitado”, homenaje explícito a un autor que nos parecía –y le parecía también a David– un poeta central en la lírica hispana del siglo XX: el ya citado José Lezama Lima. En la obra del poeta cubano veía Huerta un emblema contemporáneo del espíritu barroco que tanto le interesaba, y que cifraba en Góngora y su gran interlocutora americana, sor Juana Inés de la Cruz, los signos más puros de la palabra poética.

Yo habría incluido hoy en aquella antología, sin embargo, una composición que se ha vuelto, con toda razón, absolutamente ineludible en la poesía hispánica contemporánea: “Nueve años después. Un poema fechado” (en Versión, 1978), dramáticos versos en los que Huerta logró lo que no consiguen muchos poemas fundados en hechos históricos directamente vividos, en este caso los acontecimientos de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas: poner en diálogo la poesía y la historia no desde el ángulo del cronista en verso sino desde el absoluto estupor de la vida frente al “espejo de la muerte” y la “quemadura de cólera” que lo mancha. Un horror metafísico, un espanto que trasciende lo histórico mismo y nos enfrenta desnudamente a la condición humana: “vino el miedo a mis ojos para cubrirlos con sus dedos helados”, escribe el poeta al ver los cuerpos arrasados y las salpicaduras de la sangre; la experiencia del horror, el espejo de la muerte, algo que –recordémoslo– hizo en su día decir a Mallarmé: “El miedo es el espejo que más me ha revelado el ser.”

David Huerta siguió escribiendo, naturalmente, y de los dos decenios que han transcurrido desde Las ínsulas extrañas –en los que vieron la luz títulos como El azul en la flama (2002), Filo de sombra (2011) o El ovillo y la brisa (2018)– podrían extraerse otras tantas piezas antológicas. Pienso en poemas como “Perro de Goya” o “The child is father of the man”, fundados –como otros muchos suyos– en la tradición cultural, una tradición no usada como refinado y hasta ostentoso pretexto lírico sino como un legado espiritual que a David Huerta le gustaba definir con palabras de Ezra Pound: “algo bello digno de ser conservado por nosotros”. El “can visionario” de Goya, de cuyo perfecto hocico “saldrá, cuando menos lo esperemos, un murmullo de Eclesiastés”, es una vez más una metáfora de la condición humana y del “oprobio punitivo” de nuestro tiempo y otros muchos tiempos, no solo el del pintor aragonés, incluido aquel en que “José Revueltas te dirigió la palabra junto a tu tribu / en el Parque Hundido”; ese perro atroz es el “glóbulo ardiente / de la perpetua canícula pasional”. En “The child is father of the man”, por su parte, el poeta dialoga con el célebre verso de Wordsworth para, lejos de asumirlo resignada o nostálgicamente, examinarlo a la luz de su propia experiencia y volver más complejo aún su significado y su poderosísima imagen.

¿David Huerta ya no está entre nosotros? Difícilmente dejará de estarlo quien afirmaba, en uno de los encantadores ensayos recogidos en su libro El vaso de tiempo (2017), que un buen poema es el bello fruto de una tradición, es decir, un “vaso de tiempo” donde se entrecruzan ecos, resonancias, ideas e imágenes que buscan, y consiguen a veces, penetrar en lo intemporal.

¿David Huerta ya no está entre nosotros? ¿Quién lo dijo? ~

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(Santa Brígida, Gran Canaria, 1952) es poeta y traductor. Ha publicado recientemente La sombra y la apariencia (Tusquets, 2010) y Cuaderno de las islas (Lumen, 2011).


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