Jean-Luc Nancy y Jérôme Lèbre
Señales sensibles. Conversación a propósito de las artes
Traducción de Francisco López Martín
Madrid, Akal, 2020, 152 pp.
La verdad es fea. Los seres humanos tenemos el arte para que la verdad no nos haga caer.
Friedrich Nietzsche
Aunque pueda resultar una obviedad en plena pandemia, no se para de repetir que el mundo está en crisis. Pero además de la pandemia que nos ha agarrado a todos desprevenidos, vivimos desde hace ya bastante tiempo un movimiento en las sociedades occidentales que, como ya lo había predicho Max Weber, está sacudiendo y destruyendo los últimos restos de la tradición. Una crisis que deja a su vez al hombre (y ciertamente, mucho más al hombre que a la mujer) sin armas simbólicas, expuesto a una “libertad” consagrada, como diría Simone Weil, a la variabilidad constante de los productos, las nuevas identidades de diseño, las modas y la doxa social. Es lo que Jean-François Lyotard llamó la pérdida de los grandes relatos, y que Jérôme Lèbre y Jean-Luc Nancy retoman en su libro Señales sensibles como telón de fondo de un diálogo filosófico en torno al arte. Y es que para estos amigos (recordemos que philosophia incluye el philos, es decir, al amigo) el arte, palabra más bien difusa, ha contenido siempre en su núcleo una cualidad esencial que lo hace estar dentro y fuera de la historia: que sigue siendo una señal de alerta. ¿Alerta de qué? De un mundo lejano que atraviesa nuestra intimidad y que, más allá de cualquier debacle política y social, continúa emitiendo señales sensibles.
Según Lèbre, al dirigirse a los sentidos más que a la pura expresión de las ideas, el arte resiste a la historia, por lo que este también puede ayudarnos a pensarla desde un lugar alejado de la moral imperante, siendo lo sensible aquello que se rebela ante cualquier doctrina. No como progreso ni regreso, sino como una serie de encadenamientos y discontinuidades. Y es que para ambos el arte no tiene nada que ver con un saber verificable. Menos aún con una serie de acciones que cambien el mundo, sino con una apertura que, al contrario de cualquier certeza que cifra, aloja lo insoportable. Una auténtica organización que no organiza, pues el arte evoca la imposibilidad del ser, sus tropiezos y sus amenazas. Que a menudo se les trate de otorgar a las artes el calificativo de “vivas” o “políticas” es, según Nancy, una forma de reafirmar que estas no deben servir “para nada”. Como si reformular una “finalidad sin fin” fuese verdaderamente impensable en nuestras sociedades utilitarias que no hacen más que rechazar cualquier vacío. ¿No es la creación misma un cierto modo de organización en torno al vacío? ¿No era el aburrimiento, según Walter Benjamin, el ave que incuba el huevo de nuestra experiencia? Al respecto, la reflexión final de Nancy resuena también en la actual política del recorte a la cultura que se vive en México: “Una política que supiera integrar y afirmar una finalidad sin fin y que no por ello renunciara a la administración de los fines y los medios de una justicia indispensable para el ejercicio mismo de las artes, sería una política nueva. No sería una política artística, pero sí una política digna de las artes, que, por su parte, no han de ser sino dignas de sí mismas.”
Si para los protagonistas de este diálogo el acto de creación está obsesionado con la muerte, es porque este constituye asimismo una presentación finita de un afuera inabarcable. Es lo que responde al mundo, por lo que, sin proponérselo demasiado, revela también los cambios que se dan en la cultura. Por lo mismo, si las viejas identidades se tambalean, es inevitable que las de las artes también lo hagan, por mucho que les pese a las academias artísticas. Y es esta especie de desarticulación que intentan interpretar a lo largo del libro ambos filósofos la que, en cada una de sus vueltas, no deja de provocar revueltas. Como lo hicieron en su tiempo las voces inarticuladas de György Ligeti o, más recientemente, la polémica obra de Damien Hirst que, independientemente de su relación un poco obscena con el mercado, ejemplifica el hecho de que las imágenes ya no son reguladas tanto por el lenguaje, sino por el empuje de la escritura científica. Es por eso que, como señala Nancy, cada vez es más difícil establecer una distinción entre ciencia y técnica, o dicho de otra forma: entre saber y saber hacer en su sentido más antiguo, que es el de crear. Trastornar lo que llamamos en general técnica a través de las técnicas artísticas. ¿No fue eso lo que hizo Marcel Duchamp con el ready-made? Subvirtió el sentido original de un objeto común para convertirlo en la obra de arte sacralizada por la aún imperante cultura museística. Porque cuando una verdadera metáfora emerge, esta siempre provoca un encuentro inesperado en medio de la inercia de lo establecido. Provoca una detención también, y un cambio de tempo. Lo que es muy distinto al deslizamiento eterno al que la información mediática nos tiene sometidos y el cual, como bien señala Nancy, “hace proliferar la insignificancia en la que nada aparece”.
La idea de Señales sensibles parte de la propia lectura que Lèbre hace del pensamiento de Nancy, uno de los filósofos europeos más importantes de la actualidad y autor de La comunidad desobrada (1986), La partición de las artes (2013), Ser singular plural (2006), A la escucha (2002) y La creación del mundo o la mundialización (2003), entre otros muchos. Aprovechando que los temas que el filósofo ha abordado a lo largo de su carrera son muy diversos entre sí (“¡y bien que me lo ha reprochado la Universidad!”, ironiza Nancy), Lèbre toma reflexiones de aquí y de allá para que sus preguntas sean igualmente desiguales, como un río, lo que les permite a ambos pensadores desviarse y entrecruzar corrientes, disciplinas y épocas. Dejarse llevar por diversas voces, desde el surrealismo y el dodecafonismo al reciclaje de formas consagradas a la denuncia. Desde creadores como Jean-Luc Godard o Anne-Marie Miéville a otros como Simon Hantaï o Catherine Millet. La lista ciertamente es muy amplia, pero aún así no logra ser completa, como la actualidad que nunca es una, sino muchas realidades que se abren. O como una obra que, más que presentarse como algo terminado o registrado, descubre una verdad modal, modulable, que vuelve presente un sentido a descubrir por cada espectador o lector. No por nada, como menciona Lèbre, el arte “es existencial, lo que significa que se sitúa en el nacimiento del mundo, de cada mundo, singular, plural, común y global”. ~
(Ciudad de México) Estudio en la Escuela de Artes de Utrecht (HKU), en Holanda. Es doctora en historia del arte (UNAM), profesora y psicoanalista.