La fortuna del sueño

Más allá del psicoanálisis o el arte, poca gente se sigue preguntando sobre el enigma que son sus propios sueños, por el vínculo incomprensible entre las cosas que estos generan.
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Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?
Jorge Luis Borges

Hay algo que llama mucho la atención de la época de los smartphones: mientras más aislados estamos, mayor dificultad tenemos para dormir. Como si el brillo de las pantallas ahuyentara la opacidad con la que logramos dormir, al grado que nadie recuerda el instante preciso en el que ha caído en los brazos de Morfeo. Los estudios científicos nos advierten que los jóvenes de hoy en día están durmiendo menos que los anteriores a la era digital. Y no solo los jóvenes, pues los casos de insomnio se han disparado por doquier. Tanto que el consumo de pastillas para conciliar el sueño ha aumentado de manera alarmante en los últimos años. Dormir y soñar son palabras, sinónimos casi, que empiezan a perder su ambivalencia. Entran así al cajón de las utilidades, en una serie de categorías farmacológicas donde, más allá del psicoanálisis o el arte, poca gente se sigue preguntando sobre el enigma que son sus propios sueños, por el vínculo incomprensible entre las cosas que estos generan.

¿Para qué los sueños? ¿Para qué esa zona de sombras donde los actos más inverosímiles tienen cabida? En su libro 24/7, Jonathan Crary argumenta que el sueño es el umbral en el que la sociedad podría defenderse de la desactivación de la memoria colectiva a la que nos somete la cultura capitalista. No obstante, para dormir habría que despertar de vez en cuando; al menos, de ese otro sueño espectacular en el que pretendemos ser dueños del tiempo, del lenguaje, de nuestro cuerpo y hasta de la tierra, incluida su salvación. De hecho, pretender ser dueño de sí mismo y padecer al mismo tiempo insomnio es hoy en día una contradicción, o una redundancia, que pocos parecen notar. “El sueño de la razón produce monstruos”, había escrito Goya en el grabado núm. 43 de Los caprichos. Y, en su magnífica conferencia sobre las pesadillas, Borges señalaba que aquellos que piensan que hemos superado a los pueblos salvajes que siguen creyendo que la vigilia es una continuación del sueño son, al menos, una panda de crédulos. Porque así como hay un sueño del durmiente, lo hay también del insomne y de todo aquello que no ha conseguido dormir. De hecho, si el primero está actualmente en entredicho es porque el inconsciente que hay en la vigilia es constantemente rechazado. A tal grado que se le pretende sustituir por la gran fábrica de subjetividades que es nuestra entrega obligatoria a la información.

En su cortometraje Polustanok (2000), el ucraniano Serguéi Loznitsa parece ir directo al corazón de una humanidad cuyas defensas están bajas por cansancio, agotamiento y sueño. La escena transcurre en una pueblerina estación de tren, donde viejos y jóvenes, mujeres y hombres, esperan algo, no se sabe qué. Se oye pasar un tren, pero nadie atiende, como si el sonido fuese parte de la marea onírica en la que todos navegan. Así es como la cámara del cineasta va recorriendo una galería de personajes anónimos en donde la ausencia de nombre e identidad, paradójicamente, realza una singularidad siempre enigmática para el espectador en cada uno de los durmientes. Sin querer explicar nada, llama la atención cómo Loznitsa no persigue aquí lo siniestro del prójimo, sino la dulzura de su desarme, un tipo de entrega de los cuerpos a un cansancio donde la conciencia no cabe. “Curiosamente, nunca había dormido tan bien como en estos meses”, me dijo una amiga al respecto durante la pandemia: “Mi sueño se volvió un lugar donde refugiarme de mí misma.” Estoy de acuerdo con ella, pues más allá de la cultura imperante del empoderamiento, la denuncia y el lamento, hay momentos en que la realidad te obliga a ceder ante un cansancio sin culpables que no espera ningún tipo de redención.

Fotograma: Polustanok, de Serguéi Loznitsa

¿Por qué la inteligencia del sueño, ese título precioso de un libro de Anne Dufourmantelle? Porque el sueño es la experiencia de un mundo ajeno a cualquier gestión. Uno no decide lo que sueña sino que, más bien, es el sueño el que te sueña a ti. El que sueña está extraviado en su propio sueño, decía Éric Laurent, como una cosa más arrojada a un mundo fuera de lo común, donde la imaginación del durmiente se ha liberado del yugo del yo. Parafraseando a Anne Carson: Si he de ser un objeto, seré un objeto que sueña. Porque, además de ser sujetos de derechos, también hay algo en nosotros de la dimensión del objeto, de otro modo no tendríamos un cuerpo que, muy a pesar nuestro, se niega a dormir. Un cuerpo que también ríe y llora, aun cuando nos hemos propuesto no reír ni llorar. Un “cuerpo hablante”, solemos decir desde el psicoanálisis. Un cuerpo que piensa desde una inteligencia que poco tiene que ver con las buenas intenciones y la moral imperante.

Recuerdo a propósito un sueño en el que apuñalaba a un empleado de un banco hasta matarlo, en una escena propia de una película de Tarantino. Era una época en que alguien había hackeado la aplicación de mi cuenta bancaria para robar mis ahorros. Puse una denuncia y esta fue rechazada dentro de un proceso infernal que duró casi un año y en el cual me enfrenté a un sistema plagado de trámites estériles y de burócratas que repetían ad nauseam que “me comprendían”, aunque con el tono de voz propio de un autómata. De alguna forma, mi sueño tuvo el valor de hacer estallar en su escenario excéntrico una válvula que podría haber estallado tarde o temprano en la realidad. La puesta en escena políticamente incorrecta de mi sueño pudo darle así cobijo a algo de mi experiencia, imposible de expresar. Los sueños, como Freud lo señaló desde hace mucho, son mentirosos de pacotilla. Pero es gracias al engaño de su pantalla alucinada –o de su relato posterior– que algo de lo que experimentamos en nuestro cuerpo puede ser escuchado y descansar.

A un sueño no se le puede cifrar, no se le puede filmar o fotografiar. Solo se le puede descifrar, es decir, leer entre líneas desde un pensamiento inconsciente que carece de pruebas científicas. Ello piensa, es la frase de Nietzsche que retoma Freud. Y Lacan decía que sin sueños los hombres no tendrían idea de lo que sería una relación sexual posible. ¿Por qué? Porque al sustraernos de nuestra identidad reconocible, de aquel personaje vestido de datos que creemos ser en la vida diaria, el sueño nos permite tener una experiencia erótica. Como en aquella conocida película en la que dos amantes se proponen no decir nada de sí mismos, para sostener el fuego de una pasión cuyos nombres y biografías podrían llegar a extinguir. Si decimos que la confianza da asco, es también porque está llena de certezas. Por eso cuando la seriedad con la que pensamos el mundo cae, la sorpresa entra en escena y con ella resurge el erotismo, esa posibilidad de jugar y darle otro sentido a lo que no tiene remedio. Uno puede buscar en Tinder a alguien con una serie de datos, pero lo que define si habrá algo es la alta indefinición que arroja la contingencia de un encuentro. Una cierta mirada, la forma de sonreír, el tono de la voz, la reacción del otro a la tontería que dije…

Al igual que el arte, el sueño es comprensión en acción. Pone en acto preguntas que, a pesar de que nos habitan, llegamos a pasar por alto en nuestra vida diaria. Algo que tiene que ver con nuestros deseos y nuestras pulsiones. De ahí que Goethe confiese que, al suicidarse Werther, se dio cuenta de que su propio personaje lo salvó a él mismo del suicidio. Si la angustia puede despertarnos de pronto de un sueño, es porque este llega a las entrañas de lo que ignoramos de nosotros mismos. En cambio, en la información que nos gobierna, la muerte y la violencia están en todas partes. Pero es una muerte banalizada, sin vacío, es una violencia espectacular a la que uno le pone un like para luego subir una selfie y recibir otros tantos likes. Ciertamente, en un mundo brillante y demostrable, donde la experiencia del cuerpo queda exiliada, no hay lugar para ninguna pregunta. Un sueño, en cambio, es una aventura hacia un mundo donde la representación pertenece todavía a lo incierto que seguimos siendo.

Para explicar su cine, Sokúrov se preguntó en su momento: ¿Qué ocurre cuando no pasa nada? Ocurre, pienso ahora, que uno puede recordar un sueño, porque así como hay que estar muy distraído para entrar en el umbral de los sueños, también hay que estarlo para recordarlos. Basta intentar atrapar uno para que su recuerdo empiece a resistirse, como si la voluntad misma introdujese una imposibilidad en el centro de nuestra memoria. De hecho, que exista una vieja tradición que desaconseja contar tus sueños es precisamente por eso, para que los sueños logren ser sujetados en el tedio de una mañana cualquiera, bajo la ducha o en el transcurso de un paseo sin rumbo. Para que, jugando un poco con las palabras del cineasta ruso, la nada del día que rehace un sueño logre pasar. ~

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(Ciudad de México) Estudio en la Escuela de Artes de Utrecht (HKU), en Holanda. Es doctora en historia del arte (UNAM), profesora y psicoanalista.


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