Resonancias inéditas

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La conciencia no canta, como si una de sus funciones fuera la de acallar las voces que gimen, llaman, delatan; acallar los signos que salen del infierno entreabierto, el eco del remoto paraíso.

María Zambrano

Antes de ser escritor, Lorca había sido músico. De hecho, basta leer su poesía para saber que nunca dejó de serlo, que la línea divisoria entre estas dos disciplinas era más para él un umbral por el que circulaba el viento de la voz que una división. Por eso, cuando presentó su conferencia sobre las nanas, lo hizo acompañándose con el piano, con esa “voz mala, carrasposa y sembrada de afonías” que quedó secretamente grabada en la memoria de los que lo conocieron. A Lorca, lejos de importarle la perfección y el análisis basado en la evidencia, le interesaban las resonancias inéditas, aquellas “que cantan y se entrechocan de turbadora manera”. Las que no pueden ser aprendidas, pero sí vividas, acaso subvertidas. Las que te atraviesan y te mueven, las madres de toda poesía. Como aquel día en el que, paseando por las inmediaciones de Granada, el canto de una mujer de pueblo durmiendo a su bebé lo atrajo irremediablemente. Era una mujer guapa, alegre incluso, pero lo sorprendente era que una “tradición viva obraba en ella, y ejecutaba el mandato fielmente, como si escuchara las viejas voces imperiosas que patinaban por su sangre”. Fue a partir de ese encuentro azaroso que dividió al tiempo, recuerda el poeta, que procuró recoger canciones de cuna de muchos sitios de España. Más tarde, en diciembre de 1928 escribiría sus reflexiones para leerlas por primera vez en la Residencia de Estudiantes de Madrid (Sociedad de Cursos y Conferencias) con el entonces título Añada / nana / arrolo / vou veri vou: canciones de cuna españolas.

Cualquiera diría que el tema de las nanas es un tema feliz, una madre que canta a su niño para dormirlo lo hace porque lo ama. Pero no hay nada más lejos de la felicidad que un amor que persiste, de ahí que el capitalismo lo rechace, al igual que a la maternidad. ¿Acaso no son los países más “modernos” aquellos donde nacen menos niños? De hecho, el amor está mucho más cerca del dolor que de cualquier tipo de empatía que hoy en día se nos vende con entusiasmo, y esto es uno de los aspectos al que este pequeño ensayo nos confronta directamente: que el deseo no es algo precisamente bonito. No, Lorca no se engaña al respecto. Por ejemplo, escuchando arrullos en sitios como Asturias, Salamanca, Burgos y León, percibe ahí algo que grita silenciosamente. El que está en la puerta / que non enre agora, / que está el pade en casa / del neñu que llora… Una cantora que, meciendo a su niño, se comunica con el amante. No importa que este exista o no, lo que importa es el tono que filtra el deseo de una madre que sigue siendo mujer, a pesar de su retoño. La melodía de la voz como un río en cuya corriente el niño es lanzado de la manera más tierna… y a la vez violenta, pues lejos de amenazar, asustar o construir una escena, nos dice el poeta, el niño termina zaherido en ella, “solo y sin armas, caballero indefenso contra la realidad de la madre”.

Abrirle la puerta a un hijo es así abrirle la puerta a lo desconocido que se rebela frente a la administración de la conciencia, a los miedos y fantasmas que a todos nos gobiernan. De ahí que la infancia esté llena de seres adorables, temibles y crueles que la tradición filtra a través de sus diversas voces. Voces femeninas que, más que analizar, delatan presencias, que, más que calcular, cantan ausencias. Porque no solo las madres son las que transfieren el dramatismo del mundo a través de sus tonadas, sino también las nodrizas, las criadas y otras sirvientas más humildes, observa Lorca. ¿Será que los pobres cantan porque antes han contemplado, han oído, han trabajado en lugares angostos? ¿Habrá una etimología oculta entre angostura y angustia? Debe haber algo en el esclavo, en el obrero, en todas estas mujeres sin historia (tatas y mucamas indígenas del centro y sur latinos, nannies negras del norte anglosajón), que los lleva a cantar como si de buscar ventanas se tratara. Pensemos con esto en la escenografía diminuta de una tonada, el instante borroso de una copla flamenca, el ea prolongado por la nodriza… Hay que acercarse al abismo para poder volar, decía Walter Benjamin, sentirse aprisionado para poder cantar.

La tradición es también eso, cederle a alguien un pulso apenas audible, una imagen casi invisible. No hay música capaz de (con)movernos que no venga de una suerte de sombra, de una oscuridad que, al pasar de un cuerpo a otro, se juegue en la vida misma. Lorca nota cómo son precisamente estas presencias femeninas las que, generación tras generación, se han encargado de desdibujar y transformar a través de sus cantes cualquier definición a la que toda inscripción aspira. De ahí viene la fuerza mágica del Coco, continúa reflexionando el poeta, pues, más que hacerse presente, deambula por las habitaciones de los niños sin nunca aparecer realmente. Siguiendo esta misma línea, Jacques Lacan sugería –casi treinta años después de la muerte de Lorca– que fueron las mujeres las que, al margen de cualquier orden o pronunciamiento, se atrevieron a jugar con el latín, dando origen a nuestras lenguas. ¿Y qué es jugar sino perder? Crear a partir de lo que se nos escapa. Como si fuese en el juego y no tanto en la educación y la sacrosanta razón donde se pudiese engendrar lo nuevo. ¿Estamos hablando de una especie de hechizo, pariente cercano de la poesía? Lorca lo explica así: “No es que la madre quiera ser fascinadora de serpientes. Es más bien su necesidad de palabra para mantener al niño pendiente de sus labios lo que la hace emplear la misma técnica.”

Todo el (en)canto de un cuento consiste entonces en el tono con el que una historia se transmite y no en el sentido de un texto. De hecho, es el tono de la voz el que hace que una historia vuelva a suceder, renovándose una y otra vez. A diferencia de una catedral que permanece clavada a una época, señala el poeta, una melodía salta de pronto, “de ese ayer a nuestro instante, viva y llena de latidos como una rana, trayendo luz viva a las horas viejas”. Ciertamente, hay que saber escuchar para que el pulso de una vivencia olvidada pueda decirte algo a través de la inflexión de una frase, a través del silencio abrupto que ha despertado el llanto de una cría. De ahí que los niños, más que los adultos, sepan que un cuento jamás será puro cuento. Los niños y algunos poetas, claro, capaces de concebir en otro sentido, de dejarse penetrar por voces externas, ajenas a cualquier gramática. Uno podría pensar, al leer este breve ensayo editado por Pepitas de Calabaza, que la España de Lorca ha quedado atrás, como una catedral a la que ya nadie acude. Sin embargo, aunque en parte sea cierto, esa sería una lectura muy limitada, la de aquel que cree que la actualidad es solo una, es decir, la suya. A propósito, recuerdo tan solo la respuesta de una amiga al preguntarle si le había cantado arrullos a sus hijos cuando eran pequeños: “no me sé ninguno, ni siquiera recuerdo si mi madre me cantaba –me aseguró–, pero lo extraño es que cuando mis hijos eran pequeños me daba mucho por cantarles cualquier cosa, agarrar una palabra y jugar con ella, convertirla en una especie de canción que mi cuerpo me iba dictando, hasta que ellos se calmaban o se dormían”. Como menciona José Javier León en su precioso prólogo, si Lorca, que nació en el año de 1898, sigue siendo tan moderno, es porque logra escuchar en el canto de estas mujeres el rumor de un silencio inherente a cualquier vínculo, un haz de tiniebla que transfigura y hace que el presente no cese. La intención del poeta frente a su tradición en este breve texto no es definir sino subrayar; no dibujar sino sugerir. Herir pájaros soñolientos, dice él. Acentuar una herencia, labrar una y otra vez una corriente ya hecha. ~

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(Ciudad de México) Estudio en la Escuela de Artes de Utrecht (HKU), en Holanda. Es doctora en historia del arte (UNAM), profesora y psicoanalista.


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