Del periodismo estadounidense

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En aquellos días de principios de los sesenta teníamos la impresión de estar escribiendo la historia a toda prisa. Trabajábamos en los diarios de Nueva York y pensábamos que la palabra “periodista” resultaba pretenciosa. Incluso las mujeres se llamaban a sí mismas reporteras. En aquel entonces había siete periódicos de publicación diaria, cuatro matutinos y tres vespertinos. Yo trabajaba en el New York Post, un diario liberal editado por Dorothy Schiff, pero tenía amigos en todos los demás periódicos. En la redacción todo el mundo fumaba. Y casi todos iban a determinados bares al terminar la jornada.

Los bares fueron nuestra escuela de periodismo. Trabajábamos en un gremio, y los artesanos más viejos nos enseñaban lo que ellos mismos habían aprendido a golpe de experiencia. En ocasiones, la lección de la mañana, acompañada de whisky o cerveza, era una cuestión de mero detalle. Como Verrocchio enseñándole a Leonardo cómo pintar una pestaña en un estudio del Renacimiento en Florencia. “¡Nunca comiences una oración con la palabra ‘eso’!”, espetaba un viejo corrector, señalando tu texto en el periódico. “¡Sustantivos concretos! ¡Verbos transitivos!”

Entre la gente de prensa había pocos debates teóricos extensos. Casi todos despreciábamos la ideología, a la que considerábamos un sustituto del pensamiento y no un pensamiento en sí. Para los periodistas más viejos, aún estaban frescas las vívidas lecciones de la década de los treinta. Por nuestra parte, despreciábamos la ideología de derechas, porque éramos lo suficientemente mayores como para saber lo que reaccionarios como Hitler, Mussolini y Franco habían traído al mundo. Y no confundíamos a los reaccionarios con los conservadores: Joe McCarthy no era un intelectual descendiente de Edmund Burke. Los conservadores no creían en la perfectibilidad del hombre, y pensaban que en una democracia era necesario fijar límites a las utopías. Los reaccionarios, empero, veían todos los problemas como clavos que debían ser golpeados con martillos. Es decir, no eran muy distintos de los comunistas.

Así que la gente de los diarios, y muchos de quienes trabajaban en las revistas, compartían una visión similar del mundo sobre el cual informaban. Y dicha visión era ante todo escéptica. No cínica. Pero sí propensa a la duda y al escrutinio. “Si quieres que una historia sea verdadera”, me dijo uno de mis primeros editores, “por lo general no lo es”.

Sin duda, la mayor parte de los periódicos tenía una línea editorial. Pero para la época en que comencé a trabajar en uno, en 1960, esas posiciones políticas no se desbordaban hacia las páginas de noticias. Los artículos de opinión permanecían en las páginas editoriales y los editores no tocaban las columnas de noticias. Esta versión de la separación entre Iglesia y Estado, que data de finales del siglo xix, era un tanto nueva en las planas de los periódicos estadounidenses. Alguien descubrió que un periódico apartidista era un buen negocio. Todo el mundo necesitaba información fiable: los hombres de negocios, los banqueros, los corredores de bolsa, los consumidores, los burócratas y los sindicalistas afiliados. Años más tarde, cuando por fin cayó la Unión Soviética, el columnista Murray Kempton me dijo: “El comunismo murió porque no tenía su propia versión del Wall Street Journal”.

Kempton quería decir que el capitalismo se había beneficiado del sostenido examen periodístico del Wall Street Journal y otros organismos de prensa libres. Los comunistas nunca permitieron tal escrutinio, y finalmente todo aquel sistema brutal, cerrado y paranoico se vino abajo. Incluso los comunistas aprendieron varias lecciones. Ahora puedes comprar el Wall Street Jounal en la China comunista.

A lo largo del siglo XX, el periodismo estadounidense comenzó a perfeccionar los géneros que constituirían el panorama de este medio. La “nota dura” narraba para los lectores los hechos básicos de que se tenía noticia: quién, qué, dónde, cuándo, cómo. La columna estaba relacionada con esa historia principal. A menudo, nos proporcionaba un vívido acercamiento a algún detalle de la historia, o intentaba responder una pregunta más: ¿por qué?

Para mí, la gran figura de este florecimiento del periodismo estadounidense moderno fue Stephen Crane, nacido en 1871. Para 1890, sin contar aún con veinte años, Crane publicaba fabulosas notas en los periódicos de Nueva York, notas que dejaban entrever la complejidad, los peligros, las cadencias y los atractivos de la vida urbana. Crane regalaba a los lectores pequeños retratos de gente maleada por la ciudad. Hacía de los vividores y de las prostitutas gente real. El estilo de su prosa era directo y descriptivo, con un agudo sentido de la escena. Crane encontraba los pequeños detalles que revelaban el carácter. Su escritura era sensual en el mejor sentido de la palabra: proporcionaba al lector los pormenores de la vista, el sonido, el olor, la textura, que insuflaban vida a la escena. Algunas de las piezas de Crane parecían feuilletons, aquellas breves composiciones literarias que se publicaban a menudo en los periódicos de París y que con la misma frecuencia eran discutidas entre los reporteros que volvían de alguna misión en el continente (pues el género no era popular en Inglaterra). En la misma época, y como muchos de quienes han escrito en periódicos antes y desde entonces, Crane comenzó a escribir ficción, convirtiendo en relatos breves lo que en un principio eran artículos (por ejemplo, “El bote descubierto”). Luego, publicó su primera novela, Maggie, seguida, en 1895 por su gran novela La roja insignia del valor. Repentinamente famoso, en 1898 Crane partió hacia Cuba para cubrir la guerra entre España y Estados Unidos, y murió en 1900 de tuberculosis.

Pero la obra de su vida fugaz no pasó inadvertida para otros reporteros y, sobre todo, para mis editores. Fueron ellos quienes nos animaron a emularlo. Y hasta hoy, el periodismo estadounidense se conduce por los hechos. Los reporteros y los fotógrafos iban al escenario de la historia, ya fuese un homicidio barato en el West Side, la Primera Guerra Mundial o Pershing a la caza de Pancho Villa en el norte de México.

Tras el fin de la guerra en 1918, dio inicio la gran época de los deportes en Estados Unidos, y el escritor que cubría este tema se volvió una figura principal. Él (todos eran hombres) era tan conocido como algunos boxeadores o beisbolistas. Damon Runyon, que cubrió la guerra y los acontecimientos en México, estaba ahora en primera fila junto con Grantland Rice, Ring Lardner y muchos otros. Una vez más, la atención se centraba en el detalle: el ángulo exacto de un golpe de KO, la manera en que una bola curva rompía y dejaba fuera a un gran bateador. Lardner y Runyon también acabaron por escribir ficción. Como corresponsales extranjeros, llevaban a los lectores ahí donde éstos no podían llegar solos. El joven Ernest Hemingway pasó por su aprendizaje periodístico en Kansas City y Europa, y escribió su mejor ficción a mediados de los años veinte.

Al mismo tiempo, en 1919, comenzó la era de los tabloides con la fundación del New York Daily News. Desde su inicio, el tabloide estuvo hecho para ser leído en los atestados vagones del metro, donde las grandes planas de los periódicos resultaban demasiado grandes para desdoblarlas. Su fórmula quedó establecida casi desde el principio: encabezados llamativos, tipografía afilada, ordinaria y ceñida, fotografías inquietantes, tiras cómicas a menudo brillantes y una amplia cobertura tanto de deportes como de entretenimiento. La radio se estaba convirtiendo en un medio importante, y los tabloides la cubrían. Las columnas del corazón comenzaron a prosperar tras la llegada de Walter Winchell a un tabloide llamado Daily Mirror. Algunos de los periódicos de gran formato adoptaron algo de esta fórmula (aunque el New York Times nunca sucumbió a ella). La Ley Seca, la ley más tonta del siglo XX estadounidense, proporcionó otro gran tema: el nacimiento del criminal romántico, el contrabandista de licor. Todo el mundo conoció los nombres de Al Capone, Pretty Boy Floyd y Legs Diamond, y ellos ofrecieron infinita inspiración a Hollywood (a partir del desarrollo del cine sonoro) y a la alta ficción (El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, que no fue un reportero).

El efecto de estos periódicos populares –que eran en parte noticia y en parte entretenimiento– fue enorme. En Nueva York, donde los inmigrantes se estaban asentando, los periódicos constituían un medio de asimilación a la nueva, más amplia, sociedad estadounidense. Los periódicos explicaban la ciudad a los inmigrantes y los inmigrantes a la ciudad. No todos ellos leían en inglés (el segundo idioma de Nueva York, desde 1920 hasta cerca de 1950, fue el yiddish, y en su mejor momento el Jewish Daily Forward, escrito en yiddish, tenía una circulación diaria de 250.000 ejemplares). Pero sus hijos sí. Y había quienes, como los irlandeses, trajeron el inglés en su equipaje. Mi padre, un inmigrante irlandés llegado en 1923, no se convirtió en “americano” leyendo El federalista o la obra de Tocqueville. Su guía fue el Daily News. Ese diario le reveló los misterios cuasi religiosos del béisbol. También le entregó su jerga estadounidense, sus mitos estadounidenses, y su risa estadounidense. Y sí, durante la Gran Depresión, su desesperación estadounidense, su injusticia estadounidense y su esperanza estadounidense.

No es éste el lugar para describir la forma en que se desarrolló el periodismo durante el resto del siglo, con la creación del New Yorker, las revistas de noticias, los grandes reportajes en la Segunda Guerra Mundial, la cobertura del movimiento racial por los derechos civiles, el creciente dominio de la televisión, el ascenso del rock and roll, los horrores de Vietnam, los turbulentos desórdenes de los años sesenta. Llegó entonces el así llamado Nuevo Periodismo, con sus brillantes reporteros-escritores, Tom Wolfe, Jimmy Breslin, Gay Talese, Tom Morgan y otros. Norman Mailer, que se inició como un buen novelista después de la guerra, optó por el periodismo en la década de los sesenta, y a él se unieron escritores como Truman Capote y James Baldwin.

En su periodismo, estos hombres mostraron el abanico de posibilidades de la narrativa fáctica, pero se mantuvieron fieles a eso que años atrás guiara a Stephen Crane: la importancia absoluta del hecho observable. Ninguno de ellos podía sentarse en una buhardilla proustiana, tapizada en corcho, aislada del mundo. Tenían que abandonar esa habitación e ir a ver las historias que se desplegaban. Su ejemplo es hoy más necesario que nunca, para los escritores y para los lectores. En la era de internet, la tentación consiste en pescar los hechos en un teclado, sin salir a los peligros de la noche. Esa es la perdurable lección de su trabajo. Esos hombres estaban escribiendo la historia a toda prisa. Pero también estaban escribiendo literatura. Ezra Pound sería un chiflado en materia de temas sociales y políticos, pero yo atesoro su frase de El ABC de la lectura, publicado en 1934: “La literatura –decía Pound– es una noticia que siempre es noticia”. ~

 

Traducción de Marianela Santoveña.

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(1935-2020) fue un periodista, novelista, ensayista, editor y educador estadounidense.


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