Descorrer el velo

Mentideros de la memoria

Gonzalo Celorio

Tusquets

Ciudad de México, 2022, 280 pp.

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Durante algunos años, ante un grupo de amigos, Gonzalo Celorio, funcionario y escritor, leyó un conjunto de textos que ahora reúne bajo el nombre de Mentideros de la memoria. Mentiderolugar donde la gente se reúne a conversar, a intercambiar anécdotas, bromas, chismes. Esta es la sustancia de la que se nutre el libro. Y un hilo conductor: la amistad con sus contertulios, con los personajes que figuran en el libro, que bien pudo llamarse: anécdotas de mis amigos.

Mentideros de la memoria es un anecdotario. No es un libro de ensayos, ni de crítica literaria, ni de relatos, aunque contenga elementos de estos tres géneros. Aunque el término aparece ya en el siglo VI (según refiere Gabriel Zaid en “Una anécdota irresistible”, Leer poesía), la “conciencia literaria” reconoce a la anécdota hasta el siglo XVIII como un escrito que recoge “incidentes memorables”, preferentemente inéditos, biográficos, teñidos de cierto escándalo, que es lo que le otorga su encanto y picardía. Textos ideales para leer frente a un grupo de amigos.

En México, como también apunta Zaid, no abundan los anecdotarios. Cita y encomia dos: el Anecdotario de Manuel José Othón, de Artemio de Valle-Arizpe, y El folklore literario de México, de Rubén M. Campos. Recuerdo ahora Lo que ‘Cuadernos del Viento’ nos dejó, de Huberto Batis, a caballo entre la historia literaria y el anecdotario. En las autobiografías y memorias, en las correspondencias, suelen encontrarse anécdotas, sobre todo de los propios autores, en donde por regla general salen bien parados. En los Inventarios de José Emilio Pacheco (publicados por Era, aunque solo incluyen un tercio de lo que publicó en Diorama de la Cultura y Proceso) abundan las anécdotas. Pero, en efecto, el género no es muy popular entre nosotros, ¿por qué? Acaso por la invasión a la intimidad que presupone, por pudor quizá. No abunda tampoco entre nosotros la literatura del yo, ni las memorias ni las autobiografías. No nos gusta exponer lo íntimo, tal vez esto se explique por el carácter católico de nuestra cultura: la confesión de las faltas es privada, aunque esta develación de lo íntimo prolifere en las tertulias, los cafés y las cantinas, mentideros de chismes. En nuestro idioma existe una obra maestra del género: el monumental Borges, de Adolfo Bioy Casares.

Las anécdotas cuentan “incidentes memorables”. Pueden ser tristes o cómicas, largas o breves. Puede ser uno el protagonista u otro, célebre o no. Son relatos en los que se revela un suceso poco conocido. En ocasiones crueles o amables, de buena o mala leche. Su final, como el de un chiste, suele ser sorprendente o paradójico. Como en el resto de los géneros literarios, no existen reglas fijas. Su lectura es ligeramente incómoda porque nos revela un ángulo poco conocido del protagonista de la anécdota. A mucha gente le disgustó el libro de Bioy Casares porque mostró que el genial escritor argentino era capaz de hacer comentarios racistas o misóginos. Siempre pensamos que Borges tenía en altísima estima a Alfonso Reyes, nunca nos imaginamos que en la intimidad lo calificaba de “tontito”. Las anécdotas revelan, desnudan, descorren por un momento el velo de la intimidad.

Gonzalo Celorio nos ofrece su anecdotario. En todos los casos son relatos protagonizados por personajes vinculados a la cultura, mayoritariamente escritores. Algunas veces el autor presencia los eventos que narra, en otras recoge sucesos que le contaron. Las más es el propio Celorio el protagonista de sus historias. En ocasiones se retrata como un ingenuo (como cuando lo estafan en una calle de Bogotá), en otras vanidosamente como un donjuán (con la asistente de la exmujer de Cortázar). También como un sentimental incurable (como cuando casi llora frente a la ventana iluminada del cuarto donde Cortázar escribió Rayuela), un bebedor olímpico o como funcionario cultural. Veladamente esta es una función de sus relatos: dejarnos ver su destacada trayectoria en el servicio público. Como al descuido nos hace ver que fue director del Fondo de Cultura Económica, director de la Facultad de Filosofía y Letras, asesor de la Feria Internacional del Libro, asesor del Canal 22, coordinador de Difusión Cultural de la UNAM, redactor ocasional de discursos presidenciales. Creo que los lectores nos hubiéramos ahorrado muchas páginas de haber incluido sus datos oficiales en la solapa biográfica del libro. Más peso tienen en Mentideros de la memoria sus cargos como funcionario que su propia tarea como escritor. Solo en una ocasión menciona, con gran emoción, la contratación de su primera novela, Amor propio.

Pese al desfile de sus cargos, el libro no tiene un tono fatuo. El autor no imposta la voz. Los veinte capítulos de su libro son, en su mayoría, textos amenos y bien escritos. No alcanza (no creo que ese haya sido el propósito del libro) a perfilar bien su propio personaje. Una cosa es clara: Celorio es un hombre que ama y disfruta la literatura, casi como ama y disfruta el trato con los escritores.

Abundan en el libro las buenas anécdotas. Una refiere el diálogo, en México, entre Arreola y Borges, cuando el argentino comentó “que Arreola solo le había permitido intercalar uno que otro silencio”. Otra cuenta cómo el mismo Arreola interrumpe a un declamador insufrible: “lo paró en seco y le espetó: ‘Usted no es un declamador; usted es un terrorista’”. Una más narra el día que llevó a casa de Fernando Benítez a la segunda esposa de Julio Cortázar, Ugné Karvelis, que se ostentaba como la viuda oficial, con el propósito de obtener recursos para una dudosa fundación, y el modo en que el autor de Los indios de México le reclamó, “con su característico apelativo de hermanito, la mala ocurrencia que había tenido de llevar a su casa a una puta”. Cuenta también la ocasión en la que una mañana recibió la llamada de larga distancia de Bryce Echenique, quien durante varias horas le hizo escuchar a Celorio los comentarios sobre un libro a la par que lo obligó a brindar repetidamente con él, a pesar de la hora temprana, un whisky trasatlántico. Y así por el estilo.

Debo decir que las anécdotas que más disfruté tienen como protagonista a Umberto Eco. El gran semiólogo fue invitado a la UNAM, a mediados de los años ochenta, para dar una conferencia. Recientemente había publicado El nombre de la rosa. El auditorio de la UNAM se llenó de miles de jóvenes entusiastas (yo entre ellos) que querían escucharlo hablar de su novela. En lugar de eso nos brindó una densa conferencia en italiano (Eco se negó a que hubiera traductores simultáneos) sobre santo Tomás y la escolástica, de la que nadie entendió una palabra, pero que todos aplaudimos. Luego de algunas reuniones oficiales, Eco le pidió a Celorio –que fungía como su chaperón– que lo llevara a algún apartado para dormir una siesta. Celorio lo condujo a su automóvil, que resultó ser una combi. Eco subió al carro, se aflojó la ropa “y sacó del pantalón una antigua moneda de plata que siempre llevaba consigo […] la encerró en su puño derecho”. Menos de un minuto después “el puño se abrió. La moneda cayó al suelo, y con el ruido que su caída produjo, Eco se despertó. Se abrochó el cinturón y preguntó: ‘¿A dónde vamos?’”. Se fueron al Bar León, célebre antro de esos años, donde Eco se subió al escenario y tocó –“como si hubiera nacido en Cuba”– las tumbadoras de la orquesta. El libro de Celorio termina, gran final, con la imagen del autor de Apocalípticos e integrados interpretando, en Garibaldi, luego de muchas copas, “Paloma negra” en un perfecto español.

Así como el libro contiene buenas anécdotas también las hay regulares y malas. Su mayor pecado es la prolijidad. Se regodea con detalles inútiles. A pesar de su admiración por Augusto Monterroso y su estilo lacónico, Celorio no sabe meter freno. Desdeña la máxima “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Consume una gran cantidad de páginas para llegar a un final decepcionante, como ocurre con la anécdota de Sergio Galindo, Echeverría y el whisky. Confieso que la muy extensa crónica de su amistad con Bryce Echenique me dejó perplejo. Páginas y páginas en las que Celorio cuenta cómo Bryce Echenique es más que su amigo, casi su hermano, para rematar en una cruda exposición de los plagios descarados del peruano. “El que realmente se jodió fuiste tú. Y no me cabe en el corazón, amigo querido.” Con esta clase de amigos, ¿quién necesita enemigos?

Dejo al último el capítulo en el que narra su amistad con José María Pérez Gay. La anécdota deja, como en el caso anterior, muy mal parado al autor de El imperio perdido. Comienzo por los hechos. Por error, los mensajeros de la revista Vuelta llevan a casa de Celorio un libro de Pérez Gay dedicado a Octavio Paz. Resulta obvio que Paz le quiso devolver, repudiándolo, el libro que Pérez Gay le dedicó y en la editorial se equivocaron de dirección. En una reunión del grupo Nexos, Celorio le hace creer a Pérez Gay que el libro lo compró en una librería de viejo. Pérez Gay, humillado, le ofrece comprarle el libro, para evitar que se conozca ese gesto de desdén. Celorio se niega a venderle el ejemplar y le promete que guardará el secreto. Como se ve, no lo hizo. ¿Por qué Paz tuvo ese gesto de desprecio? Celorio lo atribuye al escándalo alrededor del Coloquio de Invierno, encuentro organizado por intelectuales de Nexos –con la UNAM y el Conaculta como patrocinadores– en clara respuesta al Encuentro Vuelta que Octavio Paz había organizado el año anterior (1990). La anécdota: Celorio cuenta la tensa reunión que sostuvieron Octavio Paz y Enrique Krauze con el rector Sarukhán para quejarse de que habían sido excluidos del coloquio. El rector respondió que, a última hora, se había girado la invitación a Paz. Según Celorio, “el premio nobel quiso recurrir a su práctica habitual de determinar la nómina de participantes, la configuración de mesas y la distribución de los temas”. Celorio falta a la verdad, omite la parte medular de ese encuentro en Rectoría. Paz, como director de Vuelta, reclamó la ausencia de Enrique Krauze del coloquio, dado que el Encuentro Vuelta había abierto con generosidad sus puertas a los más distinguidos miembros de Nexos. Se había excluido a Krauze como venganza de Carlos Fuentes por el ensayo que el historiador había escrito años atrás. Paz argumentó que en un encuentro organizado con dinero oficial no cabían ese tipo de exclusiones. Vuelve a faltar a la verdad Celorio cuando afirma que el Encuentro Vuelta no fue financiado con dinero privado, ya que Televisa lo transmitió en los tiempos otorgados por el gobierno. Lo cierto es que Televisa transmitió el encuentro en su canal principal (el 2) y en horarios premium. Celorio omite estos detalles en su relato, seguramente porque en esos momentos hacía méritos para ingresar al círculo cercano de Carlos Fuentes, cosa que finalmente logró, como lo testimonia el capítulo dedicado a la muerte de Natasha, la hija de Carlos Fuentes, a mi juicio el peor momento de su libro. La larga crónica dedicada al Coloquio de Invierno desentona notablemente en este libro literario, omite detalles, falsea otros, innecesariamente. La anécdota al servicio de los intereses del autor.

Luces y sombras. Mentideros de la memoria es un libro desigual. Desbalanceado. La anécdota descorre la cortina y deja ver la intimidad de personajes creando momentos incómodos. Como ocurre en el largo relato donde minuciosamente da cuenta de la humillación que sufrió en una fiesta Roger Díaz de Cossío. Como la crónica agridulce sobre su “amigo” Bryce Echenique. Como las anécdotas que retratan a un García Márquez solitario, cansado de sus admiradores.

Ojalá más autores se animen en el ejercicio de la anécdota, como ahora lo ha hecho Gonzalo Celorio. Es un género riesgoso pero necesario, porque permite airear un medio tan encerrado en sí mismo como es el medio literario mexicano. ~

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