Las columnas sobre música se mueven siempre entre la pertinencia y la caducidad: ¿A los cuántos días todavía podemos reseñar un concierto? ¿Es lícito hablar de un cantante que falleció hace dos meses? ¿Se vale atender todos los aniversarios o solo aquellos que se ajustan a múltiplos de cincuenta? Por si esto fuera poco, la periodicidad puede llegar a ser desgastante, agotar perspectivas, propiciar que los colaboradores vuelvan una y otra vez sobre los mismos temas. Eso sin contar con los problemas propios de la crítica musical, que se debate entre la terminología especializada, la apreciación superficial o el tipo de metáforas crípticas que usaría alguien encantado de escuchar The dark side of the moon después de lamer un sapo de Sonora. Con semejante panorama se entiende que una escritura demasiado atenta a las efemérides, las noticias de última hora y los hechizos de la nostalgia se vea a menudo como un género orgulloso de sus marcas temporales. Iba a terminar diciendo que no faltará el audaz que, al cabo de los años, recoja ese material en un libro, pero cuando uno se enfrenta a compilaciones como Notas de paso, de Federico Monjeau, tiene que pensar dos veces el chiste que estaba a punto de hacer.
En 2016, Monjeau –de quien, para no desentonar con los vicios del género, haré la apretada semblanza de rigor: argentino, nacido en 1957, profesor de estética musical en la Universidad de Buenos Aires, director de la efímera revista sobre “teorías y técnicas musicales” Lulú y autor, entre otros libros, de un denso estudio sobre las ideas de progreso y forma en la música y sobre su capacidad para representar y ser representada de manera no musical, fallecido en 2021– fue invitado a escribir una columna en un nuevo suplemento de Clarín. Según su amigo y compilador Matías Serra Bradford, el crítico se dio el lujo hasta de dudar –“no se creía a la altura del desafío”–, aunque meses después reconocería que esos ensayos mínimos –en apariencia motivados por recitales, viajes o libros, pero en realidad impulsados por la obligación de entregar de ochocientas palabras cada semana– “lo habían convertido en escritor”.
Lo primero que sorprende de Notas de paso es que haya tan poco desperdicio en un conjunto que abarca cuatro años de actividad periodística (el texto más antiguo es del 25 de junio de 2016 y el más reciente, del 29 de febrero de 2020), lo cual hace pensar que Serra Bradford tampoco tuvo que cribar tanto para dar forma a un volumen brillante en su exposición, sorprendente en sus hallazgos y sólido en los numerosos juicios que realiza, lo cual no debe tomarse en demérito de la organización temática del libro (doce apartados que evitan el engañoso orden cronológico), sino como una prueba de la consistencia de Monjeau. Abundan desde luego las citas repetidas, las necrológicas sobre la marcha, los textos que prometen una continuación que no llega, los registros de época y, también, las series de artículos más apropiadas para suscriptores que para lectores ocasionales. En otras palabras, los recordatorios de que las columnas responden a necesidades materiales y, cuando mal les va, a coyunturas específicas y, cuando les va peor, a lo que sea que se le ocurra al escritor en la víspera de la fecha de entrega. Sin embargo, esas limitantes que en críticos menos dotados, personalidades más pedantes o melómanos demasiado cómodos con sus propios gustos podrían dar pie a textos cumplidores –esto es: o solo oportunos o solo informativos o en exceso enfocados en la experiencia de quien cree haber platicado con muchos artistas o haber asistido a muchos conciertos–, encuentran en Monjeau un cauce milagroso. Al eludir la tentación de explicarlo todo o de darlo todo por sentado, el autor puede establecer un tono en el que la ambición literaria, la profundidad teórica y la efectividad periodística convivan en una conflictiva, y por ello fructífera, armonía.
Aunque Monjeau, como buen crítico, nunca rehúya al fango de una polémica (así lo demuestra su defensa del cobro en los conciertos financiados por el Estado o su diatriba contra las pretensiones de cambiar el final de Carmen, so pretexto de concienciar sobre la violencia de género), la cualidad que mejor define sus artículos es la de ensanchar nuestra idea, no de la música, sino de la escucha. En la categoría de “cosas de las que se puede hablar en una columna musical”, lo mismo incluye una clasificación de las mejores canciones mundialistas de la historia (encabezada, a su modo de ver, por el tema de Italia 90, “el mayor aporte italiano al fútbol mundial en muchos años”) que un relato sobre los empeños del naturalista Guillermo Enrique Hudson por registrar el canto de las aves de la pampa. A la par de entregas más o menos esperables acerca de Scarlatti o de Carlos Gardel, Monjeau habla de la tendinitis de los pianistas, de las sesudas disertaciones de Éric Rohmer y Aldous Huxley, insospechados críticos musicales, de la “afinación” poética de Marina Tsvietáieva y del humor de Mauricio Kagel, el último cómico musical del siglo XX que, entre otras genialidades, una vez fingió haber tocado una sonata de Hindemith, pero en realidad tocó sabrá Dios qué cosa, para obtener un empleo. Pensar la música, para Monjeau, era también pensar acerca de por qué las obras tienen tales o cuales títulos, del estrés acumulativo que provoca ataques de tos en los recitales de piano o del papel que desempeña la Patética de Beethoven en una película de los Coen.
No menos fascinantes son los trazos con los que el crítico captura un estilo, un momento histórico o un temperamento: del paso de la monodia a la polifonía entre los siglos XII y XIII, subraya cómo aquel cambio de la voz sola a las voces simultáneas hizo perder al canto gregoriano su aura espiritual; acerca de la capacidad compositiva de Bach, describe el complicado proceso que, todas las semanas, emprendía al lado de sus copistas para concebir y pasar en limpio –a marchas forzadas, con partituras a medio terminar, sobreexplotando la caja de arena donde secaba la tinta– la cantata que sería estrenada el siguiente domingo en la iglesia; para caracterizar a Maria Callas, asegura que “no le interesaba tanto la belleza del sonido como el efecto de verdad”, una impresión que no solo se aplica a su forma de cantar sino a su cultivo de la delgadez con la que buscaba expresar de la manera más efectiva posible la angustia, la crueldad y la cólera de sus personajes.
Dar el recorrido completo de un libro que se mueve con tanta naturalidad entre la música clásica, la contemporánea y la popular –y con popular quiero decir no solo la de la cultura de masas sino la folclórica, como en el artículo dedicado a Cuchi Leguizamón– llevaría a otro de los malos hábitos del periodismo cultural: el name-dropping. Sin embargo, me gustaría detenerme en la columna sobre Richard Strauss, para ilustrar no tanto la estrategia discursiva de Monjeau como su espíritu de comprensión. En un texto que trata de su poco aprecio por el compositor alemán, pero principalmente de cómo cambian nuestros gustos y afinidades, el crítico comienza poniendo en entredicho sus propios prejuicios: ¿por qué a veces entendemos la historia de la música a partir de parejas, en las que necesariamente alguien sale perdiendo: Mahler vs. Strauss, Ligeti vs. Kurtág y, ya si a esas vamos, los Beatles vs. los Rolling Stones?, ¿cómo explicar que, al enfrentarse a una obra que en otra época le había parecido calculada y extenuante, un conocedor pueda experimentar con los años algo así como una reconciliación?, ¿qué clase de relación unilateral llegamos a mantener con ciertos creadores, muchos de ellos muertos desde hace varios años, que supera el mero juicio estético? Así, en cinco párrafos compactos, Monjeau termina por aceptar que todo crítico libra batallas imaginarias que no está obligado a prolongar con el paso del tiempo.
Esa continua tensión entre una materia tan escurridiza como la música y un formato tan estrecho como el artículo del periódico es la lección más perdurable de este libro. Porque –parafraseo aquí al propio Monjeau– del mismo modo que una buena canción no es la suma de una buena letra y una buena melodía sino el resultado de que unos buenos versos adquieran “realidad musical”, la curiosidad, el saber teórico y la facilidad para ir a cualquier concierto sirven de poco sin un estilo en que la concisión, la cita oportuna y la destreza para desarrollar una línea argumentativa hagan su parte. En una columna casi todo está por inventarse y, en el proceso de cumplir con la encomienda, uno puede tener a su disposición un banco de pruebas donde ensayar esto o aquello. Y con Notas de paso queda claro que tal vez esta sea la mayor de sus virtudes. ~
Federico Monjeau
Notas de paso
Selección y prólogo de Matías Serra Bradford
Buenos Aires, FCE, 2023, 436 pp.
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.