Mi madre, Beatriz Lizalde, me ha contado repetidas veces que con grandes esfuerzos tuvo que aceptar llamarse Alfredo y conducirse como Alfredo a los tres o cuatro aรฑos de edad para poder jugar con su hermano dos aรฑos mayor, Eduardo, nacido el 14 de julio de 1929, hace setenta aรฑos. Dice mi madre:
Me acuerdo muy bien de Eduardo en la escuela de Puebla, donde estudiรกbamos todos [se refiere a los seis hermanos: Eduardo, Elena, Beatriz, Luis, Enrique y Elsa], rodeado de compaรฑeros y compaรฑeras, echando discursos, apabullando a todos en matemรกticas, mรบsica, literatura, lo que fuera; era reconocido por todos como el mรกs brillante. Y era un pedante.
Reconstrucciรณn fiel, y lรฉanse si no estos pรกrrafos de la Autobiografรญa de un fracaso (1981), libro autocrรญtico casi hasta el masoquismo:
Escribรญ poemas desde niรฑo y, a los trece aรฑos o doce, me consideraba capaz de llevar adelante de manera genial cuando menos tres carreras: la de cantante, la de pintor y la de poeta. Me parecรญa posible, en breve tiempo, ser cuando menos Titta Ruffo, Miguel รngel y Gรณngora si me empujaban vientos propicios.
Eran sueรฑos sin fundamento, pues muy provinciano andaba yo a los quince, durante la preparatoria en la Universidad de Puebla, y muy en la ruta del peor romanticismo y el mรกs despistado modernismo.
[…] El que se creรญa genio a los catorce y era en la preparatoria campeรณn de las cรกtedras literarias como del รกlgebra y la trigonometrรญa, se hallaba a los 25 filosรณficamente indigesto, desordenado y desorientado. Era ya viejo aprendiz de cantante, pรฉsimo pintor y poeta deplorable.
Afortunadamente, hoy sabemos que Eduardo Lizalde es un carpintero muy reconocido en su familia y su hogar, un catador de vinos y degustador de quesos formidable, un barรญtono-bajo disfrazado de crรญtico de รณpera, un animador de empresas culturales que van de las revistas y suplementos literarios a las telenovelas histรณricas o las instituciones oficiales, un “ajedrecista afable” โMarcel Sisniega dixitโ, aunque capaz de dar sustos en el tablero a cualquiera, un maestro de varias generaciones literarias; sin olvidar lo principal: un narrador y un ensayista literario y polรญtico agudo y poco estudiado; y, sobre todo, un poeta mayor, “un nombre (una obra) โescribiรณ Octavio Pazโ que ha cambiado nuestro paisaje poรฉtico. […] La apariciรณn de un poeta verdadero tiene algo de milagroso”.
El camino de bรบsqueda literaria, de desencuentros y encuentros de Eduardo Lizalde fue largo y espinoso y va de la juvenil experimentaciรณn poeticista, de la mecanizaciรณn de la metรกfora โdocumentada por รฉl mismo en el libro citado, Autobiografรญa de un fracasoโ a Cada cosa es Babel (1966), tentativa ya rigurosa y arriesgada, en la lรญnea del poema de largo aliento (Eliot-Valรฉry-Gorostiza-Paz), nunca exenta de interรฉs y de momentos muy inspirados, como sรญ lo ha estado desgraciadamente de anรกlisis minuciosos. Y de Cada cosa es Babel a El tigre en la casa hay un salto de tigre: el poeta encuentra finalmente su voz mรกs propia y original. En tan sรณlo cuatro aรฑos hay un salto de la disqui-siciรณn sobre las palabras y las cosas al fuego de las cosas, de las pasiones, sobre las palabras; de la Babel lingรผรญstica al tigre existencial; de la disecciรณn filosรณfica del lenguaje a la explotaciรณn del lenguaje vivo y coloquial, que ya alumbraba los primeros libros de Sabines y Bonifaz Nuรฑo.
Alguna vez habrรก que emprender el estudio de la redacciรณn de los libros de Lizalde a la luz de su biografรญa: su primera etapa familiar, su primer divorcio, sus estudios de filosofรญa breves pero intensos con Josรฉ Gaos, su militancia polรญtica al lado de Josรฉ Revueltas, su decepciรณn vital e intelectual del comunismo, la muerte de su hijo Diego, su amistad con Octavio Paz, el amor de Hilda Rivera, son episodios, entre otros muchos, que marcan de manera definitiva, en las รฉpocas correspondientes, la ironรญa amarga de los mejores cuentos de La cรกmara (1960) โque anuncian ya a un gran poetaโ, la desgarradura pareja a la elevaciรณn lรญrica de El tigre en la casa (1970), la sarna crรญtica y epigramรกtica de La zorra enferma (1974), la รฉpica apocalรญptica de Caza mayor (1979), las elucubraciones filosรณficas y lingรผรญsticas de “Al margen de un tratado” (1983), el รกnimo lรบdico y celebratorio de Tabernarios y erรณticos (1989) y Bitรกcora del sedentario (1991), el sabor provinciano y la poesรญa de ese fresco histรณrico-familiar que es la novela Siglo de un dรญa (1993), la serenidad terrestre y aรฉrea de Rosas (1994), el equilibrio de exuberancia imaginativa y rigor intelectual de las prosas de Manual de flora fantรกstica (1997), la sabidurรญa no exenta de escepticismo y humor โla sabidurรญa contemporรกnea es indisociable del ejercicio del escepticismo y el humor, parece decirnos Lizaldeโ de Otros tigres (1995), etc.
Eduardo Lizalde no es el autor de escasos dos o tres libros depurados y perfectos, como, para quedarnos en la literatura mexicana, lo son Josรฉ Gorostiza o Alรญ Chumacero en la poesรญa, Juan Rulfo o Julio Torri en la prosa. Es, por el contrario, un autor en progresiรณn continua, en metamorfosis constantes, en inquietud lรญrica permanente, que en su curiosidad lรบcida por la riqueza y la diversidad del mundo y en su amplio espectro cultural se aproxima a Octavio Paz, poeta tan diferente por otra parte. Ante un poeta de presencia tan peligrosamente poderosa, tan sรณlo quince aรฑos mayor, Eduardo Lizalde โa diferencia de otros poetas de su generaciรณnโ optรณ por apartarse: del surrealismo a un romanticismo que se autodevora, del yo casi puro a la elaboraciรณn deliberada de un personaje inconfundible. Pero con Paz comparte tambiรฉn Lizalde otra caracterรญstica fundamental: ser varios poetas en uno, cosa que comparten asimismo con uno de sus mรกs altos modelos: Fernando Pessoa. Rulfo o Marco Antonio Montes de Oca son autores de una sola voz o registro poรฉtico; Lizalde o Paz son varios poetas en uno, de un libro a otro se transfiguran, sin traicionarse, sin dejar de ser ellos mismos, como en la heteronimia pessoiana.
A los cambios de piel poรฉtica de Lizalde subyacen caracterรญsticas unificadoras fundamentales: la construcciรณn del personaje; el oficio riguroso; la tendencia a trabajar series poรฉticas unitarias mรกs que poemas dispersos; la puesta en prรกctica de epรญgrafes, citas y juegos intratextuales bajo la convicciรณn de que la poesรญa es un diรกlogo con la tradiciรณn, con la historia de la literatura y de la cultura; la autorreferencia del lenguaje, la autoconciencia del poema: tigres que giran y se muerden la cola; la excepcional facilidad para conciliar en el poema idea e imagen, canto y crรญtica, logos y melos, pasiรณn e inteligencia. Desde El tigre en la casa โdonde arranca el ostinati del tigre como imagen primordial, como emblema polisรฉmicoโ es notable la creaciรณn de climas en que las zarpas de la inteligencia y de la pasiรณn se enfrentan en un duelo que concluye en atmรณsferas enrarecidas y en la extraรฑa, alucinante armonรญa del poema. Tรณmense por ejemplos los cรฉlebres e impactantes poemas tercero y cuarto del libro โ”Recuerdo que el amor era una blanda furia / no expresable en palabras” y “Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses”โ, en que corren al parejo emociรณn y reflexiรณn.
A pesar de su radical escepticismo, su religioso ateรญsmo, de su frecuente decepciรณn de esta criatura que somos, o gracias a eso, Lizalde es un moralista, en la mejor tradiciรณn francesa que se extiende de Montaigne a Cioran. Rememorando un taller de poesรญa impartido por Lizalde, Eduardo Hurtado escribiรณ:
Lizalde resultaba demasiado amable para ser un demonio de tiempo completo. Alguna vez conversรฉ con รฉl; saquรฉ en claro que aquel oscuro cantor del desastre, el hombre que desconfiaba de todo buen sueรฑo, de cualquier seรฑal propicia, aquel descreรญdo radical que, sin embargo, parecรญa siempre esperar “algo”, era tambiรฉn un dandy y un aficionado al vino, las mujeres y los manjares. […] Lizalde confirma que el fondo de su escepticismo es una entraรฑable cercanรญa con los sueรฑos (y las decepciones) de la especie.
Otro amigo me contรณ que para inaugurar un taller de poesรญa eligiรณ como autor a Eduardo Lizalde. Al taller asistieron en cifra mayoritaria elegantes damas de Las Lomas y algunos jรณvenes, hombres y mujeres. Tras la lectura de algunos poemas de El tigre en la casa del tenor del siguiente fragmento de “Monelle”:
Tambiรฉn la pobre puta sueรฑa.
La mรกs infame y sucia
y rota y necia y torpe,
hinchada, renga y sorda puta,
sueรฑa.
O del tenor del poema “Amor” de La zorra enferma:
Aman los puercos.
No puede haber mรกs excelente prueba
de que el amor
no es cosa tan extraordinaria.
O del fragmento que sigue de “Bravata del jactancioso”, incluido en Tabernarios y erรณticos:
No soy bello, pero guardo un instrumento hermoso.
Eso aseguran cuatro o cinco niรฑas
y nรกyades arteras โdijera el jerezanoโ,
que son en la materia valederos testigos
y jueces impolutos.
Dice alguna muy culta y muy viajada
que deberรญa fotografiarse
mi genital ballesta en gran tamaรฑo
y exhibirse en el Metro,
en vez de esos hipรณcritas anuncios
de trusas sexy para caballeros.
Tras la lectura de semejantes indecencias, decรญa, se comprenderรก que las seรฑoras bien educadas abandonaron en estampida el taller de mi amigo. Bien sentados en cambio quedaron los jรณvenes, y pidiendo mรกs. La poesรญa de Lizalde es, pues, criterio selectivo eficaz para integrar y desintegrar talleres literarios.
Pensador incansable sobre la muerte en toda su poesรญa, Eduardo Lizalde es en su persona, sin embargo, un negador sistemรกtico de la enfermedad, hasta el punto de nunca padecer una. Explorador profundo del dolor en su obra, no es hombre dado, sin embargo, a la melancolรญa: como el tigre que avizora nuevos horizontes, fuerte y erguido, mira con entereza al futuro y celebra la vida y el canto.
Es en mi opiniรณn Eduardo Lizalde el poeta mexicano vivo mรกs versรกtil e impresionante. Ahora que el Tigre hace una detenciรณn en el camino para contar sus setenta rayas, las leemos, releemos y celebramos con รฉl. –
fue un poeta, narrador, ensayista, crรญtico musical y ajedrecista mexicano.
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