El malentendido del siglo

Las actuales batallas ideológicas han convertido a Michel Foucault en un santo patrono y, a la vez, en un chivo expiatorio. Sus seguidores invocan su nombre en calidad de argumento infalible y sus detractores le atribuyen el origen de todos males, del relativismo de valores al triunfo de Trump. Una revisión atenta de su obra muestra que ambos bandos están equivocados.
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“Ya no hay ninguna orientación… ni un solo movimiento revolucionario y desde luego ningún, entre comillas, país socialista al que podamos referirnos.” Lo que parece una descripción precisa de la desorientación de la izquierda en 2024 es, en realidad, una entrevista con el filósofo e historiador francés Michel Foucault. La concedió a una revista alemana el 14 de octubre de 1977, exactamente un día después del secuestro del avión Landshut de Lufthansa por un comando terrorista palestino. En los siete años que le quedaban de vida, el gran pensador francés iba a concentrarse en la exploración de las antiguas tradiciones del arte de vivir y del cuidado de uno mismo para asombro general, e incluso desconcierto, de sus ya numerosos adeptos.

Al menos esto se puede afirmar desde el principio: como animal político, Foucault era cualquier cosa menos alguien partidista o un luchador de bando. A partir de una militancia estudiantil en el Partido Comunista Francés que acabó en una profunda desilusión, durante toda su vida se cuidó de rechazar cualquier forma de apropiación ideológica. Se veía a sí mismo como un evaluador clínico y frío de su época rota, no como su terapeuta o cirujano.

Cualquiera que siga distraídamente los debates actuales en las revistas tendrá la impresión contraria. En ellos, el nombre de Foucault se invoca cada vez que se trata de dar una expresión académicamente aceptable a una insatisfacción con la situación general. Ya sea en las quejas sobre el fin de la Ilustración, el relativismo de valores que destruye la sociedad, la era posfactual, la “locura de género” desenfrenada o el anticolonialismo que se inclina hacia el antisemitismo, en última instancia todo lo que se nos ha ido de las manos en las sociedades occidentales desde 1968, 1989, 2001, el 7 de octubre de 2023 y, por supuesto, con la renovada presidencia de Donald Trump parece atribuible a la obra y la influencia de este hijo de médico nacido en Poitiers en 1926. Ya sea en el papel de chivo expiatorio corrosivo o de santo patrón analíticamente infalible, Foucault surge como el último gran pensador generalmente accesible del siglo XXI. Y, de hecho, como por arte de magia, todos los hilos del discurso de nuestro presente, cada vez más orientado a la supervivencia, parecen reunirse en la obra del pensador que murió de sida en 1984; especialmente en sus libros Historia de la locura en la época clásica (1961), Las palabras y las cosas (1966), Vigilar y castigar (1975) e Historia de la sexualidad (1976).

Erudición sádica

Si alguien tiene alguna duda sobre el estatus teórico del que únicamente goza Foucault, no tiene más que preguntar en su librería o tienda de segunda mano favorita. La respuesta es unánime: “Foucault siempre funciona.” Una respuesta en el mercado que el autodeclarado oponente teórico de Foucault, Jürgen Habermas (nacido en 1929), echa en falta desde hace décadas. Es demasiado obvio cómo los conceptos rectores de su propia teoría del discurso se alejan de la propia realidad transformada digitalmente que todavía pretende captar de forma crítica.

Sin duda, el hecho de que las obras de importantes filósofos no tengan que ser leídas para servir como punto focal de polémicas públicas no es una experiencia nueva. Los análisis de Foucault, enigmáticos hasta en la sintaxis, establecían umbrales de inicio particularmente elevados. Caracterizados por una erudición de profundidad sádica, estaban salpicados de neologismos, fuentes aparentemente absurdas y volutas contraintuitivas. A ello se añade su predilección por el efectismo cáustico y los veredictos mordaces de una sola frase. Como, por ejemplo, cuando en 1966 informó al entorno teórico parisino, cargado de expectativas revolucionarias, de que “el marxismo descansa en el pensamiento del siglo XIX como un pez en el agua. Es decir: en todos los demás lugares deja de respirar”.

Según Foucault, toda teoría –y, de hecho, todo enunciado humano– debe reconstruirse como producto de una constelación de preguntas históricamente condicionadas. Por eso para él era una preocupación fundamental el desenmascarar toda forma de -ismos u -ologías transformados en escuelas como algo a lo que solo se aferran aquellas personas que no pueden o no quieren pensar por sí mismas en la tormenta, especialmente política, de su propio presente. Eso nos lleva al abuso y a los tejemanejes activistas que se están perpetrando actualmente con la obra de Foucault a escala mundial en Twitter.

Puede que haya pocos pensadores que tuvieran un oído más fino que Foucault para el poder y la violencia implícita de los modos aparentemente naturales del habla. Sin embargo, sigue resultando extraño ver cómo los actuales guardianes del discurso microsensibilizado se remiten a sus obras y reflexiones para la mejora moral de la sociedad. Por no hablar de los cárteles de exclusión que existen en la vida real y que, en nombre de la razón progresista, creen poder decretar a priori qué voces merecen ser escuchadas en público y de qué forma, y cuáles no. Si hay un hilo conductor en la obra de Foucault, es la crítica mordaz a las ideologías de progreso autosantificadas y a la presunción que las guía en todo momento para forzar los procesos históricos por su lado –naturalmente, el único bueno– sobre la base de teorías científicas acerca de “el hombre”, “la sociedad”, “la razón”, “el progreso” o “el sistema”.

La sexualidad como instrumento de poder

A veces, la presencia de Foucault en los discursos de género supuestamente emancipadores que pueblan el presente mediático parece aún más desconcertante. No cabe duda de que uno de los objetivos de su investigación sobre el “dispositivo de la sexualidad”, que inicialmente preveía alcanzar cinco volúmenes, era hacer visible todo el ámbito de la sexualidad normalizada como instrumento central de poder y opresión en la existencia moderna. Pero no para alimentar deseos asociados, como los cultivados a mediados de los años setenta en los círculos de la llamada “Nueva Izquierda”. Como si con mejores orgasmos y una autoidentificación fluida ya se hubiera conseguido algo esencial en términos de transformación social o de consolidación del cuidado de uno mismo. Todo lo contrario. Según Foucault, quien crea seriamente que la normalización formativa del sexo tiene lugar únicamente en la prohibición y la contención no ha comprendido el verdadero sentido de la actual lucha de poder. Más bien, ahora el dispositivo de la sexualidad en las condiciones que establece la premisa de que “el sexo vende” reprime principalmente el modo de la incitación y la promesa de autenticidad. En respuesta a la pregunta que guiaba su investigación sobre cómo la década de la depresión posterior a 1968 fue capaz de someter todos sus anhelos de liberación a la “estéril autocracia del sexo”, Foucault da a sus contemporáneos una respuesta totalmente devastadora: “La paradoja de este dispositivo: nos hace creer que tiene que ver con nuestra ‘liberación’.”

En la actualidad, jóvenes recién graduados de la universidad aparecen en los últimos estertores de esas dinámicas, actúan en salas con las entradas agotadas y en horario de máxima audiencia pregonando la bisexualidad, el poliamor o cualquier otro matiz del prisma del arcoíris como un logro esencial de auténtico autodescubrimiento, y se muestran encantados de referirse de pasada a sus lecturas de Foucault. Es hilarante en sí mismo. Solo que nadie se atreve a reír a carcajadas en los formatos pertinentes. Si hubo un autor del siglo XX que utilizó todo el arsenal a su disposición para atacar la idea de una reducción de la identidad al signo del sexo, ese fue Foucault. Así como contra otras formas de la obsesión cultural cifradas en una identidad única y unificada que permitía a los individuos posicionarse estratégicamente en las preocupaciones y luchas del momento de una manera tan carente de ambigüedad como excluyente.

Con el trasfondo de los esperpentos expuestos, es casi lógico que periodistas conservadores, liberales y socialdemócratas (como recientemente Yascha Mounk o Susan Neiman, por ejemplo) presenten a Foucault, entre todos, como el padre de una política de la identidad que, como se señala a continuación, destruye necesariamente la democracia. Un malentendido que es obvio, al menos en la medida en que circula de forma persistente entre los líderes del pensamiento, generalmente poco leídos, de esta misma política de la identidad. No, Foucault no tiene una rosa roja para ti. Porque no hay casi nada en su obra que justifique todo lo que se moviliza polémicamente alrededor del término “Foucault” en los debates actuales tanto desde la izquierda como desde la derecha, y especialmente desde el centro liberal.

Mitos biográficos

Lo que se aplica a su obra escrita también se aplica a los mitos biográficos que rodean la vida de este activista supuestamente apasionado. Para que conste: si no directamente como reaccionario protofascista, Foucault estuvo señalado como gaullista entre los suyos hasta mucho después de mayo de 1968 y, en consecuencia, tenía una reputación discutible. Lejos de querer derrocar “al sistema”, su activismo político en la década de 1970 se limitó a un ámbito estrechamente vinculado a sus investigaciones sobre la génesis de las sociedades de vigilancia: las prisiones y los reclusos. Se pueden contar con los dedos de una mano las apariciones fotográficas de Foucault en la calle con un megáfono a lo largo de su vida. El ratón de biblioteca calvo y sonriente también fue un total fracaso, durante la mayor parte de su vida, como activista en favor de lo que entonces se llamaba el movimiento gay. Cuando se le preguntaba en público, ironizaba sobre sí mismo como un “soltero” amante de la diversión hasta la década de 1970. Y sin duda lo era.

Especialmente para el campo de los estudios poscoloniales, que insiste en el testimonio biográfico y también reivindica a Foucault como antepasado, su vida encierra amargas desilusiones. Desde el punto de vista teórico, nunca se centró en ese campo. En la práctica, Foucault pasó dos años como profesor visitante en la Universidad de Túnez a finales de los años sesenta, cuando acababa de estrenarse como autor de bestsellers. Sin embargo, fue sobre todo por motivos de placer en un lugar de vacaciones cercano a la capital que ya le era familiar de anteriores visitas de esparcimiento. Se podía ir a pie a la playa nudista y el franco estaba fuerte. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Como consecuencia de la guerra de los Seis Días, durante la estancia de Foucault en el casco antiguo de Túnez se produjeron disturbios similares a los pogromos: “150 o 200 comercios –los más pobres, por supuesto– saqueados, el inolvidable espectáculo de la sinagoga profanada… La combinación de nacionalismo + racismo es siempre terrible. Y cuando se añade el hecho de que los estudiantes echaron una mano (o más), por ‘radicalismo de izquierdas’, uno se entristece profundamente. Y se pregunta a partir de qué astucia (o estupidez) de la historia el marxismo pudo proporcionar la ocasión (y el vocabulario) para todo eso.” Este es su testimonio en una carta. A uno le gustaría volver a rociar hoy este pasaje con los colores más vivos del grafiti en las paredes de los institutos universitarios ocupados.

El nacionalismo, el racismo y toda forma de activismo ciego a las ideologías –incluso y sobre todo en la izquierda– fueron los motores de una inmadurez demasiado humana que Foucault quiso contrarrestar con la fuerza de su pensamiento propio a lo largo de toda su vida.

Por eso no sería correcto afirmar que quiso eludir toda corriente intelectual preexistente. En sus últimos meses siguió trabajando en un artículo titulado “¿Qué es la Ilustración?”. En él, inscribe su obra y su influencia en la tradición de la Ilustración de Immanuel Kant de un modo que es consciente de su condición de heredero y que resulta completamente inequívoco: guiado por el coraje de pensar por sí mismo contra toda resistencia académica y toda ofuscación de poder de su propio tiempo; guiado por la voluntad de encontrar una salida a la inmadurez cultural autoinfligida que fuera útil para él mismo y para los demás; guiado por la esperanza paciente y diligente de allanar el camino de nuevas posibilidades a la intemperie. No son veinte páginas. Se encuentra entre los escritos filosóficos más finos, claros y verdaderos de los últimos cien años.

Así que, ¿quién se sorprendería de que –en 2024, el año de Kant– Foucault, de entre todas las personas, haya sido inyectado en el discurso una y otra vez como el verdadero custodio imperial del legado de Kant y como el filósofo posmoderno y enemigo de la Ilustración por excelencia? Si no tuviéramos sus escritos para guiarnos por un camino necesariamente nuevo, la situación actual sería literalmente desesperante. ~

Traducción del alemán de Daniel Gascón.


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