Sabemos que las novelas de caballerías solían presentarse como la transcripción de un manuscrito mohoso que se había perdido o mantenido oculto durante mucho tiempo. Lo sabemos sobre todo porque Cervantes parodió ese lugar común en el Quijote. Los autores de los libros de caballerías usaban (y abusaban de) ese viejo recurso para, invocando la autoridad de los sabios del pasado, dar verosimilitud a unas hazañas inverosímiles. Cuando Cervantes se sacó de la manga la figura de Cide Hamete Benengeli, lo hizo para abundar humorísticamente en la extravagancia de las aventuras de su caballero andante, a las que ningún lector en su sano juicio daría credibilidad. Así pues, el cliché del manuscrito perdido y encontrado es a la vez lo más cervantino y lo menos cervantino que pueda imaginarse. Siendo el de Benengeli el más ilustre de esos manuscritos, es asimismo el que liquida la fórmula, que tendrá para siempre una carga irónica. A partir de Cervantes, cuando algún escritor recurra a ella (como Jan Potocki en su Manuscrito encontrado en Zaragoza), no lo hará para alimentar la credulidad del lector sino para advertirle del género al que se adscribe su texto: la narrativa de carácter fantástico o maravilloso.
Que Andrés Trapiello escriba un libro a partir también del hallazgo casual de unos papeles es como rizar el rizo de esa tradición. Podría parecer un juego cervantino propuesto por el más cervantino de los escritores actuales y, sin embargo, es justo lo contrario. Por una vez, es verdad. Por una vez, es cierto que el azar puso en manos del autor unos escritos que se habían mantenido ocultos durante mucho tiempo y que estuvieron a punto de perderse definitivamente. No hay aquí parodias que valgan y, para convencer hasta al más escéptico, el propio Trapiello se ha tomado la molestia de acompañar el texto de este Madrid, 1945 con buen número de fotos y documentos, que certifican la veracidad de todo lo que se cuenta. También la versión anterior de este libro, cuando todavía se llamaba La noche de los Cuatro Caminos, incluía fotos y documentos, pero ni eran tantos ni tenían la (digamos) carga probatoria que tienen en esta: entonces eran meras ilustraciones, ahora son parte esencial de la obra.
Este libro empezó a escribirse hace un cuarto de siglo, cuando Trapiello, en una de sus habituales incursiones por los puestos de libros de la Cuesta de Moyano, encontró un viejo dosier del Ministerio de la Gobernación que llevaba por título: delitos contra la seguridad del estado – actividades comunistas en madrid. Más adelante averiguaría Trapiello que esos legajos habían pertenecido al coronel Bartolomé Barba, gobernador de Barcelona entre 1945 y 1947. De momento, lo poco que sabía era lo que en sus sucesivas visitas a Moyano le permitía atisbar el librero, que por caprichos de coleccionista se resistía a desprenderse de aquellos papeles: que ahí dentro se hablaba del asesinato (poco recordado, incluso por los historiadores) de dos falangistas en 1945 y de las consecuencias que aquello tuvo para los implicados. Con el tiempo (y la aquiescencia final del librero, el mítico Alfonso Riudavets), Trapiello acabó componiendo un puzle en el que se trenzaban las historias de una docena de personajes, todos ellos seres de vidas bastante zarrapastrosas, atrapados en la tela de araña de un destino trágico. El resultado fue ese La noche de los Cuatro Caminos, una joya del reportaje histórico o la literatura sin ficción.
Ah, pero a veces son los propios libros los que deciden si están terminados, completos, y parece que este aún no lo estaba. ¿Volvemos a Cervantes? Volvamos a Cervantes, que (recordémoslo) se vio impelido a retomar las andanzas de su personaje (y, en último término, matarlo) para ponerlo a salvo de todos los Avellanedas del mundo. Tiene mucho de broma cervantina que Andrés Trapiello, autor de Al morir don Quijote, continuación de la continuación del Quijote, autor también de El final de Sancho Panza y otras suertes, continuación de su propia continuación, haya tenido que continuar su libro de 2001 hasta completarlo y convertirlo en este de 2022. A aquel libro de hace una veintena de años (lo dice Trapiello en el nuevo prólogo) le faltaba la mitad de la historia. A este de ahora nada le falta y nada le sobra. Sin añadir mucho a la peripecia de los personajes centrales, Madrid, 1945 ilumina la vida de los secundarios, impagables, merecedores todos de unas memorias de un hombre (o mujer) de acción a la manera barojiana: el trapisondista Rafael Moreno, mezcla de pícaro, seductor y héroe revolucionario, o su hermana Carmen, que vivió una apasionada y apasionante historia de amor con un camarada encarcelado, o el ambiguo José Manzanares, más que probable agente al servicio de la embajada estadounidense… Las vidas de todos ellos acabaron marcadas por el asesinato de los dos falangistas a manos de una guerrilla urbana con la que no tenían una relación directa.
De la trascendencia histórica de ese asesinato podemos formarnos una idea cabal con solo visitar la hemeroteca. Si se producían episodios de violencia, la atenazada prensa española del momento no tenía problemas para silenciarlos. Por poner un ejemplo, de lo sucedido en la basílica de Begoña en agosto de 1942, cuando en un encontronazo entre los dos sectores del Movimiento resultaron heridos decenas de carlistas, los lectores de periódicos se enteraron por una nota de agencia que, dos semanas después, daba cuenta de la ejecución del falangista “Juan José Domínguez como autor del lanzamiento de una granada de mano”: según los periódicos se había fusilado al autor de un atentado que, según esos mismos periódicos, nunca había tenido lugar. Con el asesinato de Martín Mora y David Lara, los dos falangistas de la subdelegación de Cuatro Caminos, ocurrió lo contrario. El aparato de propaganda del régimen se puso en funcionamiento y los periódicos se llenaron de fotografías de la manifestación de apoyo a las víctimas, que fue multitudinaria: probablemente no se congregó a las trescientas mil personas que pregonaban los medios de comunicación, pero desde luego las fotos atestiguan que fueron muchísimas. ¿Por qué de repente esa exhibición?
El asesinato se produjo el 25 de febrero de 1945. El régimen se enfrentaba a un año decisivo. Faltaban solo dos meses para que Mussolini fuera ejecutado cerca de Milán y Hitler se suicidara en Berlín, y al menos desde el verano anterior la victoria de las potencias aliadas se veía como indefectible: en junio las tropas americanas habían entrado en Roma, en agosto París había sido liberada… El régimen, que tenía motivos muy serios para temer por su propia continuidad, hacía ya un año que había empezado a definirse como una democracia orgánica (lo que, según un gerifalte, quería decir “jerárquica, unitaria, nacional sindicalista, cristiana, ordenada, justa”) y buscaba la manera de adaptarse al nuevo tablero de la geopolítica internacional. El asesinato de Martín Mora y David Lara le sirvió a Franco para mostrar a las potencias victoriosas el abrumador apoyo popular con el que contaba. ¿Por qué las potencias aliadas iban a tomarse la molestia de liberar a una sociedad que no deseaba ser liberada?
Tal vez, si la oposición interna hubiera sido capaz de aglutinar a otras fuerzas políticas en torno a una figura semejante a la del general De Gaulle, esa liberación habría llegado a producirse. Lo intentaron Heriberto Quiñones y Jesús Monzón, dirigentes ambos del comunismo clandestino, y los dos acabaron defenestrados y calumniados por su propio partido. Cuando se produjo el ataque contra la subdelegación de Cuatro Caminos, la organización del Partido en el interior estaba prácticamente descabezada. Aun así, los comunistas españoles se aferraban con la fe del carbonero a la posibilidad de la liberación. Algunos de ellos habían contribuido notablemente a la de Francia. ¿Cómo podía ser que quienes habían sido capaces de liberar París no pudieran ahora liberar Madrid? De esa eventualidad dependía el pasar a la historia como héroes o como villanos: quienes formando parte de la Resistencia habían accedido en Francia al grado de teniente coronel, en España por hacer más o menos lo mismo eran considerados criminales y puestos ante el paredón de fusilamiento. Es el caso de algunos de los comunistas que comparecen en las páginas de Madrid, 1945, predestinados a un martirio que igual podía llegarles de un lado que del otro: de la Brigada Político-Social que de sus propios camaradas.
Sabemos cómo acabó todo. Sabemos cuál es la más triste de todas las historias de la Historia. Concluyó ese año decisivo y, como escribe el propio Trapiello, “se pasó del no poder hablar al no querer hacerlo”. El régimen neutralizó las amenazas exteriores e interiores y gracias a eso sobrevivió hasta la muerte del dictador, treinta años después. Para entender el franquismo en su totalidad tenemos por fuerza que volver a los terribles seis años que median entre el final de la Guerra Civil y el de la Segunda Guerra Mundial, años en los que el régimen trató literalmente de exterminar a los rivales políticos, metiendo en la cárcel a medio millón de españoles, de los que fusiló a cincuenta mil. Fueron, en fin, tiempos convulsos, atroces, en los que preservar la propia dignidad exigía un esfuerzo sobrehumano. Fueron también tiempos muy interesantes, que sin embargo no han concitado la atención de demasiados escritores, lo que aún hace más valioso este libro excepcional. Si usted, lector, leyó en su momento La noche de los Cuatro Caminos, reciba mi enhorabuena. Si no lo leyó, mi enhorabuena es doble porque ahora podrá leerlo en su versión mejorada y definitiva. ~
(Zaragoza, 1960) es escritor. En 2020 publicó 'Fin de temporada' (Seix Barral).