Francesco Pecoraro
La vida en tiempo de paz
Traducción de Paula Caballero Sánchez y Carmen Torres García
Cáceres, Periférica, 2018, 704 pp.
Francesco Pecoraro es arquitecto. Tal vez por eso sepa que ninguna gran obra se sostiene sin una buena estructura. Es uno de los puntos fuertes de esta novela, que va alternando dos líneas narrativas. La primera transcurre en un aeropuerto: Ivo Brandani, un ingeniero en el cuarto menguante de su existencia, espera un avión que le lleve de vuelta a casa. La otra recorre distintos momentos de su vida, algunos de ellos, como el capítulo dedicado a la “Ciudad de Dios” o al “Sentido del Mar”, de gran belleza.
Brandani iba para filósofo, pero, tras un viaje por Escocia, deja la carrera para matricularse en ingeniería. Fue un puente, el viaducto ferroviario sobre el Firth of Forth, el que le hizo replantearse la vida. Un puente, dice Brandani, es una “solución técnica” a “un problema filosófico”. Su función es unir lo que “está separado en la realidad”. Y eso es, en cierto modo, lo que hace el propio libro. La vida en tiempo de paz tiende puentes entre las “dos eternidades de oscuridad” que, en palabras de Nabokov, enmarcan “la breve grieta de luz” que es toda existencia. Además, salva el abismo que tradicionalmente ha separado las humanidades de las ciencias. Pese a su formación técnica, su mentalidad de filósofo nunca llega a desaparecer del todo. De hecho, coexiste con su mente “ingenieril” dando lugar a reflexiones más que interesantes. Más difícil le resultará al narrador encontrar puntos de unión entre su generación y la de sus padres (que no saben “nada de Pink Floyd”, ni “de Kerouac”, que “no han leído Aullido, de Ginsberg”), aunque la distancia que le separa de su padre, un exfascista “poco convencido” que después fue liberal, no es tan grande como le gustaría.
Al viraje académico de Ivo Brandani contribuye también mayo del 68 (aunque en Italia las principales revueltas de estudiantes tuvieron lugar antes de esa fecha). Brandani forma parte del movimiento que ha ocupado la facultad de filosofía y letras; sin embargo, no está tan comprometido con la causa comunista como sus compañeros y ve muchas contradicciones en sus planteamientos. No acaba de entender los discursos de los líderes en las asambleas, no le gustan los mecanismos de poder que se han activado en el grupo. Cree que unos son muy hipócritas, otros demasiado gregarios. Aun así, siente que está viviendo un momento histórico. En los enfrentamientos contra los neofascistas (que habían ocupado la facultad de derecho e intentaban ocupar filosofía), ve un renacimeinto de las viejas rencillas: “el odio histórico ha vuelto a resurgir, estamos pagando las viejas heridas que nuestros padres dejaron abiertas”. Con todo, el principal enemigo no serían los fascistas. Aunque entonces no lo sabían, aquellos jóvenes nacidos en tiempo de paz estaban perdiendo su oportunidad de ganar la guerra, una guerra “invisible” que hoy continúa: “Si sois derrotados, sin nada ni nadie que oponga resistencia, el capitalismo se transformará en un monstruo invencible, capaz de destruirlo todo, incluso a sí mismo, incluso el planeta sobre el que caminamos. El mundo arderá, se derrumbará, se autodestruirá por una lira más de beneficio.” Las consecuencias de aquella batalla perdida, o, mejor dicho, ganada solo en el plano simbólico, no fueron tan dramáticas como las de la guerra que perdieron sus padres (narradas de forma magistral en La piel, de Curzio Malaparte), pero sin duda marcaron su destino y el de las generaciones venideras.
Pecoraro parece dar la razón a quienes creen que lo más valioso de una novela está en las digresiones. “La poesía de la existencia”, dice Milan Kundera a propósito de Tristram Shandy, “está en la digresión”: “La poesía no está en la acción, sino allí donde se detiene.” Buena parte de la novela de Pecoraro tiene lugar en un aeropuerto, un no-lugar donde todo está detenido, “en suspenso, en una pausa existencial”, el sitio perfecto para dejar vagar la mente. Es verdad que la verborrea de Brandani a veces resulta excesiva, y es muy posible que la novela hubiera salido ganando si tuviera unas cuantas páginas menos. Además, los frecuentes cambios de tercera a primera o segunda persona en el discurso del narrador me parecen innecesarios. No obstante, a diferencia del discurso vacío que caracteriza a otros narradores, Brandani tiene algo que decir. Sus reflexiones sobre Sharm el-Sheij, ciudad egipcia donde trabaja en un proyecto que consiste en colocar coral sintético en el fondo marino, son muy sugerentes. Para él, el simulacro del que habló Baudrillard está invadiendo la realidad y pronto seremos incapaces de distinguir el original del plagio. El paisaje clásico ha desaparecido, estamos profanando los desiertos, el mundo entero se está convirtiendo en un parque temático como los que aparecen en los libros de Bruce Bégout… También hay algo de repetición y simulacro en nuestra forma de ser. Brandani cree que la profundidad y la autenticidad de los seres humanos son muy relativas: “No sé quién ha inventado el cuento chino de lo profundo, de lo complejo, de lo insondable… Yo siempre me he visto superficial, simple, vacío… A ver, no vacío del todo, sino vacío de ideas endógenas, es decir, carente de la capacidad de producir conceptos propios: todo lo que he pensado y lo que pienso proviene de fuera…” Sus opiniones no gustarán a todo el mundo, pero bien valen una lectura (y una o varias relecturas). Brandani no es la clase de persona que quisiéramos tener como compañero de asiento. Es un tipo desagradable, ronca y se rasca sin ningún pudor. Pese a ello, no es difícil empatizar con él. Al fin y al cabo, su guerra nos resulta familiar. Su desencanto es también el nuestro. ~
es periodista y escritora. Su novela más reciente es Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría, 2016)