Uno de los filmes de menos de un minuto recogidos en ¡Lumière! Comienza la aventura, el ensayo antológico muy bien compuesto y comentado por su realizador Thierry Frémaux, fue seguramente la primera comedia de la historia del cine. Se trata de El regador regado (L’Arroseur arrosé, de 1895), donde un tranquilo jardinero que riega su jardín es burlado por un muchacho que oprime con los pies la manga de riego, cortando el flujo del líquido hasta que, intrigado, el jardinero se pone a mirar esa boca obstruida, momento que el joven pillo aprovecha para dejar de apretar la goma: el agua sale a borbotones y remoja al regante. Hubo en sus albores otros pioneros (Muybridge, Marey, Edison) del invento aún entonces exento de entidad artística, pero los hermanos Lumière –en particular Louis, el menor, en tanto que ideador y camarógrafo– fueron sin duda los primeros auteurs en el sentido que la palabra adquirió más de sesenta años después, también en Francia, promovida por Cahiers du cinéma y una pléyade de grandes críticos-cineastas que dieron forma y empuje a la Nueva Ola. Frémaux incluye en su deliciosa antología una segunda versión de El regador regado más elaborada, en la que el filmador cambia el encuadre, dándole al episodio más profundidad de campo en aras de una mayor comicidad, y haciendo que el chico burlón mire con notable descaro a la cámara antes de salir de cuadro. ¿El primer remake del séptimo arte?
Manuel Martín Cuenca hace cine con soberbio orgullo, y esa condición, evangélicamente tenida por pecado capital, es su gran virtud; se advierte y se le agradece en El autor, su versión de El móvil de Javier Cercas, la historia de un escritor en ciernes que, falto de inspiración y también de escrúpulos, manipula a los habitantes de todo un inmueble para construir una ambiciosa novela criminal. Trabajar con soberbia y no con servidumbre es el atributo de los buenos adaptadores, y ha sido para mí muy consolador ver a Cercas fotografiado en la promoción de El autor condonando a su lado las libertades que Martín Cuenca, en colaboración con su coguionista Alejandro Hernández, se ha tomado respecto al material literario, apenas setenta páginas de texto; lo habitual es que el novelista llevado al cine ponga el grito en el cielo de la traición. Hay que decir que además de la hibris de sus imágenes, Martín Cuenca es un libertino dotado de imaginación formal: expande, glosa y continúa la línea maestra del fascinante relato escrito, no violentando la razón ni la finalidad que llevó a Cercas a inventar su ingeniosa fábula sin moraleja.
El autor tiene numerosas cortesías con El móvil, pero aquí nos interesan más las arrogancias que, en un cine centrípeto como el español, pueden, al menos en un principio, chocarle al espectador. Así, mientras que el alma de la nouvelle de Cercas es abstracta y su marco deslocalizado, Martín Cuenca, andaluz de Almería y proclive a situar en su “Andalucía de la mente” apólogos cruentos y fábulas salinas, hace que este nuevo filme transcurra todo en Sevilla, la ciudad más folklórica de la tierra, sin que le intimide el inherente tipismo de tantas décadas cinematográficas de seseo y ceceo, de taconeo flamenco y tonadilleras espiritosas, de ventanas con rejas y macetas cuajadas de geranios. El habla sevillana se oye, como fondo sonoro y en el marcado acento de María León, uno de los dos personajes añadidos por la película a la novela, las estrechas calles de sabor morisco están ahí, como está el río Guadalquivir en un extremo del fotograma, bajo puentes que nadie cruza en calesa. Y en esa urbe más siniestra que amena, y vista más de noche que al sol, la voz neutra del aspirante a escritor Álvaro (Javier Gutiérrez) y de su profesor de creación literaria (Antonio de la Torre), supone un gran hallazgo de la película (no existe tampoco en el libro de Cercas), creando un contrapunto decisivo.
No hay costumbrismo, pero sí peripecia, otra añadidura del ocurrente cineasta al sucinto autor de la novela corta. Cercas desarrolla el caso paranoico de un Álvaro para quien lo esencial es “sugerir ese fenómeno osmótico a través del cual, de forma misteriosa, la redacción de la novela en la que se enfrasca el protagonista modifica de tal modo la vida de sus vecinos que este resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen” (Tusquets Editores, páginas 24/25 de la edición de 2003). Martín Cuenca, obligado por su medio de expresión a rellenar los huecos de la palabra, la indeterminación de la prosa, da sus pinceladas de sevillanismo e introduce sin capricho, en una trama empapada de literatura, la casuística de la escritura: dentro del matrimonio en crisis, con la figura citada de María León, escritora de bestsellers, y en el taller dirigido por Antonio de la Torre, conciencia insolente del autor que, vociferando crudamente, permite alivios cómicos en una historia cruel, ofreciendo a los que además de espectadores de cine somos “letraheridos” un vislumbre morboso de la mecánica de estas modernas instituciones de enseñanza del genio.
No son los únicos añadidos. Uno, y mejor no desvelarlo aquí, es el desenlace, en el que el cineasta se permite el triple salto sin red en el juego de las manipulaciones encadenadas: una mise en abyme de lo macabro. Claro que ese sorprendente final carcelario podría ser la relectura humorística por parte de Martín Cuenca de lo último que el autor, el del libro, escribe en su novela antes de terminarla con el mismo párrafo de arranque de El móvil: “Finalmente, comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación” (página 98 de la mencionada edición de Tusquets). El segundo aditamento que no podía provenir de la obra impresa es la banda sonora. El universo aural de Cercas en El móvil yo lo imaginaría bartokiano. Martín Cuenca, que no puso músicas a sus últimos filmes, aquí, por una casualidad, pensó en José Luis Perales. Milagrosamente, para los que no somos afines a las melodías de este compositor y cantante conquense, sus composiciones funcionan en El autor de manera elocuente, recordándonos (el propio director lo ha hecho en una entrevista) que otra canción de Perales cantada por Jeannette, “¿Por qué te vas?”, no solo acompañó las mejores escenas de Cría cuervos sino que llamó poderosamente la atención de un gran enamorado de esa película de Saura, Stanley Kubrick. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).