El Rayo sigue sin perder en Vallecas

Sentado en la tercera fila, escuchando los gritos de los fans llamando por el nombre de pila a los jugadores, a los que conocen como si fueran del barrio, pensé que si no fuera porque los asientos son muy incómodos y últimamente mi padre le tiene miedo a salir de casa, me habría encantado estar con él aquí.
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A mediados de enero, volví a un estadio de fútbol profesional veinte años después de mi última vez. Jugaban el Rayo Vallecano contra el Betis. El resultado fue empate a 1. Disfruté como un niño. ¿Por qué he estado tanto tiempo sin ir a un partido?

Con ocho años, empecé a jugar en el equipo del colegio San José del Parque, en Madrid, a pesar de que no iba a clase ahí. Estaba muy delgado, me lesionaba siempre y el entrenador no dejaba de decirme que comiera más arroz a la cubana. Jugaba fatal y no sabía lo que era estar en fuera de juego. Y como era delantero, siempre estaba en fuera de juego. Los demás se enfadaban conmigo pero nadie me explicaba qué estaba haciendo mal (¿por qué no lo preguntaría? Imagino que por vergüenza; hasta que no me compré más adelante el Pro Evolution Soccer no aprendí lo que era el fuera de juego). Recuerdo pocas cosas más: un chico, el hermano de Selene, la chica que me gustaba de mi clase, metió un gol desde el córner; otro día vino Zidane a recoger a su hijo, que entrenaba a veces con nosotros y era muy malo, y le pedí un autógrafo. Lo conservo todavía en un tarjetero metálico. También recuerdo el olor a Reflex y a sudor y a la fibra de la camiseta, y mis zapatillas horterísimas Nike Total 90 de color granate.

Luego jugué un tiempo en el Bala Azul, el equipo del Puerto de Mazarrón. El campo era de tierra y estaba junto a unos pisos de protección oficial. Los chavales de la zona se juntaban para vernos entrenar y a veces nos insultaban y tiraban piedras. Un día uno de ellos me gritó “canoso”, por mi pelo rubio, y le respondí “canoso tu padre”. Me llovieron varias hostias. El entrenador del Bala Azul no solo tenía que evitar disputas entre los jugadores, que eran todos muy conflictivos, sino también entre los jugadores y gente de fuera del equipo. Nunca llegué a federarme, porque cómo va a federarse un jugador que no sabe lo que es el fuera de juego.

Recuerdo una de las primeras veces que fui a un partido de fútbol importante, un Real Madrid-Bayern de Múnich de la Champions League. En mi memoria, Anelka metió el gol de la victoria, pero lo confundo con otro partido, la semifinal de la Champions en Múnich en el año 2000. Del Santiago Bernabéu solo recuerdo lo que tardamos en llegar a nuestros sitios y el insulto “negro, vuelve a tu palmera”. También fui una vez con mi tío a ver al Rayo Vallecano, cuando era presidenta Teresa Rivero, la mujer de José María Ruiz-Mateos. Jugaron contra el Valencia y recuerdo la ilusión de ver a Mendieta. En Inglaterra, fui con mi padre a ver un Arsenal-Spartak de Moscú, cuando Cesc Fàbregas jugaba en el Arsenal. Recuerdo llorar cuando el Getafe perdió la final de la UEFA en 2008 contra el Bayern, pero sobre todo cuando Raúl falló el penalti en cuartos de final contra Francia, lo que eliminó a España de la Eurocopa del 2000.

El fútbol era una obsesión: tenía una colección de cromos vintage que un amigo de mi padre, que trabajaba en Mundicromo, me regalaba; tenía el balón oficial del Mundial del 2002; no me quitaba nunca la camiseta morada del Real Madrid de finales de los noventa con el logotipo de Teka y el dorsal de Raúl. Mi hora oficial de irme a la cama eran las nueve pero conseguí negociar con mis padres para que me la alargaran un poco más y así poder ver la sección de deportes del telediario.

Pero luego, con la adolescencia, el fútbol desapareció de mi vida. No me convertí en ese tipo de persona que se vanagloria de no saber nada de fútbol (“¿Cristiano Ronaldo? No me suena…”), como si eso lo convirtiera en alguien más sofisticado, o en ese tipo de gente que desprecia el fútbol diciendo que es “un montón de tíos sudados corriendo en pantalón corto detrás de una pelota”. Simplemente, el interés desapareció. El fútbol se convirtió en un rumor de fondo; me gustaba jugar al FIFA, ver los mundiales y la Eurocopa, y ya.

Lo primero que hice al entrar al Estadio de Vallecas para ver un Rayo-Betis fue escribir a mi padre. Él sigue siendo futbolero, y aunque apenas ve un 10% de todos los partidos, consulta los resultados como quien consulta el tiempo. Es un automatismo consecuencia de muchos años de forofo. Mi padre jugó al fútbol en Alemania hasta que sufrió una lesión de menisco que ha arrastrado toda su vida. Sus fotos de los años sesenta con la equipación de su equipo parecen sacadas de alguna cuenta de Twitter contra el fútbol moderno, una reivindicación muy de moda: ultrashorts, camisetas con cuello y calcetines de lana gordísimos. La pelota, por supuesto, parece de madera de roble.

Sentado en la tercera fila, escuchando los gritos de los fans llamando por el nombre de pila a los jugadores, a los que conocen como si fueran del barrio, pensé que si no fuera porque los asientos son muy incómodos y últimamente mi padre le tiene miedo a salir de casa, me habría encantado estar con él aquí. Me comenta el partido por remoto mientras yo lo veo en directo. “Va a ser un buen partido. Dos equipos que luchan son complejos. Que lo pases bien. Llevas bufanda? Ambientazo. A ver si el rayo gana contra 10. Faltan 15 minutos para meter el segundo gol. Venga, uno más. El rayo sigue sin perder en vallecas.”

El fútbol me conecta con él porque me conecta con la infancia, cuando teníamos esa pasión común. Me llevaba a los entrenamientos, venía a mis partidos (al contrario que la mayoría de padres en los telefilmes de Antena 3), fuimos juntos varias veces a ver al Real Madrid, nos escaqueamos de varias reuniones familiares para ver alguna final en un bar. Había una complicidad que creo que existe entre muchos padres e hijos futboleros. Luego esa conexión desapareció. Mi padre me decía “esta noche hay partido” y yo encogía los hombros. Tras terminar la carrera, viví con él durante un año. Nunca bajé con él al bar a ver “el partido”. Mi época futbolera había pasado. Ahora pienso que tampoco habría sido el fin del mundo si le hubiera acompañado.

En el documental O futebol, que está disponible en Filmin, Sergio Oksman regresa a su ciudad natal, Sao Paulo, y se reencuentra con su padre, al que no ha visto en veinte años. Ambos ven juntos todos y cada uno de los partidos del Mundial de 2014. Apenas hablan. Solo ven los partidos. Es el cliché. El Padre, el Hijo, el Fútbol, el Reencuentro. Pero es un bonito cliché. Es la frase de Sherman Alexie, el escritor nativo americano: “Si quieres hacer llorar a un hombre blanco, todo lo que tienes que hacer es decir ‘béisbol’ y ‘padre’ en tres frases consecutivas.” El efecto es el mismo con el fútbol y yo soy muy de lágrima fácil. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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