No es por rutina, creo, que se recopilan los ensayos y artículos de Salvador Elizondo, hasta ahora dispersos e inclusive inéditos, sobre el cine. A mí –y espero que un puñado de lectores compartan esa convicción– me han sido muy útiles para volver a entrar al mundo elizondiano. Me atrevo a pensar que en Luchino Visconti y otros textos sobre cine hay varias cartas sobre la mesa para apreciar una obra que con los años va quedando como una de las más grandes de ese siglo XX mexicano que se nos escapa –miro mi reloj de arena– velozmente.
En este libro, sobre todo en su Luchino Visconti (1963) y en sus precoces aproximaciones a Serguéi Eisenstein, hay un Elizondo previsible y otro no, lo cual vuelve más placentera la experiencia. Hijo de un protagonista del cine nacional –el productor, diplomático y guionista Salvador Elizondo Pani (1903-1976)–, antes de ser el canónico autor de Farabeuf o la crónica de un instante (1965), se había probado como pintor y poeta. Además, fue director de un corto de veinticinco minutos titulado Apocalypse 1900, en aquel mismo año de su consagración como novelista, de tal forma que el cine estaba en su sangre y en su savia. Ello es lo previsible; no lo es tanto encontrar en “La estética de Eisenstein”, veinticinco cuartillas escritas antes de esa otra aventura suya que fue la revista Nuevo cine (1961-1962), no solo el deslumbramiento de Elizondo ante la técnica del montaje del director ruso, sino una premonición del orden técnico que iría a dar a Farabeuf –en cierta medida, un montaje de ese tipo.
Aquí empieza lo impredecible. Tenemos a un Elizondo de treinta años, cuya fama, ya mayor, de conservador oculta a otro personaje que el buen lector sabrá mirar por la cerradura de sus Diarios póstumos. Se trata de un intelectual que, como muchos en su siglo, si no exactamente un hombre de izquierda (participó del movimiento estudiantil de 1968 en clave anarquista, y ya sabemos que el conservadurismo y la anarquía pueden ser buenos amigos), ni mucho menos un marxista, fue un admirador de ciertos aspectos de la civilización soviética, concretamente su formalismo. En la discusión abierta después de 1989 por François Furet sobre si hubo o no algo parecido a una “civilización soviética”, sospecho que Elizondo, con Eisenstein por delante, habría votado a favor.
No es fácil para mí eludir la tentación de hablar del gran director ruso nacido en Riga en 1898, sobre todo cuando sus películas eran un vago recuerdo de adolescencia y yo no había leído sus Memorias inmorales (1946), que permanecieron inéditas hasta 1983 y solo se tradujeron al español cuatro años después, de tal forma que Elizondo tampoco las leyó en su juventud. Esas memorias confirman que Eisenstein, además del adorado genio del cinematógrafo, fue, como dijo algún amigo suyo, un hombre del Renacimiento dotado de un caudal asombroso de talentos (entre otros, el de dibujante prodigioso, a la mitad del camino entre Chagall y Cocteau, como es notorio desde la infancia en las cartas y postales a su amada madre). Fue también un hombre de teatro: habiéndose iniciado con Meyerhold en el teatro proletario tras la Revolución de Octubre, el pacto germano-soviético de 1939 lo obligó a dirigir, ante un público azorado, las valkirias wagnerianas en el Teatro Bolshói, en noviembre de 1940, con el embajador de Hitler en primera fila.
((Ronald Bergan, Sergei Eisenstein. A life in conflict, Woodstock y Nueva York, The Overlook Press, 1999, pp. 315-316.
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El memorialista, finalmente, es asombroso y hasta aterrador. Moribundo tras un primer infarto, desahuciado por la campaña antiformalista de Zhdánov, que impedirá la exhibición de la segunda parte de Iván el Terrible y la filmación de la tercera, en 1946 Einsestein tiene el vigor para escribir (sin ánimo ni oportunidad alguna de verlas publicadas) unas Memorias inmorales. Están escritas, adrede, desde el más presuntuoso y natural cosmopolitismo, donde queda claro que su héroe no fue Lenin, sino Joyce, habiendo sido sus pocos años en París, Hollywood y México, el momento donde absorbe, como una esponja, todo aquello que le negará el realismo socialista. Entre 1929 y 1938, solo filma Lo viejo y lo nuevo, su canto a la genocida colectivización del campo ordenada por Stalin, y Alexandr Nervski (1938), película antigermánica que entra y sale de las carteleras a merced de los vaivenes en el trato entre ambos tiranos. Excluyo la obra mexicana, lo que después será (tras serle robada y mutilada por Upton Sinclair, ardid que el joven Elizondo denuncia en otro inédito, “Eisenstein en México”) ¡Que viva México!, reconstruida con cierto cuidado hasta 1979.
En el lóbrego Moscú de 1945, cuando el inmenso sacrificio del pueblo soviético ensoberbece al tirano, bien dispuesto a castigar a quienes le dieron la victoria en Berlín, Eisenstein ríe en sus Memorias inmorales, contando desde el histórico (para esos tiempos) divorcio de sus padres en Riga hasta su espanto por el catolicismo mexicano y su pasión juvenil por la Revolución francesa, que lo convertirá en un bolchevique convicto y confeso. Se dirá, con razón, que el soviético no tiene madera de héroe: detenidos y asesinados por Stalin tanto su maestro Meyerhold como su querido amigo Isaak Bábel, Eisenstein mira para otro lado, en riesgo él mismo –su esposa Pera ha salvado y escondido los papeles de Meyerhold– pero ansioso de filmar, su propósito absoluto. De los escritores se podía prescindir, no de un genio del cine. Lo sabía Stalin y lo sabía Eisenstein. Tan es así que, en 1935, Goebbels se lamentaba: “Los nazis no tenemos su Acorazado Potemkin.”
En plena guerra y evacuado con su equipo hasta Alma-Ata, Eisenstein logra filmar Iván el Terrible, su obra maestra, cuyas secuelas enardecen a Stalin, quien acaso se ve retratado en la malignidad del zar enemigo de los boyardos. En una escena escalofriante, rescatada por Eisenstein en sus apuntes, el 25 de febrero de 1947 son citados por Stalin en el Kremlin la estrella Cherkásov (muy leal al dictador) y el director de cine, junto a los comisarios Molotov y Zhdánov, para discutir una nueva petición de Eisenstein para volver a los estudios. Zhdánov le hace saber que detesta el olor a sacrista, incienso y mirra que desprenden los sótanos donde se arrastra el viejo zar, y Stalin mismo lo regaña por su errática visión histórica de Iván; también acusa al director de presentar a un Iván hamletiano, lo cual es perturbador si se recuerdan las dudas, documentadas, de los cinco días que el tirano soviético pasó en cama, incrédulo ante la traición cometida por su aliado Hitler en abril de 1941. Finalmente, Molotov le advierte a Eisenstein que la barba de Iván, representado por Cherkásov, es demasiado larga. Eisenstein promete que en la tercera parte se la hará llevar más corta. No habrá tercera parte.
Estas minucias históricas acaso no le interesaban a Elizondo tanto como a mí porque él iba al centro de la creación en Eisenstein: el montaje. La lección fue tan bien tomada que si Farabeuf, a diferencia de las “nuevas novelas” francesas con las que fue comparada, no es un inventario de objetos apenas manipulados sino un verdadero montaje, se debe a que su aparente inacción cautiva e hipnotiza como si se tratase de una narración lineal. Leer “La estética de Eisenstein”, en cambio, llama la atención por el esfuerzo, afortunadamente fallido, del joven Elizondo por marxistizarse y cómo, al verse en el lío de explicar por qué la teoría del montaje vacunó a Eisenstein contra el realismo socialista, recurre a Camille Mauclair (1872-1945), un olvidado teórico del simbolismo, difusor de Baudelaire y discípulo de Mallarmé, para afirmar la volatilidad del genio. Esto lleva a Elizondo a terreno seguro, a Joyce. Eisenstein es joyceano. No sé qué digan los especialistas, pero si a Eisenstein se le preguntase, diría que sí, que su libro de cabecera era el Ulises, como lo fue de Elizondo.
Eisenstein se encontró con Joyce en París en 1929 y se profesaron mutua admiración (aunque ya para entonces, como le hizo notar su acompañante al director, Joyce estaba casi ciego). Joyce comparte con él los prolegómenos de Finnegans wake, que para el soviético solo era entonces el fragmento “Anna Livia Plurabelle”. Eisenstein se llevó su Ulises autografiado, pero Joyce no pudo ver las últimas pe- lículas del director.
((Serguéi Eisenstein, Immoral memories. An autobiography, traducción y prólogo de Herbert Marshall, Londres y Chicago, Peter Owen, 1983, pp. 213-214.
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Conservador y nostálgico de la simbología soviética, sobrino nieto del poeta Enrique González Martínez –referencia patriarcal a la cual volvía sin cesar ante el azoro de quienes veían al autor de Farabeuf como una encarnación de la vanguardia–, Salvador Elizondo (1932-2006) no solo fue mexicano, sino personificó un tipo de mexicanidad: amante lo mismo de los fuegos artificiales patrióticos de su barrio como del sacrificio “por México” de los emperadores Maximiliano y Carlota. Por ello, a este jeune amateur convertido en gloria de las letras nacionales, no le podía ser indiferente Eisenstein en México, al cual le dedicó un texto, escrito entre 1957 y 1959. Allí, Elizondo no únicamente repudia las trapacerías de Sinclair, coaligado con los “jefes máximos” de la Revolución mexicana –el Maximato de Calles (1929-1934) fue el peor momento en las relaciones, por lo general distantes y respetuosas, entre las revoluciones, si no hermanas al menos primas, de México y Rusia–. Asume, además, que lo filmado por Eisenstein en México –constreñido por la falta de fondos y por la hostilidad del gobierno mexicano, y tras fracasar en Hollywood (donde de poco le sirvió el cariño de Chaplin, Douglas Fairbanks y Mary Pickford)– era lo más importante que se ha filmado aquí y acaso en el mundo.
En breve repaso, Elizondo describe las partes de lo que será ¡Que viva México!: el Yucatán primigenio que fascinó poco después al joven Octavio Paz (ya citado por Elizondo), como una suerte de Magna Grecia mexicana; la lujuria del Istmo de Tehuantepec; los llanos de Apan, en Hidalgo, donde la aristocracia pulquera protagoniza una escena de horca y cuchillo –violación de una indígena incluida– que culmina con la tortura de los peones enterrados y arrasados por los caballos; así como el final con la fiesta del Día de Muertos. Elizondo intuía, pero no lo dice, que una idea predominante de la mexicanidad nacía con Eisenstein, anunciada por los muralistas (y por D. H. Lawrence) durante los años veinte, pero llevada a la pantalla por el Indio Fernández, Gabriel Figueroa y Fernando de Fuentes.
Los teóricos franceses, que siempre tienen la razón y no la tienen al mismo tiempo, dicen que el episodio mexicano de Eisenstein es antropológico y arqueológico. Se refieren, post facto como corresponde casi siempre al esfuerzo de interpretación, a que el soviético hizo un corte transversal de la historia mexicana, “montó” en el espacio cinco episodios que solo azarosamente comparten el siglo.
((Laurence Schifano y Antonio Somaini (editores), S. M. Eisenstein–Leçons mexicaines. Cinéma, anthropologie, archéologie dans le mouvement des arts, Presses universitaires de Paris Ouest, 2016, pp. 49 y 69.
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La idea es cautivadora, pero olvida –como suele ocurrirle a los teóricos– que una cosa es la teoría del montaje y otra la naturaleza involuntariamente fragmentaria de lo que nosotros conocemos como ¡Que viva México! Eisenstein, robado, no la pudo culminar. Para él, como nos recuerda uno de sus biógrafos, Ronald Bergan, México fue la plenitud.
El futuro director de Alexandr Nevski e Iván el Terrible encontró entre nosotros la profundidad (o las capas, como dicen los franceses) de una civilización, lo cual le permitió dejarse caer en el pozo sin fondo de la historia rusa y proponer una fallida civilización soviética. (En ese viaje, viendo los retratos guerreros de Eisenstein, yo creo que si a Homero y a Shakespeare les hubiese sido posible filmar, habrían hecho Alexandr Nevski, el primero, e Iván el Terrible, el segundo.) En México, quien intuyó no la grandeza de Eisenstein, pero sí su origen, fue Elizondo, como lo demuestra Luchino Visconti y otros textos para cine. ~
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Fragmento sobre Eisenstein del epílogo de Luchino Visconti y otros textos sobre cine, de Salvador Elizondo, que Ai Trani pondrá en circulación a fines de este año.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile