La censura en los medios. El regreso de la isegoría

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1. En la polis griega no sólo es inventada la democracia, sino que quedan consagradas las premisas para que pueda hablarse aún hoy de su plena existencia: la capacidad jurídica de todos los ciudadanos para participar en la adopción de decisiones y el derecho igual a tomar la palabra en la asamblea. Es lo que recogen los conceptos de isonomía y de isegoría, este último mucho menos utilizado que el anterior. Sin ese acceso generalizado a la palabra, el ciudadano carece de elementos de juicio para emitir su opinión en un sentido o en otro. De hecho, uno de los principales cauces de restricción de la democracia en las sociedades contemporáneas consiste precisamente en manipular o bloquear ese momento fundamental del proceso político, y, de modo particular, la práctica de los totalitarismos se asienta sobre esa interferencia a la hora de conformar la opinión pública. Cerrando el círculo, esa misma capacidad reconocida de acceso a la palabra por parte del ciudadano también requiere en la modernidad que él mismo reciba una información veraz.

Una vez fijados los rasgos de ese tipo ideal, puede pensarse que incluso en la historia de la era del liberalismo y la democracia, por no hablar de los más de dos milenios previos de poderes despóticos, lo que se comprueba es el acierto de Rousseau al declarar que el hombre nació libre, pero se encuentra en todas partes encadenado. Se trata de un balance en líneas generales correcto, comparable a su apreciación de que difícilmente los hombres aceptarán ser gobernados por otros hombres, cuando casi siempre han estado gobernados por los dioses. Pero para ambos casos habría que introducir una cláusula de cautela. El predominio de las variantes de poder teocrático, desde el mundo prehelénico a los fascismos, desembocó durante la era contemporánea en un permanente enfrentamiento con la aspiración a la libertad política, de manera que toda restricción a la misma recibió el estigma de la ilegitimidad que previamente fuera adjudicado a los opositores al absolutismo.

A lo largo de la historia, casi siempre sofocada, la isegoría irá experimentando mutaciones, tanto por el marco político y el nivel cultural de las sociedades, como por la infraestructura técnica de la comunicación, en un largo recorrido que arranca de la intervención oral en la asamblea de la polis y desemboca en la puerta abierta a la multiplicación casi ilimitada de emisores que hace posible internet. En su camino hacia el destinatario, individual o colectivo, el mensaje se verá siempre condenado a sufrir la incidencia de los distintos sistemas de censura, condicionados a su vez por la configuración del poder y por los recursos técnicos a disposición del censor y de sus víctimas. Resulta imprescindible hablar de censuras en plural, ya que tan censoria es la interferencia ejercida burocráticamente en un juzgado de imprentas o en el despacho del ministerio del Interior como la llamada del asesor de un ministro al editor de unos servicios informativos en radio y televisión o a la menos conocida, pero demasiado real, actuación permanente dentro de un periódico del personaje encargado de garantizar que los artículos, las informaciones, e incluso la colocación de los mismos en el diario se ajusten a los intereses económicos y políticos de la empresa, o de sus tutores. Es el “te destinan cuarta plana, letra chica y a un rincón”, que para la noticia en la prensa de la muerte de un trabajador comentaba la canción-protesta del grupo musical chileno Quilapayún.

Además, la primera censura es en gran medida visible, aun cuando la normativa de su aplicación trate de evitarlo: recordemos la prohibición de “los blancos” con que antaño la prensa perseguida denunciaba la censura de este o aquel artículo. La segunda, críptica por naturaleza, rara vez descubre sus intervenciones de cara al exterior. Tiene que sobrevenir la crisis, del tipo del despido del colaborador o del responsable afectado, o de la recogida de la publicación (caso del semanario El Jueves por su portada irreverente contra los príncipes), para que el acto censorio quede al descubierto, y aun entonces el censor intentará cubrirse detrás de una cortina de humo, aludiendo a los intereses superiores de la empresa, a la deslealtad del excluido, o incluso, como le ocurriera en fecha reciente a una conocida periodista a quien le fuera aplicada hasta su despido la táctica del salami, escalonadamente, para salvar el mal efecto de una represión por intereses afectados por una crítica incómoda, proclamando que dicho cese había tenido lugar a petición propia. Al estar encuadrado el conflicto dentro del circuito de la comunicación, a la hora de llegar a la opinión pública, resulta obvia la ventaja del censor que actúa por instrucciones y bajo el amparo del propietario del medio.

2. La segunda mitad del siglo XX contempló el apogeo de las posibilidades de control de los medios desde el poder. Los movimientos totalitarios percibieron muy pronto la importancia de la imagen, en la medida en que se fundaron, tanto en la variante fascista como en la comunista, sobre la búsqueda de un tipo de adhesión más propia de la creencia religiosa que de las formas precedentes de configuración de la conciencia política. En las religiones políticas, el individuo se transforma en lo que la psicología social de la época llamó el hombre masa, dispuesto a participar en ceremonias cargadas de ritual y a seguir consignas antes que a tener ideas. La teatralidad se convirtió en elemento decisivo de la transmisión del mensaje político. El icono y el grito se impusieron sobre la palabra. De ahí el papel innovador de los totalitarismos en la creación de la imagen política, tanto en la vertiente de eliminación y deformación de un adversario satanizado, como en la de exaltación del líder carismático. El famoso Triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, sería el mejor ejemplo de esta modernidad perversa, pero también cabria traer a colación La línea general de Eisenstein. Ni qué decir tiene que la isegoría quedó totalmente borrada. Único límite: la construcción de la imagen cinematográfica llevaba tiempo, y ni siquiera el noticiario podía competir con la transmisión por radio del acontecimiento, y aquí faltaba la imagen.

Es lo que va a aportar la televisión, que muy pronto, y por sucesivos tanteos, cambió las reglas de la comunicación social y política. El debate protagonizado por John F. Kennedy y Richard Nixon en las elecciones presidenciales norteamericanas de 1959 suele ser citado como ejemplo de la primera vez en que la televisión desempeña un papel decisivo en la determinación de un resultado político. Lo cierto es que unos meses antes, el 16 de julio, ese genio de la comunicación que fuera Fidel Castro había dado ya el aldabonazo de convertir la televisión en palanca de poder, nada menos que ejecutando un golpe de Estado desde la pantalla, al conjugar su discurso crítico con la convocatoria de una movilización de masas, con el efecto inmediato de provocar la deposición del presidente Urrutia. La alocución televisada de Fidel constituyó el núcleo de una maniobra iniciada en la mañana del mismo día, jugando con otro medio, la prensa, al anunciar desde la primera plana de Revolución su fingida dimisión como primer ministro –no como jefe del ejército, por si acaso– para poner en marcha la movilización de masas contra el desprevenido jefe del Estado, a quien se negó el acceso a la televisión y hubo de huir, refugiándose en una embajada. Fue la muestra de que una eficaz manipulación de los nuevos medios, al conjugar el manejo de las masas por el líder con una implacable censura sobre el discurso del oponente (algo vigente hasta hoy en la televisión cubana y en una prensa imitadora del viejo Pravda), podía crear la ficción de una nueva forma de democracia, la democracia de la plaza pública, potenciada mediante su difusión por la imagen, una falsa democracia que en la práctica arrancará de cuajo las raíces de la libertad política. 

Sin ese dramatismo, el imperio de la imagen en el mundo occidental, junto con la exigencia de altos costes para la emisión de un mensaje eficaz, generó también una inevitable postergación de la galaxia Gutenberg, que sin embargo no desapareció, beneficiándose de los progresos de la alfabetización y del crecimiento de las clases medias. Eso sí, el periodismo de masas exigió altas inversiones y quedaron lejos los tiempos en que por la escasa exigencia de capital podía hablarse del periódico como “el libro del obrero”. El hecho es que tanto la televisión como la prensa se sometieron a las leyes del marketing, que situaron asimismo bajo su dominio a la propaganda política. La aspiración a la isegoría, contenida bajo una u otra fórmula en los grandes textos del pensamiento democrático y en las Constituciones, se vio sustituida en la vida real por la generalización de la figura de un ciudadano reducido a la condición de consumidor pasivo. Como resultado de este proceso de cambio, del poder que controla el medio se pasó al medio que determina el poder desde su complejo de intereses económicos. De forma similar a lo sucedido con los totalitarismos, sólo que aquí con las leyes del mercado como protagonistas, no se trató de forjar una conciencia política, sino de sembrar eficazmente eslóganes tendentes a encauzar el voto, con el ciudadano perdido en un bosque de mensajes consumistas de ínfima calidad.

En el modelo puesto en práctica por Silvio Berlusconi en Italia, el Gran Vendedor pasa a asumir el liderazgo político. El título de su formación, Forza Italia, refleja inmejorablemente su propósito de asimilar el ejercicio de la ciudadanía a la conducta irreflexiva del hincha en los partidos de fútbol. Sin esa extremosidad, en la mayoría de las democracias occidentales, la comunicación asociada a los intereses económicos pasa a ejercer un estricto control sobre la expresión política. Hasta los años noventa.

3. En gran medida, internet ha conmovido desde sus cimientos este entramado, en apariencia muy sólido. Vuelve la isegoría con todo su esplendor. Los emisores se multiplican con la facilidad para crear páginas web, incluso personales, y la puesta en práctica de la interactividad. De ahí la vocación censoria de regímenes como el chino o el cubano, dictaduras poco inclinadas a tolerar que desde el ordenador pueda hacerse estallar el probado sistema de clausura de comunicación de tipo soviético. De ahí también, en sentido contrario, el importante papel que desempeñan los blogs a la hora de crear un discurso relativamente libre, a pesar del estado de vigilancia permanente, en países como Irán. Hasta el punto de que en la propia esfera del poder de los ayatolás son creados blogs propios para llegar a sectores sociales renuentes frente a la lengua de palo empleada por los medios de comunicación oficiales. Por obra y gracia del blog, el censor toma entonces el disfraz de paladín de la libertad de expresión. Y no es sólo un riesgo propio de sistemas autoritarios. Va extendiéndose la costumbre de que en los diarios surjan blogs-anexos, mediante los cuales se presentan como voces libres aquellos mismos que controlan la emisión de las informaciones. En el límite, el mismo directivo que encarga y ordena la publicación de un reportaje altamente discutible, celebra al día siguiente en su blog el acierto de tal inserción. Sólo percibirá el fraude quien esté al corriente de la función que desempeña dentro del diario. Es la antítesis del blog como instrumento cada vez más eficaz de la libertad de expresión y de información, de isegoría en una palabra, que además permite el establecimiento de una real interactividad entre el emisor y los receptores de sus mensajes, al pasar éstos a formar parte del blog legible. Entre nosotros, el blog de Arcadi Espada sería un ejemplo de esta nueva forma de comunicación libre, compatible además con las formas tradicionales, en la medida que luego los textos son recogidos anualmente en un volumen. Claro que tampoco faltan aquí los recursos para ejercer la censura, que puede consistir incluso en la inserción sólo fugaz de aquellos mensajes que resultan incómodos, o en su mutilación.

Los riesgos afectan en consecuencia también a la interactividad, convertida en emblema de una participación libre de los ciudadanos en los medios. No hay debate televisivo o por radio que se precie en que falten unas gotas de intervenciones procedentes de los espectadores, supuestamente para integrar la opinión de la calle, del mismo modo que en la prensa resultan indispensables desde tiempo atrás las cartas procedentes de los lectores. Indudablemente esta inclusión de los receptores en el proceso de emisión tiene un resultado muy positivo por lo que toca al grado de libertad de expresión, y por tanto de isegoría. Eso sí, siempre que no sea objeto de una manipulación deformadora. Interactividad manipulada no es signo de libertad, sino de obstáculo para la libertad. Es algo que recuerda el elogio irreflexivo de toda movilidad social ascendente como indicador de la democracia, sin tener en cuenta que eso depende de cuál sea el sujeto y cuáles los procedimientos que propician esa movilidad. Ningún régimen político favoreció más la perspectiva de un ascenso social ilimitado que el despotismo otomano: un esclavo podía llegar a ser visir, aunque con el pequeño riesgo de que su señor, el sultán, truncase la brillante carrera enviándole un día al triunfador una cuerda de seda para que él mismo se estrangulara.

De hecho, son muy amplias las posibilidades de manipulación a la hora de filtrar las llamadas de oyentes o espectadores a un programa, o incluso en las secciones de cartas de lectores de un periódico, a efectos de que los mensajes contenidos en las mismas refuercen las valoraciones de la emisión, ora por su calidad, ora por su torpeza, en el caso de proceder de un discrepante. En las cartas de lectores, cuando se trata de defender un artículo de opinión situado dentro de la línea general, la inclusión de una carta crítica puede verse acompañada de otra de elogio al comentarista amaestrado, previamente dispuesta para poner lo que en el vocabulario del baloncesto se denomina un tapón. O la incómoda no se publica, y punto

Cabe pensar que el ideal de un Gran Manipulador en los medios consiste hoy en un monopolio de emisión ejercido bajo la cobertura de un bosque de blogs, foros, mensajes de receptores, de significación final nula, si es que no sirve para reforzar el contenido de la línea política del medio en cuestión. Como siempre, y aquí con especial cuidado, el poder ha de estar sometido a un estricto control desde el exterior para no evitar que se ampare en una falsa isegoría.

4. La revolución impulsada desde internet afecta asimismo a los sistemas de censura. Los tradicionales permanecen, tal y como fueron implantados en el siglo XIX para la prensa, en todo caso adaptados a lo largo del siglo XX a la radio y a la televisión. Siempre ha existido una agilización de la censura, por efecto de una mayor rapidez en las comunicaciones, y del mismo modo, el emisor trata de ajustarse a los cambios, sobre todo jugando con la homogeneización del lenguaje para disimular los posibles objetos de sanción y con la rapidez del proceso de difusión de escritos y palabras. Un programa en directo no admite la censura de las respuestas del invitado, lo cual se intentará corregir desde el medio en cuestión mediante la cuadratura del círculo del “directo en diferido”, que por ejemplo permite, sin introducir cortes, hacer inaudibles las intervenciones políticamente incorrectas (y pienso en un programa de debate así titulado). Aunque casi siempre sea más fácil no invitar al opinante incómodo. La imbricación entre poder económico y medios de comunicación se mantiene en los mismos términos que antes: la retirada de un sponsor o de un importante contrato publicitario sigue siendo un procedimiento muy eficaz e indoloro para eliminar los contenidos indeseables.

La novedad reside en la aparición de un inesperado tipo de censura a escala de la globalización. Hubo ya un primer ensayo imperfecto, en este sentido, a lo largo de las décadas de existencia del bloque comunista. Las corrientes ideológicas, los autores, los símbolos, excluidos de la comunicación en el conjunto de países del “socialismo real”, sobrevivían lógicamente en el llamado “mundo libre”, pero en los casos de mayor relieve se veían sometidos a la presión de las organizaciones comunistas, actuando como grupos censurantes. La eficacia era casi siempre limitada, ya que esa presión censoria se ejercía en el plano institucional o mediante movilizaciones, pero entonces como protesta justamente por no haber sido lograda la prohibición del “enemigo de clase”.

Con el radicalismo islámico tales obstáculos desaparecen y la censura puede ser ejercida en un ámbito mundial, de acuerdo con el carácter también mundial de la umma o comunidad de los creyentes. El enorme eco obtenido en todo el mundo musulmán por la fatua del imam Jomeini contra el escritor Salman Rushdie como sanción por la supuesta blasfemia contenida en sus Versos satánicos, fue la prueba de que un elemento en apariencia consustancial a la libertad, la difusión generalizada de la noticia, podía convertirse en un agente de represión y acción punitiva de gran eficacia. El principio de que todo creyente ha de asumir la responsabilidad de “ordenar lo prescrito y prohibir lo condenable”, es decir, de convertirse en ejecutor de los mandatos de la sharía, tanto para forzar a todos a su cumplimiento como para impedir y castigar las infracciones, reveló todo su potencial, reduciendo al escritor a la condición de alimaña acorralada. Situación que se ha repetido a partir de septiembre de 2006 con el profesor francés Robert Redeker en calidad de víctima por haber publicado un artículo en Le Figaro donde recomendaba al “mundo libre” plantar cara a la difusión del discurso de violencia islamista.

A fines de los años ochenta, momento en que tiene lugar la condena de Rushdie, falta todavía una premisa para que cobre forma la censura islámica a escala mundial: la entrada en escena de unas redes de comunicación globales que permitan transmitir las noticias y los mensajes desde un punto de vista islámico. Es lo que por una parte va a lograr la cadena de televisión Al-Jazeera, cuya versión informativa alcanza a los telespectadores musulmanes en la práctica totalidad del planeta, sentando así las bases de una umma o comunidad de los creyentes real, hasta entonces simple supuesto teórico. Paralelamente, la generalización de las páginas web hace posible una masiva propaganda islamista, e incluso yihadista, presente hasta hoy mismo en la red como si la cadena de atentados iniciada el 11-s nunca hubiera tenido lugar. En los años sesenta o setenta, los colectivos musulmanes de Asia apenas tenían noticia del conflicto de Oriente próximo. Hoy cualquier noticia que afecte al mundo musulmán, y en particular los conflictos de Irán y Palestina, se difunde de inmediato como reguero de pólvora, provocando las consabidas reacciones.

Desde el punto de vista de la censura y de la actuación punitiva, esa difusión simultánea a escala global opera sin el menor obstáculo, según pudo apreciarse con ocasión de la crisis de las caricaturas sobre el islam aparecidas en un oscuro periódico danés. Una vez que se hizo pública la protesta en Dinamarca, la irritación de los creyentes se extendió por todos los países en que residían grupos de musulmanes, convirtiéndose espontáneamente en jueces de un delito de blasfemia sin que para nada contase la libertad de expresión: era la ocasión para poner en práctica aquello de ordenar el bien, los mandatos de Alá, y prohibir el mal, en este caso las ofensas a Alá. La censura verde fue eficaz y fueron contadas las publicaciones que se atrevieron a reproducir las caricaturas, y cuando lo hicieron, caso de Charlie-Hebdo en Francia, fueron denunciadas.

No faltaron quienes sin reparar en los efectos de tal actitud sobre la libertad de expresión, entre nosotros, en nombre del proyecto de la Alianza de Civilizaciones, condenaron con vehemencia la ofensa al islam. Fue “una blasfemia”, clamó el embajador Máximo Cajal, en febrero de 2006, proponiendo que en todo el mundo sea asumida la prohibición de representar la figura de Mahoma. Cobra así forma la perspectiva, demasiado real, de una proyección de la censura islamista sobre los medios de comunicación occidentales, que asumirían el tópico de la “islamofobia” y una actitud reverencial destinada a impedir todo pensamiento crítico. Tan grave como lo anterior, pues tal actitud implica renunciar a pronunciarse sobre las movilizaciones y las amenazas contra representaciones diplomáticas danesas, de las cuales, por ejemplo, la televisión estatal española no ofreció imagen alguna. Otro tanto sucedió en Francia con el caso Redeker, el profesor crítico del islamismo, amenazado de muerte y objeto de una protección por parte del gobierno que se pareció demasiado a una prisión domiciliaria y a la exigencia de silencio. Y, con pequeñas variantes, lo mismo puede deducirse del juego de protección y prohibición de que fuera objeto la diputada somalí Ayaan Hirsi Ali tras ser asesinado por un islamista el cineasta Theo Van Gogh, acusado asimismo de haber provocado de forma culpable a los practicantes de la irritable creencia islámica. Por otros cauces, discurre el mismo flujo de ignominia que en su día favoreciera el ascenso de los fascismos: el grupo violento contará con la complicidad encubierta de aquellos que no quieren ver turbada su tranquilidad y acaban volviéndose contra las víctimas del terror. Viene a probarlo el comportamiento adverso a los amenazados por parte de vecinos y colegas de Ayaan y de Redeker, en Holanda y en Francia, igual que en España ocurriera con las víctimas de ETA.

En suma, la nueva censura procedente del islamismo se dirige a impedir cualquier crítica occidental al islam, apoyándose en un entramado de comunicación mundial que fomenta la gestación de minorías violentas, difícilmente detectables, pues el verdugo ejecutor de la condena puede serlo cualquier creyente, cuya localización coincide con el espacio de implantación del islam. Va así generalizándose una actitud reverencial hacia el islam, bloqueando todo enfoque crítico, con la oportuna cooperación de gobiernos como el español, instituciones y bienpensantes, muchos de ellos empujados por su antiamericanismo, quienes cierran el camino a toda aproximación crítica a un tema considerado tabú. Los responsables de la cadena de atentados obtienen así un triunfo indirecto al impedir el examen en profundidad de los fundamentos de su acción terrorista. Sólo una minoría de pensadores se atreverá a romper la doble barrera que forman la previsible amenaza de muerte desde el islamismo y la aceptación de esta preeminencia por parte de instituciones e intelectuales de ese mundo occidental que como advertía Redeker se encuentra hoy “sometido a vigilancia desde el islam”.

5. En otro orden de cosas, al mismo tiempo que la entrada en escena de internet hace pensar en un tiempo inesperadamente feliz para la isegoría, la trabazón entre poder político, poder económico y medios de comunicación, propiciada por el cambio tecnológico, está en condiciones de configurar una auténtica camisa de fuerza para el pensamiento libre. Esa tela de araña es hoy mucho más tupida que nunca. En el caso español, el punto de origen es el gobierno Aznar, al poner en marcha una adaptación del modelo Berlusconi, estableciendo una red de intereses económicos y mediáticos estrechamente ligados entre sí y a su servicio, oculta a la mirada de la opinión pública, pero de gran cohesión. De ahí el cerco puesto en su día a PRISA, la empresa editora del periódico El País y la persistencia con la cual, en un alarde de irracionalismo interesado, desde medios “populares” fueron alentadas intoxicaciones tales como la llamada teoría de la conspiración, vinculando ETA e islamismo en la génesis de los atentados del 11 de marzo de 2004.

Por su parte, el modelo socialista que le ha sucedido encaja de forma más eficaz con la revolución tecnológica en curso, al proceder a la disolución del discurso político oficial en una sucesión de eslóganes y frases estereotipadas –así, en relación a ETA, “el proceso de paz”, “el diálogo”, cuando todo salió mal “la unidad de los demócratas”-, descargando sobre los medios bajo su control la tarea de elaborar doctrina y justificación de la política gubernamental. Sus instrucciones son seguidas con una precisión casi matemática y un grado de interactividad que en el límite supone que la opción procedente del medio puede intervenir en la adopción de las decisiones políticas, sirviendo además de canal de comunicación con los intereses económicos a él ligados. La maraña de poderes subyacentes al orden institucional funciona así mediante la conexión de dos flujos circulares, entre el gobierno y los medios, por un lado, y entre ambos y determinados centros de poder económico, de otro. En el límite, el poder político llega a traspasar las fronteras de la ley a cambio de la obtención de recursos y de lealtad a toda prueba. No estamos ante un fenómeno exclusivamente español: por no hablar de Francia, donde la maraña, esbozada con Mitterrand, bien puede cobrar forma bajo el imperio de Nicolas Sarkozy; es bien conocido el episodio del indulto concedido por Bill Clinton, horas antes de abandonar la Casa Blanca, a un famoso hombre de negocios y defraudador, cargado de acusaciones, pero dispuesto a financiar a los demócratas.

Volviendo a España, y tras la experiencia tentacular puesta en práctica sobre intereses económicos y medios de comunicación por el gobierno Aznar, la revolución tecnológica y la voluntad de poder han hecho posible que esa conexión de flujos circulares funcione a pleno rendimiento con el gobierno Zapatero, si bien en constante enfrentamiento con la trama previamente creada por Aznar. No le basta la lealtad basada en el hecho de compartir posiciones políticas de fondo y verlas defendidas. Corre la anécdota de que el juicio de Zapatero sobre los distintos medios del grupo PRISA no es coincidente: “La SER está muy bien, la Cuatro está bien, pero El País es un desastre”, aludiendo sin duda a su respeto al pluralismo. Haya sido o no pronunciada la frase, lo cierto es que vendría a explicar una reciente iniciativa del presidente, orientada a forjar un férreo entramado en que política, interés económico (favorecido) y comunicación le garanticen una absoluta dependencia de los medios a la hora de incidir sobre la opinión pública.

La llamada guerra del fútbol, pugna por las transmisiones deportivas, ha hecho posible que los medios de PRISA expliquen puntualmente la operación, que en palabras de su consejero delegado, fue orquestada por “algunos brujos visitadores de la Moncloa”, encabezados por el secretario de Estado de Comunicación, quien creó una ley de medidas urgentes por la cual fue posible fundar una cadena de televisión, la Sexta, gestionada por “antiguos socios” del propio secretario de Estado, “entre los que se encontraban personas de la confianza y aprecio personal del presidente del Gobierno”, con una empresa productora favorecida en el acceso a la televisión estatal, y por fin con la aparición de un diario de bajo precio, fortísimamente subvencionado, Público, populista y sumamente agresivo contra todo lo que se mueva al margen de la política del gobierno. Todo eso unido a los intentos del gobierno por cambiar la dirección de grandes empresas como la eléctrica Endesa y el banco BBVA (ver El País, 9 de octubre y 22 de septiembre de 2007).

El camino hacia la isegoría abierto por internet, con su multiplicación de mensajes interactivos, páginas web y blogs, encuentra así la contrapartida de una creciente cohesión de los mecanismos defensivos (y agresivos) desde posiciones tradicionales, así como de las tramas dirigidas a consolidar la manipulación de la opinión pública desde los poderes político y económico. A pesar de todo, el resultado no es positivo, y acaba entrando en abierta contradicción con una política que se pretenda progresista. En la conferencia antes citada lo resume Juan Luis Cebrián: “falla la política, la política de comunicación y la comunicación de la política”. ~

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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