Encomio a la noche

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Luis Felipe Fabre

Declaración de las canciones oscuras

Ciudad de México, Sexto Piso, 2019, 152 pp.

Tanto fue perseguido y escarmentado en vida el carmelita Juan de la Cruz y, ya muerto, tan disputados sus restos, que no quedaba sino esperar que, con la misma exaltación, lo santificaran y luego fuese su sufrida vida materia para literatura de aventuras y suspenso, todo lo contrario de su muy reposado y previsible carácter. Así lo entendió Miguel de Cervantes: en el capítulo XIX del Quijote, narró de modo oblicuo la travesía verídica de una parte del cuerpo del santo carmelita desde Úbeda hasta Segovia, donde lo esperaba Ana de Peñalosa, aristócrata que a golpe de poder y dinero había conseguido que sus huesos descansaran en el convento segoviano de su elección.

No solo por sosegado y sabio hicieron de Juan de la Cruz un santo. Durante los más de ocho meses que pasó en la cárcel, escribió una de las obras poéticas más inadvertidas, lo mismo para su manso temperamento que para su tiempo. Mano divina, qué duda cabe. Su Cántico espiritual, inicialmente de 39 estrofas, es una suerte de revisión ardorosa y alucinada del Cantar de los cantares. La exaltación de los cuerpos, el deseo y el misticismo religioso se encarnan en un solo cuerpo, por lo que no es posible separar la fe del deseo y lo litúrgico de la cópula. Razones tenían para encerrarlo sus cancerberos.

Como hizo evidente en su dulce y trágico poemario La sodomía en la Nueva España (2010), Luis Felipe Fabre (Ciudad de México, 1974) prueba que atesora el registro de la escritura barroca española y lo traslada sin dificultad a la contemporaneidad, con retoques de un humor chisporroteante. No parece solo la maniobra de un gran escritor: Fabre es sensibilísimo lector de la prosa y poesía clásicas de nuestra lengua. Esta, su primera novela, Declaración de las canciones oscuras, narra los pormenores del viaje que emprenden Juan de Medina Zevallos –o Ceballos o Zavallos– y dos ayudantes, a los que el narrador bautiza con los nombres de Ferrán y Diego, después de que por encomienda real se les encargara desenterrar el cuerpo de Juan de la Cruz de su primera tumba y conducirlo hasta donde doña Ana quiere verlo sepultado. Fabre trasvasa las figuras retóricas propias del Siglo de Oro a una novela con varios dejos de farsa, otros de fantasía, los más de misterio. Pero las vuelca con pertinencia y escepticismo, de modo que consigue no solo momentos literarios convincentes, sino una reescritura que no es pastiche ni remedo: en ese endeble equilibrio, su prosa es la puesta en escena de una historia ocurrida hace más de cuatro siglos, pero reescrita desde la experiencia literaria de estos tiempos. Un fino artificio literario que sostiene el argumento, en suma.

La novela de Fabre comienza cuando los tres viajeros se presentan en la puerta del convento de los carmelitas descalzos de Úbeda y continúa, España arriba, relatando las incidencias que ocurren cuando, ya por segunda vez, atraviesan las secas cañadas peninsulares con una maleta que guarda un cuerpo destazado, pero de fragancia irresistible: “El aromado escándalo de su cuerpo. El perfume de la santidad. Un olor suavísimo que despierta en las almas ansias, furores, ardores y que, aún a veces, emanando debajo de la losa donde yace fray Juan, y vagando por los aires, puedo percibir desde esta portería como un jazmín lejano”, les revela el custodio de la puerta del monasterio de Úbeda a los inesperados visitantes. Los responsables del transporte de Juan de la Cruz han de andarse con cuidado: la furia de los ubetenses ya había emergido cuando no les permitieron llevarse el último jirón de ropa del santo fragante, justo después de morir. Algunos monjes no quieren ceder el cuerpo del santo. Los senderos para llegar a Segovia están colmados de bandidos y embaucadores. Además, en su camino han de encontrarse con mujeres curiosas, hipnotizadas por ese aroma que despierta ansias de cuerpo y espíritu; con torrentes de alcohol y hombres y mujeres que los invitan a relajar la moral; con el silencio nocturno, atemorizante, estridente; y con el magisterio de un extraño personaje, un hombre ciego que busca a su hombre amante, cuyas súplicas llegan a ellos con el aire de una aparición y como tal también se marchan, provocando que la maleta con el cuerpo bendito se extravíe.

Si el olor es el cuño que confirma la santidad del santo Juan, la noche se abre como el tiempo favorable, misterioso y maravilloso que exploran Juan –el alguacil, a cargo de la ejemplaridad de la empresa– y sus ayudantes Ferrán –judío de nacimiento, que esconde una reciente conversión al cristianismo– y Diego –un bocón imprudente, el más joven de todos y el menos proclive a guardarse el miedo que le provoca la temeraria empresa–. Del mismo modo que la poesía misma de Juan de la Cruz, igual que el tablado que sostiene la farsa del juicio a los sodomitas de la Nueva España del poemario de Fabre, la noche parece encerrar la obra entera, tan similar a la del santo místico: el sexo como misterio, la autoridad como síntesis del ridículo y lo prodigioso como emancipación de los cuerpos encorsetados. “Quizá aquello que se tiene por sobrenatural no sea sino poesía”, apunta el narrador en las páginas finales.

Parece Fabre haber pulido su novela de modo continuo, casi obsesivo. Declaración de las canciones oscuras es un texto condensado, un raro mecanismo literario con la no pueril virtud de la ausencia de interlocuciones literarias en tiempos en que las agendas académicas abren vereda para las próximas cosas por escribir. A contramano, Fabre les propuso, en su primera novela, un texto inaudito y excepcional. ~

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es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.


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