La elipse de Franz Kafka

El autor de "El proceso" soñó con aterradora precisión los horrores del siglo XX. En esta conversación con José María Lassalle, que forma parte del libro "Spinoza en el Parque México", Enrique Krauze se adentra en la vertiente teológica de Kafka, en su experiencia directa de la burocracia y en las interpretaciones que de su obra hicieron Gershom Scholem y Walter Benjamin.
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¿Qué lugar ocupa Kafka en tu biblioteca?

Tengo ediciones diversas de sus novelas y cuentos, cartas, diarios, aforismos. Sobre todo biografías antiguas y nuevas. A pesar de haber llevado una vida sin grandes hechos o grandes actos, Kafka es irresistible para un biógrafo por la mina de información que dejó sobre sí mismo. Hugo Hiriart dice que sabemos más de Kafka que de nuestros hermanos, pero los cientos de páginas que dejó sobre sí mismo hacen más elusivo al personaje. ¿Cómo era el padre de Kafka? Ahí tienes una pregunta. En los sesenta muchos leíamos la Carta al padre, inocente o literalmente, como un testimonio de protesta contra la autoridad. Aunque nuestros padres no se parecieran al de Kafka. Con el tiempo descubrimos que tampoco Hermann Kafka era en realidad tan tiránico como lo pintaba su hijo. La carta es un misterio más. Leí una anécdota de Kafka: caminaba con un amigo y se encontraron al padre, quien lo recriminó airadamente: “Franz, vete a la casa. El aire está húmedo.” Kafka, que estaba ya enfermo de tuberculosis, comentó: “Mi padre está angustiado sobre mí. El amor, muchas veces, lleva la máscara de la violencia.”

Entiendo tu interés en Gershom Scholem y Walter Benjamin, un historiador y un ensayista judíos vinculados de diversa forma a la idea del mesianismo, y sus peligrosas derivaciones. ¿Hay algo similar en Kafka?

Me han obsesionado los males radicales en el siglo XX. La obra de Kafka es la radiografía de esos males. Estoy diciendo un lugar común, pero creo que junto con Dostoyevski es el escritor que más profundamente ha revelado el efecto del poder sobre la condición humana. El mundo emuló las novelas de Kafka. Yo estoy muy lejos de haberlo leído comprensivamente y tras cincuenta años de leerlo apenas descifro partes de su obra. Leerlo es una labor parecida a la que describe en su cuento sobre la construcción de la Muralla China. El tema kafkiano parte de un concepto sobre el poder y una actitud ante el poder que comparto con sus legiones de lectores.

¿Benjamin y Scholem conocieron a Kafka?

No lo conocieron. Según parece, Benjamin se proponía acudir a una lectura que hizo Kafka de su famosa narración “En la colonia penitenciaria” en Múnich, a fines de 1916, pero no llegó. Y aunque Kafka pasó en Berlín el año final de su vida, Benjamin, que vivía ahí, no se enteró. En cuanto a Scholem, le enorgullecía haber encontrado una mención elogiosa sobre un texto de “Herr Scholem” en una carta de Kafka. Te hago notar que se trata de un reconocimiento muy temprano de la singularidad de Kafka. Leyeron las primeras obras de Kafka, por ejemplo “La condena”, y se persuadieron de que algo nuevo había aparecido en el horizonte, un narrador que veía el mundo con claves teológicas judías.

Hay tantas formas de leer a Kafka: el existencialismo, el psicoanálisis, incluso el marxismo lo reclaman para sí. Y hay tantas otras interpretaciones.

Kafka despierta al cabalista que algunos llevamos dentro. Kundera dice que “la gente no sabe leer a Kafka porque quieren descifrarlo” y que, “en vez de dejarse llevar por su imaginación insuperable, buscan alegorías, y lo único que se les ocurre son clichés”. Kafka, se ha dicho mil veces, siempre será tan elusivo como los sueños. Sus narraciones tienen esa cuidadosa textura, ese tempo preciso, ese suspenso sádico, y luego el hachazo súbito y sorprendente. Son pesadillas elaboradísimas. Y a menudo inexplicables…, como los sueños. Pero entre todas las interpretaciones, leyendo a Scholem y Benjamin, pienso que una clave para acercarse a ese escritor inclasificable es la teológica.

¿Es exactamente la misma en ambos?

Similar. Según Scholem, la noción de condena o proceso en Kafka está ligada a la idea del juicio inapelable, impenetrable, de Dios. Pero de un Dios que ha tomado la decisión tremenda de ocultarse a los hombres. La lectura de El proceso en 1934 lo impresionó a tal grado que escribió un poema estrujante sobre el libro, un lamento a la manera de Job sobre la retracción o el retiro de Dios y su ley de este mundo. No es que Dios no exista, es que Dios se repliega. Es un largo poema de desolación teológica. Se lo envió a Benjamin, que entonces vivía exiliado en Dinamarca. Déjame citarte unos versos:

El gran engaño del mundo
finalmente consumado.
Concede, Dios, que despierte aquel
al que tu nada penetró.
Solo así la revelación ilumina
al tiempo que te rechazó,
solo tu nada es la experiencia
que tiene derecho a obtener de ti.

Benjamin leyó ese poema, sobrecogido. Había escrito un ensayo sobre Kafka que mandó a su amigo e intercambiaron varias cartas. Coincidían en la intuición básica: en el mundo de Kafka, la redención es ya imposible y la revelación se disuelve en la nada. La ley divina ha desaparecido, los estudiosos no pueden descifrarla. Solo quedan los jueces, los guardianes, los acusados, los procedimientos. No hay defensa porque la verdad no significa nada. Dios solo se manifiesta, como en el poema de Scholem, en su silencio. Pero ese silencio es estruendoso. Nunca es más patente la existencia y la necesidad de Dios como cuando falta. Es como en el amor: la ausencia del ser amado lo cubre todo. Transferido al plano existencial, es lo que Scholem llamó una “teología negativa”. Intérpretes marxistas de Kafka, como Löwy o Adorno, están básicamente de acuerdo con esta teoría. Sostienen que en las novelas de Kafka la libertad se afirma a través de su radical imposibilidad, de su negación, de su ausencia. Löwy piensa que los personajes de Kafka representan, negativamente, un grito de liberación.

En Nietzsche y Dostoyevski se abre la posibilidad de que Dios no exista. ¿Kafka tiene relación con esta idea?

Sé que leía muy rigurosamente a Dostoyevski. No obstante, creo que sus conceptos son distintos. En el mundo cristiano, la muerte de Dios conduce al nihilismo. Si Dios –que ya se ha revelado en la Tierra, que ya ha venido a salvarla– no existe, todo está permitido: el dominio del superhombre o la voluntad asesina y suicida de los endemoniados. Pero en el orbe judío el ocultamiento de Dios no conduce al nihilismo y menos a la omnipotencia que reemplaza a Dios, sino a la omnipresencia negativa de Dios, a la negación del hombre y a la conciencia de una culpa inextricable que lo precipita en la total desolación. Kafka lo dice explícitamente: “Dios habita más allá de nuestra existencia […] Lo único que podemos percibir es el misterio, la oscuridad. Dios habita en ella.”

¿Qué idea tenía Walter Benjamin de la obra de Kafka?

Una idea more geometrica. Explica que la obra de Kafka es una elipse con dos focos muy apartados: uno es la mística judía y otro es la vida de la ciudad moderna. El primer foco proviene, en esencia, de la interpretación de Scholem. El estudio de la ley es la puerta a la justicia, pero ya no existe templo y los estudiosos han perdido las Escrituras. ¡Qué imagen! En El proceso, cuando Josef K. visita un domingo el salón de sesiones en el que se le juzga, la mujer que se le presenta le da acceso a los libros de los estantes, pero al abrir el primero Josef K. ve solo un grabado indecente, un hombre y una mujer sentados desnudos en un sofá. Josef K. no siguió hojeándolo, pero abrió un segundo volumen, una novela titulada Los tormentos que tuvo que sufrir. Es como si la biblioteca jurídica tuviera el solo cometido de señalarle su culpa. Por eso en un momento, cuando todavía tiene fuerzas, dice que sus juzgadores deberían ahorrarse toda mediación y presentarse como lo que son, verdugos.

En otras palabras, la ley prostituida.

En una lectura judía, eso es terrible. Kafka no veía en Moisés a un líder, sino a un juez, un juez severo. Ahora imagínate a Moisés sin las Tablas de la Ley en las que finca su severa justicia. Ahora imagínate la desaparición de los numerosos tomos derivados de la Torá (la ley escrita llamada Halajá, la “enseñanza del camino”), que en vez de sus rígidos preceptos solo contiene páginas sin sentido, sucias y sádicas. Ahora imagínate además los bellos relatos literarios de la llamada Hagadá (que cuentan e interpretan con parábolas morales el pasado bíblico), también olvidados. Esa es la teología negativa de Kafka. Desde ese foco sin ley de la elipse, el abogado Kafka escribe su Hagadá personal, en la que, como dice Benjamin, no hay nada que aprender, no hay mensaje o sabiduría, no hay moraleja ni psicología. Hay parábolas que se prestan a muchas interpretaciones o aforismos sobre el sentido último de la vida visto desde ese lugar.

¿En qué consiste el otro foco de la elipse?

Se refería al ciudadano del Estado moderno, presa de un gigantesco aparato burocrático, gobernado por instancias superiores, desconocidas no solo para los que padecen sus órdenes, sino para los que las ejecutan. Pero habla también del hombre contemporáneo en términos de la ciencia. Y Benjamin lo describe glosando el texto de un físico contemporáneo que podría haber sido escrito por Kafka. El científico está en un cuarto y pondera su situación. No puede traspasar el umbral. Todo conspira contra él: el peso de la atmósfera, la velocidad del giro de la Tierra, la inclinación del planeta. No puede moverse.

Se parece al personaje de “Ante la ley”.

Es el mismo, ante las leyes del universo. Lo increíble de Kafka, dice Benjamin, es que haya accedido a esta intuición del mundo moderno únicamente a través de la mística y no de la experiencia. Benjamin no cree que Kafka haya tenido visión de largo alcance ni don profético. Todo, según él, brotó de su foco místico. Aquí, Benjamin se estaba retratando a sí mismo. Benjamin nunca tuvo experiencia revolucionaria ni vio a un proletario ni presenció la violencia, pero extraía su obra de su molde místico. En cambio Kafka tuvo una verdadera experiencia de trabajo como alto ejecutivo en las dos compañías de seguros en las que trabajó diligentemente. Fueron cerca de quince años, día tras día, mañana y tarde (salvo la comida y la siesta). Conocía los procesos, los jueces, las sentencias absurdas. El mundo jurídico era su mundo: funcionarios de todos los niveles, el enjambre de oficinistas, las salas y antesalas, los trámites, las puertas que llevan a otras puertas, las esperas interminables, las apelaciones, demandas, respuestas, los papeles y oficios, las firmas y antefirmas. Escribió meticulosos reportes sobre accidentes de trabajo. Conocía el monstruo porque vivía dentro de él. Decía que los burócratas y los verdugos eran iguales porque convierten a los seres humanos en códigos numéricos inertes. Y no se apiadaba de su propia profesión: decía que un abogado no podía apartarse del mal. Sobre su formación, hay un dato importante: no solo conocía la burocracia, sino la teoría sociológica de la burocracia y buenos fundamentos de finanzas y economía que le transmitió su director de tesis, que fue Alfred Weber, hermano de Max Weber.

Creo que las interpretaciones sobre Kafka que se refieren al “foco” mundano de la elipse dan por sentado que vivió su trabajo como un suplicio.

Quizá, pero asumido con lucidez y paciencia. Toda la infinitesimal atención que ponía para observarse a sí mismo (como revelan sus Diarios) la empleaba también en observar los escenarios del trabajo: fábricas, minas, oficinas, juzgados, salas, antesalas. El trabajo lo liberaba de los sueños opresivos, pero también los alimentaba. De ese trabajo extrajo muchas historias, personajes y situaciones, gestos y actitudes. En ese tema, es útil el libro Conversaciones con Kafka, de Gustav Janouch. Este joven aprendiz de poeta era el hijo de un funcionario de la misma compañía de seguros donde trabajaba Kafka desde 1908, la Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt. (Antes había trabajado por un año en Assicurazioni Generali.) El señor Janouch tenía un nivel tan alto como Kafka y le presentó a su hijo en 1920. Kafka y Gustav se hicieron amigos: Janouch quería ser escritor, Kafka condescendía a orientarlo.

¿Quiso ser el Boswell de Kafka?

Un pequeño Boswell, simple e ingenuo, pero por eso mismo involuntariamente valioso. Sigue el mismo método de registrar lo que dice en estampas anecdóticas. Kafka –sin pontificar, discreto, perceptivo, casi siempre aforístico– lleva la primera voz. Conversaban en la oficina y en caminatas por la ciudad, casi nunca en la casa de los padres de Kafka, donde vivía. Iban a conciertos y exposiciones. Hay varios pasajes sobre cómo trabajaba Kafka. En una ocasión, un viejo trabajador al que una grúa había destrozado una pierna tramitaba su jubilación, pero en su solicitud había incurrido en errores que la invalidaban. Al percatarse, en el último momento, Kafka contrató a un abogado por fuera de la empresa, le explicó con claridad cómo presentar el escrito y le pidió asesorar al trabajador. “No es un abogado, es un santo”, dijo ese obrero, y no era el único en tener esa opinión. Kafka hacía eso con frecuencia. Defendía los intereses de la empresa, pero no a costa de la ignorancia de los obreros. Así revertía el proceso de los Josef K. que estaban a su alcance. Ignorar el trabajo de Kafka es quedarse en el aire: ese sentido práctico le da tema y textura a la obra.

El término “kafkiano” es sinónimo de muchas cosas, pero no de sentido práctico.

Quizás es la diferencia con muchos escritores que teorizan la vida. Eso tiene Kafka en común con Orwell: la experiencia directa sobre lo que escribe. En un momento hace a Janouch el elogio de los oficios. Le dice que él había aprendido carpintería: los oficios que conectaban las manos con la mente conectaban al hombre con la realidad. Y ese respeto no solo está presente en su literatura, sino que rendía frutos en la realidad. En 2010, Gabriel Zaid –otro poeta de la práctica– publicó en Letras Libres el artículo “Avatares kafkianos”. En alguna revista tecnológica leyó un texto en el que Peter Drucker –el gran gurú de la administración moderna– narraba algo sorprendente. Drucker había sido vecino de un doctor Kuiper, quien le contó haber conocido al inventor del casco de seguridad en las acerías. Por esa invención notable, ese personaje había recibido en 1912 una medalla (del American Safety Council, creía Drucker). El evento fue organizado en Milwaukee por la Association of Iron and Steel Electrical Engineers. Ese inventor –dijo Kuiper– era el doctor Kafka. No sabía que el doctor Kafka era Franz Kafka, el escritor.

Increíble dato. Kafka, el inventor de aquella máquina infernal que aparece en “En la colonia penitenciaria”, fue inventor de un dispositivo que salvó muchísimas vidas. Los cascos deberían llamarse “Kafka”.

O “cascos K.”. Uno lee de distinta manera muchos textos sabiendo que ese polo no era fantasioso. De la familiaridad con el monstruo proviene la imagen monstruosamente fría que nos da de él. Y de esa imagen nace, obviamente, la vasta corriente interpretativa del Kafka libertario: el crítico de la burocratización del mundo y del automatismo industrial capitalista; el profeta del totalitarismo soviético, en particular de los juicios de Moscú en los que hubo tantos Josef K. juzgados por crímenes que no cometieron o por crímenes que desconocen, o por ningún otro crimen que no fuera el que les imputa su propia, evidente culpabilidad. Es cierto que Kafka no tenía frente a sí la realidad concentracionaria de la urss, pero la anticipación está ahí. Hasta Brecht, que no lo quería, lo reconoció. Y hay otro vislumbre escalofriante que muchos han notado. En “En la colonia penitenciaria”, como recordaste, el protagonista principal es una máquina que tatúa y tortura y tritura a la víctima, como en los campos de exterminio nazis.

¿Crees entonces que esas interpretaciones son válidas?

Pienso que sí. Kafka es casi siempre aforístico o parabólico o alegórico, pero en sus conversaciones con Janouch es directo. A partir de ese libro un día compilé un brevísimo diccionario de citas sobre su visión del mundo. Pero te hago una advertencia. Scholem desautorizó ese libro porque fue publicado después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Kafka ya era famoso. De hecho, Historia de una amistad, que Scholem escribió sobre su vínculo con Benjamin, está armado como una refutación tácita a Janouch, en el sentido de que casi cada afirmación se sustenta en un documento. Cuando leí esa crítica, muy propia del rigor historiográfico de Scholem, quedé perplejo. Me pregunté si Janouch habría inventado sus conversaciones, pero lo dudo. Él mismo explica cómo las guardó. Y Max Brod –el mejor amigo de Kafka, no hay duda– colaboró con él. Reiner Stach, gran experto moderno en Kafka, considera que el libro es una mezcla de verdad e invención, sobre todo cuando Kafka habla sobre sí mismo. Nunca lo sabremos.

Asumamos que son fieles. ¿Cuáles son los temas de aquel diccionario?

Unas cuartillas nada más, de kafkiano amateur. Desde luego está el tema del capitalismo y las cadenas de producción tayloristas, que esclavizan el alma y el cuerpo. De la Liga de las Naciones pensaba que era una nueva maquinaria de guerra, la guerra por vías industriales y financieras. Era “la bolsa de valores de grupos de interés”.

Acababa de ocurrir la Revolución rusa.

Según consigna Janouch, la veía como una religión en armas que provocaría nuevas guerras y desembocaría fatalmente en el dominio de una nueva clase burocrática: secretarios, políticos profesionales, sátrapas que ya preparaban su camino al poder. A mí me parece verosímil. Por cierto, estas críticas al socialismo son sorprendentemente similares a las que publicaba Max Weber en ese tiempo. Tampoco lo conmovían los movimientos de masas revolucionarias. Por el contrario: pensaba que esa fuerza informe y aparentemente caótica se canalizaría en una férrea disciplina. Mira esta frase: “Como una inundación que se extiende cada vez más ampliamente, el agua se vuelve menos profunda y más sucia. Así la Revolución se evapora y deja solo el limo de una nueva burocracia.” Es una imagen kafkiana.

¿Qué dice Janouch que Kafka decía de los movimientos de masas nacionalistas?

Un ejército de insectos, así los llamó, y la referencia a los insectos, típica de él, le da verosimilitud. Las marchas militares suprimían al individuo. Representaban la obediencia ciega al mando superior. Esos rasgos comunes de austríacos y alemanes le disgustaban. Veía a los alemanes como un pueblo esencialmente teocrático, cosa que desconcertó a Janouch. “Los alemanes tienen un Dios que hizo fulgurar al hierro. Su templo es el Cuartel General de Prusia.” No le gustaban las retóricas agresivas: “Las palabras preparan el camino a los hechos que vienen, detonan futuras explosiones…” Yo no veo a Kafka como un profeta consciente de serlo, pero escuchaba el rumor de la historia y pudo escuchar lo que venía.

Es como si vislumbrara el Holocausto.

Janouch cuenta un paseo por los restos del viejo gueto judío, modernizado cuando Kafka era niño. “La sinagoga ya se encuentra por debajo del nivel del suelo. Pero los hombres irán más lejos. Intentarán hacerla polvo destruyendo ellos mismos a los judíos”, dijo Kafka. “¿Por qué habría de ocurrir algo así?”, preguntó su amigo, que registra esto: “Kafka volteó su cara hacia él. Una cara triste y retraída. No había luz en sus ojos.” Quiero creer que es una cita verdadera.

Janouch publicó este libro después de la Segunda Guerra Mundial, ¿no es así? Eso puede restarle credibilidad, admitámoslo. Poner en boca de Kafka premoniciones que no existieron basadas en los hechos atroces que ocurrieron después.

Pero las premoniciones más oscuras no son infrecuentes en las cartas y diarios de Kafka, menos tratándose de los judíos. En las cartas hay menciones críticas a los revolucionarios judíos de 1919 en Múnich (entre ellos a Gustav Landauer, a quien admiraba), que con su idealismo desbocado alientan el nacionalismo antisemita y terminan ejecutados.

¿Cómo describirías tú, en clave biográfica, a Kafka?

Imagina a un personaje cuyo nombre completo es la letra K, que encarna todas las marginalidades. Vive en un reino marginal del Imperio austrohúngaro como era Bohemia, en la ciudad de Praga, que es como “una fisura en el lecho oceánico del tiempo”, al lado del antiguo gueto que es como una muralla protectora del mundo externo. Sumergido, apartado en el tiempo, amurallado en el espacio, K. es un judío secular en un mundo cristiano, pero es un judío que resiente las costumbres farisaicas y burguesas de su comunidad y se aparta de ella, aunque no al grado de no acudir a la sinagoga. Se identifica culturalmente con el sionismo, lo interpreta como la necesidad histórica de un espacio para un pueblo perseguido en el tiempo, pero no es un militante ni marcha a Palestina. Lo conmueven la anacrónica simplicidad, la fe inocente, las leyendas y cuentos jasídicos de los judíos piadosos, estudia la tradición mística y la incorpora libremente en algunos aforismos. Pero K no puede ser uno de esos místicos. Su búsqueda de los temas últimos (Dios, la vida, el tiempo, la eternidad) es solitaria y personal. K es un judío por familia e historia, pero nunca subsume su “yo” en ese “nosotros”. No hay judíos en sus novelas y cuentos. Su posición dentro del judaísmo no es un consuelo, es una fuente de extrañeza que no le sirve siquiera para definirse frente al orbe alemán. Es consciente del antisemitismo alemán que precipita a los hombres, pero su cultura académica, profesional y sobre todo literaria es alemana: lee, habla y escribe en alemán, todo eso en un país que étnica y culturalmente habla checo y resiente a los alemanes. Agrega ahora la vida familiar de K. Su padre es un rudo e imperioso self made man, un carnicero ritual de la provincia que se instala en la capital y establece un próspero negocio que atiende con su esposa. Pero aquel joven llamado Franz en honor al emperador es el primogénito –sensible, retraído, frágil– que desde niño carga sobre sí la losa de dos hermanos pequeños muertos, un vacío que los padres no pudieron suplir con el nacimiento posterior de tres mujeres. ¿Quién debía ser el mesías de esa familia? K no quería ese papel. Agrega ahora su enfermedad, que lo hace marginal entre los sanos, aunque le regala la conciencia urgente de estar vivo. Y luego el capítulo del amor, la mujer y el matrimonio en la vida de K, ese diferimiento de la era mesiánica. No acabamos nunca. ¿Qué hizo K en ese laberinto de su soledad? Se retrajo a un rincón existencial, a una casita en la calle de los alquimistas, como uno de esos insectos que pueblan su obra y su imaginación, y desde ahí, como una libélula, creó a Franz Kafka.

Kafka me parece uno de los exponentes más acabados de esa palabra en inglés, estrangement, que no tiene una traducción precisa al español: extrañeza, enajenación, alejamiento, alienación.

Una especie agobiante de distancia. ¿Sabes en dónde encontró reposo K, es decir, con quién K fue de verdad K? Con sus hermanas. “Delante de mis hermanas he sido, sobre todo antes, un hombre completamente distinto a como soy delante del resto de la gente. Temerario, franco, poderoso, sorprendente, emotivo como solo lo soy cuando escribo.”

Tenía tres, y murieron en el Holocausto.

Tengo entendido que Valerie (Valli) y Gabriele (Elli) fueron exterminadas en Chełmno, el primer sitio en que se usó el gas Zyklon. La favorita era Ottla (Ottilie). Vivió un tiempo con ella. Junto a ella escribió sus aforismos. En sus cartas le da consejos prácticos, le cuenta las ventajas de ser vegetariano, le informa en detalle de su enfermedad. A través de ella manda saludos amorosos a sus padres, tratando de atenuar el dolor de perderlos. No hay nada “kafkiano” en esas cartas que no estaban destinadas a la posteridad. Pero el infierno que vivió Ottla no lo imaginó ni siquiera Kafka. Fue una heroína en la guerra, y una mártir. Confinada en el campo de Theresienstadt (donde los nazis habían montado un escenario cinematográfico para mostrar al mundo las condiciones benignas de los judíos), se enteró de la llegada de poco más de mil niños huérfanos de Białystok (la ciudad de mi madre, ¿recuerdas?). Los tuvieron apartados del campo, porque estos pobres niños habían presenciado los asesinatos de sus padres, las ejecuciones masivas, las cámaras de gas y el campo de exterminio en Treblinka. Ottla se ofreció como voluntaria para mudarse al campo sellado de esos niños y darles clases. Había el proyecto de expatriar a esos niños a Palestina, pero después se supo que el muftí de Jerusalén lo bloqueó. Con el engaño de que marcharían a Suiza, los deportaron a Auschwitz. Ottla Kafka, su maestra, los acompañó hasta el fin y fue inmediatamente gaseada junto con ellos. Aquello ocurrió en el otoño de 1943.

De haber sobrevivido, Kafka habría cumplido entonces sesenta años.

No quiero imaginarlo. Prefiero pensar que murió a tiempo.

Más allá del desamparo teológico y de la marginalidad existencial que describes, ¿es pertinente, de todas formas, una lectura política de Kafka?

Lo era en los ochenta. Te cuento el caso de un disidente checo que conocí en Oxford en 1981. Llamémoslo Julius T… Su crimen era dar clases de Platón en un departamento de Praga. Ese seminario para un puñado de personas se volvió célebre por el apoyo de profesores de Oxford, que acudieron a él. Fueron expulsados. Me acerqué a él y me narró su historia. Me refirió cómo operaba la policía secreta: contaba con medios ilimitados para penetrar las vidas de las personas, para invitarlas a sesiones de interrogatorios a cualquier hora del día o la noche, para recopilar hábilmente cualquier chisme, para aprovechar la más mínima discordia entre amigos, parejas, amantes, esposos, padres e hijos, y emplear la información para quebrarlos. Al final, muchos disidentes terminaban por alzar la mano pidiendo solo los más elementales derechos humanos para ellos, para sus hijos. Julius T… hizo varias huelgas de hambre. Se convirtió en cuidador nocturno de un zoológico, pero, como seguía reuniéndose clandestinamente con jóvenes y colegas para hablar de Platón, las autoridades lo perseguían. Me contó escapes inverosímiles por la ciudad, en los autobuses, en los parques, en las callejuelas. Me contó sobre la vigilancia de los guardianes fuera de su edificio y más tarde fuera de su departamento, y más tarde dentro de su departamento, porque colocaron micrófonos hasta en la regadera. Igual que a Josef K., lo llevaron a la comisaría para quebrarlo con interrogatorios. Dos policías competían para ver quién podría someterlo. Usaban toda la violencia de la que eran capaces para hacerlo obedecer, pero él resistía. Cuando lo querían de pie, Julius T… se sentaba; cuando lo querían en la silla, se echaba al suelo. Luego de pasar mucho tiempo en ese juego, los agentes estaban tan completamente exhaustos que tuvieron que llamar a un tercer hombre para sentarlo de nuevo en la silla. La gente a veces le pregunta: “¿Qué sentido tenía hacer todo eso?” Tenía todo el sentido: lo mantuvo libre de odio. Se llama Julius Tomin; vive en Praga, según entiendo.

Su delito era enseñar a Platón, por fortuna no lo mataron como a Josef K., “como a un perro”.

Pero algo debió quebrarse en él íntimamente. Les pasó a otros disidentes. Hace años leí una conferencia de Václav Havel sobre Kafka. Ya era presidente de la República Checa. Habían quedado atrás sus prisiones, sus procesos. Decía que no le había sido necesario leer todo Kafka porque conocía su obra a través de su propia experiencia. Un aspecto de esa experiencia era la sensación de que su propia vida era una forma del pecado. Cargaba con el peso de la culpa. De ahí provenía la necesidad permanente de defenderse, de justificarse, de dar explicaciones, y el anhelo de encontrar un orden en las cosas, un orden que disipe el pecado y descargue la culpa, que aclare por fin la verdad, que reivindique sus derechos, que haga justicia. Él insiste y grita pero su reclamo es inútil, nunca llega a oídos sensibles y finalmente se desvanece. La impotencia se revierte contra él mismo, lo mueve a sentirse digno de ser odiado, digno de lástima. Esa exclusión, ese desarraigo lo acompañó siempre, aun después de 1989, aun después de convertirse en presidente. El anhelo de orden seguía ahí, la necesidad de justificar su vida seguía ahí. Pero algo horrible lo condenaba, una culpa original, oscura, indeterminada, que no podría expiar. Cualquier día podía despertar frente a dos guardias que lo acusarían de algo nuevo, desconocido, los jueces lo condenarían, lo llevarían a su celda. Su condición kafkiana era irredimible. Leyendo a Kafka y a Havel, escuchando a Tomin, aprendí que el poder totalitario, característico del siglo XX, quiebra a la persona aunque sobreviva, aunque llegue a ser presidente de la república.

Josef K., el protagonista de El proceso, K., el agrimensor de El castillo, fueron personajes del siglo XX.

De esa pesadilla que fue el siglo XX, y que Kafka soñó con aterradora precisión.

¿Soñó al siglo XXI?

Al leer a Kafka, pensaba yo lo que tantos lectores: que el siglo XX había sido un escolio a su obra. Era cierto. Pero pensé también que el siglo XXI dejaría atrás la pesadilla. Obviamente, me equivoqué. Y ahora el tribunal es político y cibernético. Los jueces sin ley dan su veredicto, los guardianes cumplen órdenes, los flageladores se aplican, los sacerdotes se cruzan de brazos, una culpa indeterminada corroe a los inocentes que terminan por no creer en su inocencia. La justicia calla. La verdad se esfuma, pero solo nos queda creer en ella. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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