Los hijos de Kafka

Basta con mirar hacia nuestros orígenes lectores para descubrir las imborrables huellas dejadas en nuestro imaginario por obras como Carta al padre. Maestro de la extrañeza, experto en desentrañar los secretos de la condición humana, Kafka ha sido un referente primordial para muchos autores centrales de la literatura contemporánea, como Enrique Vila-Matas.
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Dejo atrás un fragmento de la novela que voy construyendo y confirmo que en ella están configurándose como centrales unas palabras de Reiner Stach, biógrafo de Kafka: “Nada que no sea completamente verdad puede ser verdad, y todo lo que llamamos verdad a medias es necesariamente ficción.”

Son palabras que Stach comenta a propósito del aforismo del 14 de enero de 1918 en el que Kafka escribió: “Solo hay dos cosas: la verdad y la mentira. La verdad es indivisible, y por lo tanto no puede conocerse a sí misma; quien quiere conocerla tiene que ser mentira.”

Lo que dice Stach es una verdad a medias, lo que al narrador de mi novela –un solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales– le tranquiliza tanto que, sabiendo que no tendría por qué ser una verdad entera, acaba preguntándose si el conjunto de unos “recuerdos implantados” (que sospecha que desde que naciera lleva inscritos en su mente) podría ser algo idéntico al conjunto de su literatura marcadamente autobiográfica.

De ser cierto que tiene almacenados en su mente un grupo de posibles recuerdos implantados, no se encontraría en ese conjunto fisura alguna. Y lo mismo podría decirse del otro conjunto: el de la compacta literatura autobiográfica en la que trabaja el narrador desde hace décadas. Autobiográfica, sí, pues está configurada enteramente alrededor de la personalidad de su padre, al que ha convertido –como personaje, causa de preocupación y representación del poder– en el núcleo simbólico y alma de su maquinaria literaria.

Dicho de otra forma, lo más probable es que el conjunto de recuerdos implantados sea lo mismo que el conjunto de su obra literaria.

No se me escapa –faltaría más– que, al girar la obra entera en torno al padre, no pueda ser más kafkiano el discurso artístico del narrador. Como tampoco se me escapa que poco importa que sea o no consciente de todo esto el narrador. Pensándolo bien, en realidad es mejor para él que no lo sepa, del mismo modo que también es mejor que ignore que jamás llegará a conocer al autor y por tanto nunca sabrá que yo, de adolescente, sin saberlo, comencé a pertenecer a la estirpe kafkiana cuando, al leer la Carta al padre, tuve la impresión de que, de tener el talento de Kafka, aquella carta podría haber sido perfectamente escrita por mí. Porque acaso en ella, ¿no se decía exactamente lo que yo le habría escrito sin duda a mi padre de darse la circunstancia –que aún no se daba– de que ya supiera qué diablos era una frase literaria y, además, cómo enlazarla con otra frase que tuviera también su debido touch literario?

La verdad (siempre indivisible) es que aquel adolescente que fui no se preguntaba mucho quién era aquel Kafka que firmaba la carta, porque más bien le interesaba lo que allí había dejado escrito aquel Kafka, aquel joven de una ciudad lejana llamada Praga que había tenido un padre asombrosamente idéntico al suyo.

Sin duda, al adolescente que entonces yo era aún le faltaba conocer –tardaría treinta años en descubrirla– esta perfecta declaración de Wallace Stevens acerca de lo que dicen otros y que nos sorprende descubrir que es exactamente lo mismo que habríamos dicho nosotros sobre la cuestión: “Uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito.”

Aquel artista incipiente no podía ni intuir que, aparte de la Carta al padre, estaba esperándole, en el camino de la vida, la obra entera de Kafka –entera es un decir, porque no se acaba nunca–, un escritor que le acompañaría, con mayor o menor intensidad, según las épocas, el resto de sus días.

Una vez, me preguntaron qué le diría al adolescente que fui, a ese kafkiano incipiente, si me lo hubiera encontrado en aquellos días y hubiera visto que estaba mirándome con extrañeza, quizás con estupor, al detectar en mi forma de ser un cierto aire de familia.

Simplemente le preguntaría, dije, si sabía que yo era él, pero treinta años después.

Hoy pienso que, de haberse producido el milagro de que hubiera sabido quién podía ser yo, dejando aparte la sorpresa de que conociera mi porvenir (Kafka, por cierto, a veces parece salido del futuro, como cuando nos dice “Nuestra salvación es la muerte, pero no esta”), me habría hecho un favor, aunque no sé si muy de agradecer, ya que quizás lo peor que pueda ocurrirle a alguien es conocerse a sí mismo, llegar a ver la clase de piltrafa que uno es.

¿En qué momento se convierte uno en escritor? Ahí podría estar el quid de la cuestión, la esencia de todo aprendizaje retórico. ¿En qué momento uno se convierte en escritor? Posiblemente cuando traspasa la frontera que separa una frase vulgar de una literaria. Si no recuerdo mal, Pere Gimferrer, en Itinerario de un escritor, cita estos versos de Góngora: “quejándose venían sobre el guante / los raudos torbellinos de Noruega”. Y a continuación explica el significado de esos versos, aparentemente difíciles de comprender: el guante era el guante de los halconeros; los raudos torbellinos de Noruega eran los halcones que se suponía que venían de tierras hiperbóreas, precisamente de Noruega, que en aquel momento era un nombre genérico y extraordinario.

Está claro que Góngora podría haber utilizado un lenguaje menos oscuro y más directo, más vulgar. Lo habríamos entendido mejor, pero no habríamos leído versos memorables, sino una frase de absoluta banalidad prosaica que más parecería salida de una cena desabrida y de una conversación desganada que de otra cosa.

Sin la oscuridad –decía Blanchot– no existiría la obra de arte. Ante la oscuridad que, detrás de la cual probablemente nos oculta una oscuridad más auténtica, la misma obra demuestra lo poco importante que es, por mucho que sea tan difícil construirla. Es más, toda la supuesta gloria que puede alcanzarse con la obra, y hasta el deseo mismo de tener una vida corriente de día claro y despejado y noche en calma, son sacrificados a cambio de intentar percibir, vislumbrar lo que intuimos que la oscuridad tapa, disimula: una oscuridad más auténtica.

La literatura apareció en mi guante como un raudo torbellino de Noruega.

Mi padre reaccionó de forma simétrica a como sabemos que reaccionó el de Kafka cuando su hijo le entregó la carta: “Déjala en mi mesita de noche, y ya la leeré.”

En aquella mesita de mi padre se quedó por unos días la carta que nunca leyó mi padre o, al menos, no dio jamás signo alguno de haberla leído. A veces me acuerdo de ella, pienso en ella, pienso en la mesita paterna donde quedó abandonada mi carta. Y doy mil vueltas a ella, como si aún existiera la mesita, lo que es bien improbable, porque la perdí de vista cuando murió mi padre y vendimos la casa con todos los muebles, lo que no impide que recuerde algo que es obvio, pero que me divierte resaltar: que algo que no está físicamente en el mundo (me consta que la mesita fue descuartizada) pueda estar ahí en mi cabeza todavía, al igual que también la frase “Déjala en mi mesita de noche, y ya la leeré”.

¿Qué puede haber que no esté en mi cabeza? No sé si, como sospecho, la pregunta es de Wittgenstein. El caso es que la pregunta está en mi cabeza, como lo está también la retirada completa de aquella ira que me produjo la reacción paterna ante la carta que le di escrita por otro.

Ya hace tiempo que me pregunto por qué mi padre habría tenido que leer aquella carta que un hijo, que no era yo, le había enviado a un padre, que no era él. Creo que, con su instintivo gesto de relativa indiferencia, mi padre –maravillosa paradoja– me abrió el camino para que me esforzara a la hora de convertirme en escritor, lo que iba a reportarme a la larga la ventaja de, tras un largo camino, saber que solo hay una verdad dividida y que, por tanto, nada que no fuera completamente verdad podía ser verdad.

¿Qué puede haber que no esté en mi cabeza? Lo que seguro que está en ella es que voy construyendo, en paralelo a esa kafkiana autobiografía que va escribiendo mi narrador, una verdad dividida que va contando la breve historia de mis primeros escarceos con la obra de Kafka; contactos sin los cuales mi narrador no habría podido crear la obra kafkiana que le atribuyo.

En los días en los que me tuteló a distancia la sombra de la Carta al padre, ni tan siquiera entraba en mi cabeza preguntarme quién había sido aquel escritor llamado Kafka y en consecuencia aún menos intuir que, detrás de aquel apellido, podía estar vibrando la totalidad (tan inalcanzable, por otra parte) de una obra de gran profundidad.

Por el diario que llevaba a los diecisiete años y que abandoné a los veinte, el concepto de “Totalidad” llamó mi atención el día en que un amigo me pasó dos libros, que aún conservo: El desierto de los tártaros (narración absolutamente kafkiana de Dino Buzzati) y Textos póstumos, de Kafka.

En esos Póstumos estaba el magma textual que conformó el ciclo Descripción de una lucha. Y en uno de los textos que lo componían, uno que, años después, sabría que era de 1907, encontré estas líneas: “¡Cuente de una vez esas historias! Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo, del principio al fin. Menos no pienso escuchar, se lo digo desde ahora. Es el conjunto lo que me fascina.”

Lo que choca no es lo monstruoso, sino su evidencia. Y la Totalidad es monstruosa, de dinosaurio puro. Y la prueba es que, un día, desperté de un sueño y descubrí que seguía teniendo a mi lado, a modo de enigmática continuidad sigilosa, una gigantesca sombra herbívora de cuello tan largo que parecía acercarme a una hasta entonces para mí lejana idea de “Totalidad total” (ese adjetivo “total” es bien naíf, pero hay que entender que fue con ese término que califiqué, en mi diario, a la Totalidad. Como puede observarse, nunca dejó de haber mucho humor en el prekafkianismo).

“La narración salió de mí como un verdadero parto, cubierta de suciedad y de mucosidades” (Kafka, 11 de febrero de 1913).

Sustituyamos “narración” por “investigación” y, sin carga alguna, nos haremos cargo de que la investigación sobre la vida y obra de Kafka, la viví como si se tratara de un verdadero parto, con la suciedad y las mucosidades propias del caos y enredo que ha significado siempre ir lentamente acercándose a una escritura que, a partir de un momento, intuimos que va a cambiarnos la vida, aunque no tardamos en ver que ese cambio nos llevará a un viaje muy largo, inmenso, “por fortuna, verdaderamente inmenso”, como leemos al final del extraordinario cuento de Kafka “La partida”, aquel en el que describe cómo un caballerocoloca él mismo una silla a su caballo y lo monta para disponerse a salir al exterior y, en el momento en el que va a partir, su sirviente le pregunta adónde va. No lo sé, dice, simplemente lejos de aquí, siempre lejos de aquí, solo así podré llegar a mi meta. ¿Así que sabe usted cuál es su meta?, pregunta el sirviente. Sí, responde, acabo de decirlo. Lejos-de-aquí, esa es mi meta.

Hoy sabemos –invito al lector a averiguarlo por su cuenta– que Weg-von-hier (‘Lejos-de-aquí’) es un lugar que respira la máxima extrañeza que puede darse en cualquier lejanía, por cerca que se encuentre esta.

El caos y el enredo en el acercamiento al único habitante de Weg-von-hier fue para mí bien especial, pues cuanto más me acercaba, más me sucedía lo que le ocurre al caminante de El castillo, al que “la calle principal de la aldea no conducía hacia el cerro del castillo; tan solo se acercaba a él; y luego, como si lo hiciese adrede, doblaba, y si bien no se alejaba del castillo, tampoco llegaba a aproximársele”.

Es la clase de movimiento –se transparenta, sin ir más lejos, en “La partida” precisamente– que ayuda a sintetizar lo que es imposible resumir: la obra de alguien que parece complacerse en perseguir la meta teniendo noticia al mismo tiempo de su total inaccesibilidad.

Hasta que un día, en esa complicada aproximación, todo cambió cuando di con un libro sobre Kafka de carácter divulgativo. Lo había escrito un poeta que era literalmente un maestro de literatura, un maestro de verdad, Luis Izquierdo (Barcelona, 1936-2016), que publicó Conocer Kafka y su obra en una colección divulgativa de cultura de las que surgieron con la democracia. Aquel librito, que hoy forma parte de mi breve colección de libros destrozados (de tanto haberlos leído y estudiado), cambió especialmente el ritmo de mi acercamiento a la obra de Kafka.

Fue en ese libro donde encontré, entre otros muchos, un atajo que contenía una perla que, ante los estériles debates de hoy en día sobre la autoficción, la no ficción y la necesaria (sic) sinceridad en un relato auténtico (sic), me veo impulsado a transcribir, por si las palabras de Izquierdo mejoran el panorama: “Atento al corazón de los hombres, y al suyo propio en primer lugar como campo de experimentación, el don extraordinario de Kafka es la capacidad de sintonizar con el proceso colectivo a través de una subjetividad llevada al extremo.”

Ayer verbena.
Franz Kafka, 9 de diciembre de 1917.

También esencial es Jordi Llovet en la microhistoria de mi prekafkianismo. Pero me rueda la cabeza después de la noche de verbena de ayer y he ido a la cocina en busca de un vaso de agua, confiando en que, a lo largo del breve trayecto casero, surja alguna imagen desde la que arrancar el relato infinito de la influencia de Llovet en todo lo que he ido leyendo de Kafka.

Arrancar, tal es ahora mismo mi meta. Pero me doy cuenta de que Llovet y su sabiduría sobre la obra no se acaban nunca, por lo que no voy a poder abarcar el relato de su influencia en mis primeros pasos literarios. Había pensado adentrarme en un terreno ignoto que iba a llamar La Parte de Llovet, como la podría haber llamado Roberto Bolaño. A los dos, a Llovet y Bolaño, los recuerdo en la terraza de un bar de Blanes hablando entre ellos. La conversación giraba en torno al origen del nombre Lautaro, que viene del araucano, de un ave andina que se caracteriza por su gran velocidad y que es de origen mapuche y se ha utilizado tradicionalmente en los pueblos nativos de Chile y Argentina.

Sigo sin saber por dónde empezar La Parte de Llovet cuando, como tengo por costumbre por las mañanas si quiero sentir una repentina pulsión de escritura, abro al azar un libro –¿Por qué hacen eso? de Francisco González– en el que encuentro unas palabras de Thomas de Quincey que afirman que “todos los grandes misterios suelen entrañar doble, triple, y hasta cuádruple interpretación; cada una encierra crípticamente otra”.

En el caso de Los pájaros, de Hitchcock, que es el misterio del que se ocupa González, no sería de extrañar, escribe este, que el enigma que Hitchcock ofreció a los espectadores admitiera también varias interpretaciones, encajadas unas en otras, como muñecas rusas, tal vez guardando asimismo el origen secreto de su sentido…

Ahí está, me digo, el interés que me movió siempre (al principio de una forma muy instintiva) hacia la obra de Kafka: el origen secreto del kafkianismo. Me veo siempre en una sala de espera aguardando a ver, leer, algo más de él.

Pienso en la noche en la que me atreví a involucrar a Kafka en un libro mío que titulé previamente Hijos sin hijos. Y también en el origen de ese libro, encontrado casualmente ayer. El origen, los preparativos de Hijos sin hijos –entre ellos un conmovedor recorte de periódico en el que se veía, de niñas, a las tres hermanas de Kafka– estaban guardados en un libro comprado el 10 de junio de 1992: Padres e hijos, de Franz Kafka, edición de Jordi Llovet en Anagrama.

De pronto, vi con claridad el origen –que había olvidado– de Hijos sin hijos, el conjunto de relatos que escribí a finales del 92 y publiqué en el 93. En ese libro pretendí contar “una muy singular y heterodoxa breve Historia de España de los últimos 41 años”, es decir, historias que habían ocurrido de 1951 al 1992 (desde la huelga de tranvías antifranquistas del 51 en Barcelona al año de las Olimpiadas, el 92, en esa misma ciudad).

Hijos sin hijos tenía de personajes centrales a personas que no deseaban descendencia alguna, seres a los que su propia naturaleza alejaba de la sociedad y que, en contra de lo que pueda pensarse, no necesitaban ninguna ayuda, pues si querían seguir siendo de verdad solo podían alimentarse de sí mismos: personas que se habían inventado una especie de indiferencia distante que les permitía no estar ligadas a la realidad, sino por un hilo invisible como el de la araña, pues todas parecían sintonizar con Kafka en su búsqueda de un refugio que en la mayoría de los casos localizaban en la escritura, habitualmente en un lugar con perspectiva de sótano.

La actividad literaria de Kafka entendida como liberación y redención personal ante los acosos de la vida familiar y el aburrimiento de su actividad como abogado. La Carta al padre una vez más resulta muy explícita al respecto: “En cierto modo, me sentía a salvo escribiendo, podía respirar; la repulsión que, como es natural, sentías también hacia mis escritos, me resultaba excepcionalmente bienvenida. Mi vanidad, mi orgullo, se resentían…”

Sin este fragmento de Llovet subrayado en rojo en mi ejemplar de su edición de Padres e hijos, no existiría Hijos sin hijos. Hoy puedo decir que fue fundamental en mi vida, lo que es decir poco, porque en realidad me salvó la vida. A las pruebas me remito: uno de los cuentos de mi libro, “El paseo repentino”, es una desviación de la Carta al padre de Kafka, pero desde un punto de vista no kafkiano. Quería ahí tan solo explicar que en toda mi vida jamás he dejado de ser un estudiante eterno, perpetuo, siempre en vela. Un estudiante que no descansa, que desconoce la fatiga que da el estudio en un país como España que aparece en Hijos sin hijos, en aquel hoy ya lejano libro, como una tierra baldía y desheredada, sin demasiado (ningún) futuro, casi yerma (de hecho, estéril por completo), muerta para la gracia de la vida, hasta el punto de que se veía aparecer en el libro la sombra de eso que Jorge Guillén, en carta a Pedro Salinas, llamó “la realidad modesta de España”.

Lo que después pasó, lo que ocurrió, tras la superación del estado hipnótico de mis primeros contactos con Kafka, ya es otra historia, otra etapa, la de la posterior y lenta profundización en su obra. Y en esa nueva etapa del camino kafkiano, como diría el propio Kafka, no hay nada que acortar, es ya un camino interminable, y en él cada uno aplica su propia vara de medir infantil: “Cierto, todavía tienes que recorrer esta vara del camino, se te tendrá en cuenta y no serás olvidado.” Este aforismo de Zürau procede de un consejo simplón que le dio a Felice Bauer, a la que recomendó evitar la costumbre de masticar terrones de azúcar, porque “el camino hacia las alturas es infinito”.

En carta a Milena, tras los aforismos de Zürau, el motivo había ganado claramente en profundidad: “Es ciertamente un atisbo, pero solo un atisbo a lo largo del camino, y el camino es interminable.”

Camino, atisbos. Kafka nos recuerda que el instante decisivo del desarrollo humano es interminable, perpetuo. Y por eso, nos dice, tienen razón los movimientos revolucionarios del espíritu que declaran nulo todo lo anterior, “puesto que todavía no ha pasado nada”.

Pero ¿qué podría o debería pasar para que pasara algo? Hay momentos de la vida de Kafka –esa vida en la que, salvo que él indirectamente la relatara, parecía que no pasaba nada– en los que, después de leerlos tantas y tantas veces, uno cree que los ha vivido. Es el caso de los últimos cinco segundos de la vida de Kafka en este mundo. Sanatorio de Kierling. Habiéndose apartado el médico de la cama para limpiar una jeringa, Kafka le pidió que no se fuera. El médico le dijo: “No, no me voy.” Entonces, él replicó: “Yo me voy.” ~

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