Fotografía: Aloma Rodríguez

Entrevista a Antonio Muñoz Molina. “Esta época está obsesionada con el prestigio de lo incesantemente nuevo”

En Un andar solitario entre la gente (Seix Barral, 2018) Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) ha construido una especie de collage: un libro abierto, singular y libre sobre el caminar y las ciudades, sobre la observación y el monólogo íntimo, y al mismo tiempo sobre los mensajes publicitarios y el ritmo acelerado, un homenaje a una tradición literaria y una especie de autorretrato oblicuo.
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Un elemento de Un andar solitario entre la gente es la idea del registro, de recoger lo que uno ve con muchos instrumentos diferentes.

Me gusta la idea de dejar constancia, de atrapar, de preservar. El libro durante mucho tiempo no era un libro, sino una especie de manía. Partía de la idea de querer guardarlo todo. A veces, cuando vuelves tras una ausencia larga, encuentras en el bolsillo un billete de metro o cosas que no recuerdas. Los testimonios impresos de las cosas me atraen mucho. Hace poco encontré en una chaqueta antigua un recibo de una compra que había hecho en Nueva York en marzo del año pasado. De pronto veo que había comprado unas cervezas y pan un día concreto a las 16:20. Eso tiene mucha fuerza. Son cosas que luego fosilizan. La fotografía tiene que ver con eso, es preservar un instante por el solo hecho de ser un instante. Hice un capítulo con el personaje un poco fantasmal que atraviesa el libro, imaginé que el personaje conseguía un trabajo como recogedor y clasificador de hojas otoñales. Era una especie de locura del registro, igual que querer registrar las voces de la gente. Cuando me ponía a transcribir lo que había grabado, encontraba unas cosas, unos pasos, un gorrión, alguien que pasa y dice algo. Estaba la necesidad de fijar las cosas, de hacer una especie de arqueología instantánea.

Dice que escribía sin un plan fijo. ¿Cuándo se dio cuenta de que tenía un libro?

Fue llegando. Empezó con descubrir algo evidente, la sobreabundancia de voces y mensajes. El simple hecho de cortar un mensaje y pegarlo le da una fuerza completamente nueva. Yuxtaponer esos mensajes creaba un ritmo de hip-hop. Yo llenaba páginas y páginas de mensajes publicitarios muy cortos. “Entra ahora.” Al juntarlo y leerlo veías que había un ritmo convulso, el ritmo convulso del capitalismo que te incita continuamente a comprar. Es asombrosa la cantidad de mensajes. Cerca de mi casa hay un letrero en un supermercado que dice: “Entra y descubrirás los ingredientes para la vida”. Parece el letrero de un templo griego. Ves cómo el lenguaje ha sido totalmente colonizado, banalizado y abducido pero tiene su fuerza propia y cuando lo sacas ves esa energía inusitada. Y es la gran tradición del siglo XX. La primera vez que leí el Ulises me impresionó cómo se intercala la narración con letreros comerciales, cuando Bloom y Dedalus se encuentran en la redacción. Lo ves en Benjamin, en Picasso, con sus collages cubistas de trozos de periódicos. Por otro lado, tras páginas y páginas fui quitando, porque la simple acumulación lleva al tedio, hay que seleccionar con mucho cuidado.

El libro se relaciona, por un lado, con la literatura del XIX que contaba la vida en la ciudad: Baudelaire, “El hombre de la multitud” de Poe, narradores estadounidenses. Y también con una corriente más del XX que mostraba la fragmentación, la superposición…

Cuando te ves empujado a eso caes en la cuenta de que trabajas en una tradición. Leía Calle de dirección única, un libro que siempre me ha impresionado mucho. La idea de que cada capítulo tenga un encabezamiento publicitario viene de ahí. Muchas veces los encabezamientos tienen que ver con el texto, pero otras no. Como cuando vas por la calle y la publicidad interfiere, como un elemento perturbador.

Emplea una segunda persona que interpela al narrador pero también al lector.

La publicidad en francés y en portugués es más respetuosa, te habla de usted. En español te habla de tú. “Tú eres el centro de nuestras atenciones.” O el de la lotería, que aparece varias veces: “Tú, sí, tú, puedes ser millonario”. Todos los mensajes parecen dirigidos a ti. Todos esos mensajes están señalándote con el dedo. “La playa entera solo para ti.” ¿Cómo? “Queremos que tu vida sea no sé qué…” No hay sitio que mires donde no haya una pantalla, no hay lugar donde no haya un mensaje que parezca dirigido a ti. Es una cosa un poco paranoica.

Hay una veta paranoica en el libro en general. Aparecen titulares de noticias siniestras, listas de fenómenos con un aire acelerado, casi apocalíptico.

Reflejan el mundo histérico en el que estamos. Empecé a fijarme en la reiteración de las noticias sobre payasos, o en bromas sobre el terrorismo islámico. Una noticia de unos idiotas en Alcobendas, que en un cine tiraron una mochila y dijeron “Alá es grande” durante una película. O esos alemanes en una playa en Cataluña. Recogía esos materiales y los ponía tal cual. O esos poemas que hago solo a base de titulares alarmantes. Siguen saliendo. Ayer había uno que decía “El miedo a la fiebre amarilla paraliza São Paulo”. Parece ciencia ficción apocalíptica.

Es un libro sobre la ciudad pero también es sobre las mudanzas. El núcleo del libro es un traslado.

Yo no tenía ningún proyecto, lo único que hacía era apuntar tonterías, notas breves sobre cosas que me pasaban. De algún modo es como un diario. A las ocho, ya me estaban echando de mi casa. Estos obreros de la mudanza que son como una brigada, con sus walkie-talkies. De pronto me encontré en un hotel en mi propia ciudad, algo rarísimo. Es tu ciudad pero en un hotel: una sensación un poco turbia.

La mudanza también propicia el azar, el encuentro casual con el pasado. Se vuelca un cajón y encuentra cosas de su padre.

Estaba empezando a corregir una novela casi completa pero me dejé llevar por esto. Lo atractivo era que no tenía que pensar, que hacer nada. No tenía que inventar una estructura. Me echan de casa y me voy a un hotel porque todavía no está mi casa. Me voy a Mallorca, y ahí me pasaron esas cosas que cuento. Cuando estamos esperando que vengan a recogernos, en la terminal hay un señor en una silla de ruedas con una bolsa de plástico llena de hielo y una botella de champán y dos copas de plástico. Y había una mujer con un cartel que decía “the love of my life”. Se retrasaba quien tenía que recogernos y me quedé mirando. Llegó una mujer y se lanzó sobre el paralítico, se sentó en sus rodillas y prácticamente echaron un polvo ahí. Y, mientras, la mujer estaba allí esperando y no iba nadie y al final se quedó sola. Es decir: la literatura es contradictoria, pero las historias están ahí. Es un libro abierto. Cuando lo acabas está cerrado pero aquí está la idea de los libros que no son libros, de que llegan a serlo por casualidad, que se han quedado sin terminar. Como El libro del desasosiego. O El spleen de París, o los libros de Benjamin, o los ensayos de Simone Weil que a menudo son libros de aluvión, recopilados por editores.

También es un libro sobre el oficio. Habla mucho del dinero, de lo que cobraban los artistas por su trabajo, de que aunque aumentaran las tiradas no tenían derechos de autor, de hacer cosas con las manos.

Es una de las preguntas del libro: ¿Qué significa el trabajo en un mundo de fantasmagorías digitales? Hay una celebración de lo que se hace con las manos, que forma parte de la psique humana. Nuestro conocimiento no es solo visual o abstracto. Si tú dibujas el dibujo te hace mirar mejor. Hablaba del placer en el cuaderno, en el material. Aquello que se toca se comprende mejor. Igual que un cuadro, que pesa, que tiene pigmentos encima, hay esa necesidad de arraigo en lo material. En lo material del oficio, en los procesos materiales.

También con los otros. Al final se dice que un cuerpo que está solo, sin otros cuerpos, tiene un elemento de esterilidad. Los sentidos son muy importantes en el libro: la vista, el oído, pero también el olfato.

Hablo del tacto, de los olores. Hay un capítulo que salió de un anuncio, el de Idealista que dice “Dibuja dónde quieres vivir”. Dibuja a la persona amada con tu dedo. Y el dibujo se convierte en una caricia.

Habla de lo que le gustaría dibujar, del día a día del pintor.

Sí, hablo, podríamos decir, del ejemplo heroico de los artistas. Nació de una conversación con Juan Genovés. Un hombre que en ese momento tenía ochenta años te cuenta la alegría con la que se levanta. Le pregunté: “¿En qué has cambiado desde que eras joven?” Me dijo: “En que no tengo miedo de nada. El cuadro no me sale, pues hago otro. No le gusta a un crítico, pues bueno, qué se le va a hacer, ya le gustará a otro.” Me gusta esa libertad. Como la de Torres García u otros.

En su obra siempre es importante la mitología literaria (o musical o artística). Y eso convive con un creciente acercamiento a la realidad. En los últimos años ha escrito sobre la Guerra Civil, ha publicado Todo lo que era sólido, que era un ensayo. Como la sombra que se va también era un libro muy anclado en la realidad.

Tengo mitologías muy poderosas. Hay escritores o artistas que amo apasionadamente. Para mí son héroes. No tengo límites para la admiración que siento hacia Henry James o Fernando Pessoa. Es gente que leo y amo apasionadamente. Y creo que eso se nota, cuando hablo de Baudelaire, que se queda esa noche en vela y calcula el dinero que ha ganado a lo largo de su vida y ve que es una mierda. Tiene el peligro de lo que Onetti llamaba la literatosis. Esa pasión literaria no ha disminuido sino que crece, pero hay una pasión también por el registro de lo real. Entre otras cosas porque estos artistas te enseñan a mirar lo real. La fuerza de un gran artista es que te enseña a mirar lo real. Sales de la exposición de Ed Van der Elsken y te fijas más en las cosas. Lees el Ulises y sales queriendo fijarte. Esos libros tan literarios son también libros muy materiales. Me interesa el amor por el arte como relato y testimonio de lo real: es algo cognitivo y no decorativo. El arte puede parecer decorativo para nosotros, que somos privilegiados. Pero para un nativo del Amazonas que talla una piedra no lo es. Tiene que haber algo muy poderoso para que sociedades de subsistencia tengan a parte de sus miembros dedicados a eso, formando parte de una tradición que dura milenios. El arte tiene un valor cognitivo, biológico. Hasta los más ignorantes están influidos por las representaciones artísticas. Puede que no estés influido por Madame Bovary sino por Operación Triunfo, pero la cosa es la misma.

Usted es un narrador pero también ha asumido una función de intelectual. ¿Cómo se relacionan las dos cosas?

Todo tiene que ver con el deseo o el impulso de dar cuenta de las cosas, de responder en un sentido literal a las cosas. La realidad te despierta una respuesta. La diferencia, en buena medida, tiene que ver con la velocidad, con la inmediatez. Haces una entrada de diario o una crónica en el periódico y estás respondiendo. El tiempo de respuesta de la ficción es más largo. Por eso es raro que haya muy buenas novelas sobre asuntos estrictamente contemporáneos. Las novelas exigen tiempo de maceración, de filtración. El ensayo está hecho sobre la marcha y es parte de su virtud, como un sketch de dibujo. La novela requiere tiempo de construcción, de formación interior más lenta. Pero el trabajo es el mismo: respondes a la incitación del mundo.

El cine también tiene esa función de registro de una época. Ahí se combina con la fotografía. Las películas de Berlanga o Ferreri te cuentan un momento.

Pero lo cuentan mejor las de Mariano Ozores. Una buena película es algo muy personal, responde al mundo del autor. Para saber cómo era España a principios de los setenta tienes No desearás al vecino del quinto y El espíritu de la colmena. No desearás… es mucho más representativa: es la ventaja de la mala literatura y del mal arte. Y luego lo que nos interesa cambia: recuerdo una exposición del Metropolitan donde te contaban el 1900 desde el punto de vista de la época. Lo que era importante para ellos no era lo importante para nosotros. El gran arte es excepcional, precisamente por su originalidad. El gran arte siempre es un malentendido histórico: es lo que queda como muestra representativa pero es una excepción. Velázquez era excepcional. La pintura española del siglo XVII era una cosa horrenda, siniestra, de vírgenes con los ojos vueltos y angelitos. Velázquez era un talento excepcional, pero tenía también la ventaja de que trabajaba exclusivamente para el rey y no para frailes. En 1906 Las señoritas de Aviñón estaban en el estudio de Picasso enrolladas, nadie quería verlas. Lo excepcional es lo que queda, pero lo excepcional no es representativo, es siempre un malentendido. Lorca era una excepción, es mucho más representativo Muñoz Seca.

Hace poco Víctor Lapuente decía: no sabemos si en el futuro habrá pantallas de plasma o teléfonos móviles, pero sillas y mesas seguramente sí.

Esta es una época obsesionada con el prestigio de lo incesantemente nuevo. Las cosas no pueden ser incesantemente nuevas. Miguel Milà dice: “clásico es lo que no puede ser mejorado”. La coacción de lo nuevo es muy interesante: a menudo es perfectamente pagada y no inocente. Tenemos el papanatismo de lo nuevo. Prefieres morir o que te digan que has robado en un orfanato antes que quedarte atrás. En esta época, la omnipresencia de la tecnología de la comunicación se parece a cuando en los años cincuenta llegó la celebración del coche, que encarnaba la modernidad. Eran campañas de promoción, pagadas. Está estudiado, por ejemplo, cómo se desmanteló la red de transporte público de Los Ángeles a finales de los años veinte. Los fabricantes de coches y las compañías petrolíferas deciden desacreditar el tranvía y el transporte público. Se decía que el coche era la libertad, que el tranvía era una cosa obsoleta. Todo el mundo tenía que someterse a lo nuevo. Me apasiona la historia de Jane Jacobs. A finales de los años cincuenta ella vivía al lado de Washington Square Park, donde llevaba a los niños. Era la época de los grandes proyectos urbanísticos “lecorbusianos”, que defendían la idea de que las funciones de la ciudad deben estar separadas, de que la comunicación es el coche. Esto sirve en Minnesota. El jefe de obras públicas de la ciudad de Nueva York, Robert Moses, quería crear una superautopista que conectara los dos márgenes de Manhattan encima del Soho y del Village. Toda la ortodoxia urbanística estaba de acuerdo. Y llega esta señora, un ama de casa, y dice: “Esto es un disparate.” Y ella, prácticamente sola, empezó el movimiento de recuperación del patrimonio de las ciudades. La ciudad por la que se camina, por la que se pasea, parecía una antigualla. ¡Le Corbusier era como Pol Pot! Cuando Francia cayó ante los nazis él se presentó ante Pétain. Era de esa clase de arquitectos que necesitan tiranos. Las cosas muchas veces parecen anacrónicas o rancias, pero por el papanatismo y los intereses. Ahora mismo estamos en una entrega a las tecnologías de la comunicación parecida a la que había con el coche en otra época. Esa ranciedad es de vanguardia. Es más racional ir caminando o ir en bicicleta que ir en coche. Y yo uso los aparatos como todo el mundo.

Lo deambulatorio es uno de los temas del libro: está en el título y es incluso una teoría artística.

Caminar es uno de los placeres de la vida. Me puse contento cuando se me ocurrió esa parte final con esa larga caminata hacia el Bronx, hacia la casa de Poe. Atraviesas una ciudad como puedes atravesar Nueva York y es como si recorrieras el mundo. Quería registrarlo todo, hacía fotos, copiaba carteles, esos carteles mexicanos y de comida.

Es el retrato de un mundo posmoderno pero los instrumentos y los referentes son modernos, o modernistas en el sentido anglosajón. Los pensadores de los que habla pertenecen a esa tradición, no a una corriente más posmoderna.

Yo me considero moderno, modernista en ese sentido. Mi escuela, mi tradición, es esa. Mis modelos son los grandes modernistas y sus antepasados. La pintura de la vanguardia de los años veinte y treinta, y lo que había antes. Joyce y Proust y Woolf y Conrad. Soy un moderno. En estética y en política. También en la distinción entre la realidad y la ficción. A mis alumnos, cuando defendían que la diferencia entre las dos no importaba, les decía: imagina que llegas a casa y ves una carta de amor de tu pareja a otra persona. ¿Te importa que sea una carta real o un juego literario? Claro que importa.

También podría ser moderna, más que posmoderna, su defensa de la socialdemocracia.

Todo el mundo es socialdemócrata, salvo Donald Trump y unos cuantos. Todo el mundo si se pone malo prefiere tener un buen hospital público al que acudir, o pasear sin tener que recurrir a guardias privados. Es un término muy curioso porque la misma palabra la puedes usar para definir o para insultar desde posiciones extremas. Yo soy socialdemócrata, algo tan preciso como ser de Jaén. Mi proyecto político es la preservación de las libertades individuales, la igualdad ante la ley, la protección social. Esto es una cosa que se explica en un folio. No hay poesía. No hay espacio para los gases mentales. No que mi pueblo recupere su grandeza. No, que las personas tengan el derecho a la iniciativa privada y unas protecciones fundamentales. Que no haya corrupción, que haya transparencia. El término es útil porque tanto desde la izquierda como desde la derecha para insultarte te llaman socialdemócrata… Parece como rancio, como lo último.

Un andar solitario entre la gente también tiene más humor y un espíritu más lúdico que otros libros suyos.

Tiene que ver con una desenvoltura, con partes humorísticas. Hay veces que los poemas –un género que no había publicado antes– tienen un componente humorístico. Escribo: “Un policía se atrinchera en un restaurante de Alcobendas”, y en el último verso: “Se pega un tiro el policía atrincherado en un restaurante chino de Alcobendas.” Pobre, claro. También esto tiene que ver con que durante mucho tiempo no fuera un libro. No tenía la menor idea de hacia dónde podía ir eso, ni si iba a dar a algún sitio. Era como un desahogo. Y por otra parte también hay cosas horribles.

Aparece la violación de la manada, en una “bárbara fiesta española”. También hablaba de esas fiestas y de cómo la derecha y la izquierda habían impulsado la folclorización en Todo lo que era sólido.

Sí, cuando la brutalidad es identitaria parece que no molesta a nadie.

Uno de los desafíos de la escritura sobre la realidad es el retrato de la intimidad. Aquí es emocionante y pudoroso al mismo tiempo.

Quieres retratar el ruido del mundo y el horror pero también te vas encontrando la belleza. En el proceso de tomar notas lo encuentras todo. En un mundo así hay una necesidad urgente de encontrar refugio. Y los refugios son el amor, el silencio, el trabajo artístico. Cuando veo una literatura que solo es de negación me provoca recelo porque no me la creo. Piensa en los Cahiers de Cioran, un libro de aluvión. Ahí la desesperación es a veces hasta cómica, pero de pronto se pone a escuchar a Bach o se pone a dar un paseo por el campo y entra en éxtasis. Y el propio hecho de escribir tan bien como escribe él es una negación del nihilismo. Me gusta mucho un momento de “Los muertos” en el que el protagonista, Gabriel, piensa en su intimidad con su mujer. Había momentos secretos en su vida que resplandecían como relámpagos, se dice: hay la evidencia de una plenitud y por otro lado el pudor de lo que tiene que ser protegido. Es caminar por un filo muy estrecho. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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