Entrevista a Ernesto Castro: “Para ser fieles a la realidad histórica tenemos que cambiar las palabras”

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El filósofo Ernesto Castro (Madrid, 1990) lleva más de una década subiendo sus clases y conferencias a su canal de YouTube, donde tiene más de 150.000 suscriptores. Además de su faceta de divulgador en redes, es profesor de estética en la Universidad Autónoma de Madrid y ha publicado ensayos filosóficos y políticos, novelas y poesía. En esta conversación habla de sus referentes intelectuales, de política y redes, de Gustavo Bueno, de libertad, de cultura de la cancelación…

Eres un enemigo declarado de la especialización.

Cito mucho el Prólogo para alemanes de Ortega y Gasset, donde dice que “Si los alemanes supieran lo que es ser filósofo en España, que consiste en ser confesor por las mañanas, literato por las tardes, consejero del príncipe por la noche y torero a todas horas, se caerían de espaldas.” Y termina diciendo: “No sé si esa polipragmosine, esa pluralidad de actividades, es buena o mala.” Desde luego en el ámbito no solo español sino católico en general estamos acostumbrados a estas figuras de autoridad que hablan de lo divino y de lo humano. Es una característica del espacio público mediterráneo, por decirlo de alguna manera. Es la idea del ágora donde interviene todo el mundo, pero donde hay también rangos retóricos y discursivos. Y sigue preservándose esa figura pública intelectual en Italia, España, Francia o México. El intelectual, por definición, si sobrevive, aunque sea como caricatura, es aquel que puede intervenir en varias disciplinas, que teniendo algún tipo de especialidad académica o libresca, desde ahí se proyecta a otras dimensiones.

En España, con el surgimiento de los politólogos hace una década, empezó a cuestionarse esa figura.

Los especialistas son absolutamente necesarios. Yo puedo leer los Textos herméticos porque hay especialistas que han desenterrado esos textos del desierto, los han transcrito, los han traducido, han comprobado la datación. Obviamente, se necesita también una labor integradora que permita salir de la idiocia especializada, en el sentido etimológico de la palabra. Los idiotas son los que se ocupan tan solo de lo suyo. Ahora parece que el idiota es el que se ocupa de lo público. Es una curiosa inversión del término. Si la idiocia en Grecia suponía tan solo ocuparse de lo suyo, aparentemente el idiota contemporáneo es el que descuida su vida privada para entregarse a causas muy nobles, de las cuales no tiene ni idea. Es quien hoy opina sobre la inteligencia artificial, mañana de Ucrania, pasado de Israel, con muy buenas intenciones, pero con nula información. Está claro que si no hay una vocación de servicio público o de intervención o de convencimiento, esos saberes que uno ha acumulado no son más que estampitas. El economista Paul Samuelson decía que lo que no eran matemáticas era coleccionismo de cromos. Si estás en la academia en una disciplina no matematizada, necesitas unos principios morales que guíen tu investigación y divulgación.

A pesar de que tienes casi una decena de libros, eres un gran defensor de la divulgación oral, en YouTube, y vas a muchos podcasts. ¿Es porque crees que llegas a más gente así? ¿O es una defensa de la idea clásica del maestro oral?

Simplemente realizaba un conjunto de conferencias y de clases como parte de mi trabajo en la universidad y a ellas faltaba mucha gente. Entonces empecé a grabarlas y me resultaba mucho más fácil subirlas a YouTube que dar la brasa con newsletters o listas de correo. Mi canal es un archivo de lo que he ido haciendo, pero no he producido nada directamente para YouTube. De los seiscientos vídeos que hay colgados, casi todos son vídeos de actos públicos y conferencias. Me parecía una pérdida de recursos y de tiempo prepararme una conferencia para una sola ocasión y que no quedara debidamente registrada.

Hemos vivido una década muy filosófica, en el sentido de que hemos debatido mucho sobre el significado de conceptos y su uso en el debate público: si se puede hablar de fascismo para definir la extrema derecha, qué significa ser mujer, guerras culturales en las que nos arrojamos conceptos y disputamos sus significados.

Pero eso ha sido así siempre. Lo que tiene de novedoso es que buena parte de esa agitación se ha producido en un entorno digital donde las palabras valen más que los actos. Se crean tormentas que duran horas y, en el mejor de los casos, días, y a continuación son olvidadas para volver a surgir cíclicamente. Entonces, hay una especie de eterno retorno del meme… y del memo. Cada 12 de octubre se debate sobre la idea de hispanidad, cada 8 de marzo se plantea la cuestión de qué es ser mujer, y así con las diversas festividades. Igual que había antes un calendario religioso que obligaba a ayunar o a comer o a festejar, ahora es lo mismo pero con ciertos conceptos.

También ha habido una batalla muy clara por la autodenominación de determinados grupos, sobre todo en el plano sexual o de género.

El siglo XXI empezó de una manera muy pesimista en términos filosóficos, con una especie de continuación de la posmodernidad. Pero ha mostrado una creatividad intelectual bastante interesante. Yo me especialicé con una tesis doctoral sobre el realismo poscontinental, que ha hecho emerger un montón de corrientes en política, en estética, en ética, en ontología, en epistemología: los nuevos feminismos materialistas, el xenofeminismo, el ciberfeminismo, el aceleracionismo, etc. Son corrientes muy del presente. Por ejemplo, el debate sobre si se debe recordar o no el nombre muerto de una persona trans, si uno se lo toma en serio, en realidad está planteando qué derecho tiene el presente de modificar el pasado. Y si tiene sentido hablar, por ejemplo, de la clase proletaria en Roma, porque claro, el concepto de proletariado para nosotros ya está completamente teñido de teoría marxista. Para ser fieles a la realidad histórica tenemos que cambiar las palabras. Y es más, tampoco los que viven en el presente tienen un derecho omnímodo para autodenominarse, que es el problema también de la autodeterminación historiográfica, si se quiere decir así: nosotros podemos creer estar viviendo en la época poscovid y quizá dentro de cien años se piense que no, que lo más importante de nuestra época no fue el covid sino la inteligencia artificial. No sabemos realmente desde el presente cuáles son los hechos cruciales con los que se va a escribir la historia en el futuro.

¿Estamos obsesionados con leer nuestra época? Hay agoreros, pero también hay escépticos que cuando alguien alerta de algunos cambios radicales suelen decir: esa preocupación ya existía. Si hay preocupación con la inteligencia artificial, responden: de la radio también decían que acabaría con todo, de la imprenta también decían que acabaría con todo.

Es un fenómeno obviamente pendular, los apocalípticos y los integrados. Están los porsiempristas, que piensan que esto ha sido siempre así, y los presentistas, que viven a la espera del último gran evento. Yo seguía muchos canales de divulgación científica y dejé de hacerlo porque eran canales de periodismo científico donde no se estaba divulgando otra cosa más que el advenimiento de la gran singularidad, que puede consistir en la dominación robótica total, en la colonización de Marte o en el descubrimiento de la cura contra la muerte y el establecimiento de la vida eterna.

Las ansias y las aspiraciones son las de siempre, pero los adminículos, las técnicas con las que se satisfacen, van cambiando y obviamente se deben analizar.

Está extendida la idea de que tiene que pasar cierto tiempo para poder identificar lo que nos está ocurriendo.

Sí, pero, por ejemplo, en todos los ensayos que se escribían sobre la Transición en directo estaban ya los tópicos que conocemos, tanto la idea del pacto entre caballeros como la idea de la traición de las élites. En general la imagen que tenemos de clásicos del pensamiento y de la literatura y del arte no es tan alejada de lo que se pensaba en su momento de ellos. Los tópicos sobre Kafka como hombre atormentado ya se construyeron en vida de Kafka.

Hay una especie de boom editorial e intelectual sobre la atención: se habla de la economía de la atención, de que estamos perdiendo la capacidad de concentración por culpa de las redes. Y surgen de nuevo agoreros y escépticos; estos últimos recuerdan que Sócrates ya pronosticaba que perderíamos la memoria con la escritura.

Si precisamente me he alejado este año de toda la quincallería digital es porque sí estoy de acuerdo en que probablemente no hay un salto cualitativo, pero sí un incremento cuantitativo muy fuerte de los inputs que recibes al día. El cerebro humano no está acostumbrado a eso, quizá se llegue a acostumbrar y se produzca un cambio de mentalidad y de pensamiento, pero yo prefiero quedarme en la galaxia Gutenberg o en una galaxia Gutenberg con ciertas actualizaciones. La fragmentación disfórica de las redes sociales, la personalidad múltiple, los sube y bajas paranoico-críticos y maniaco-depresivos que yo he experimentado me parecen bastante peligrosos.

En mis clases a partir de este año he vuelto a un modelo tradicional de tratar de usted y de don a los alumnos. He incluido en el programa docente la abstención del uso de móviles y de ordenadores para recuperar la capacidad de escritura a mano como técnica básica casi de expresión identitaria. Estoy volviendo a escribir a mano. Fuerzo a mis alumnos a que escriban a mano. Si no entienden su letra, creo que hay un problema también ahí de falta de reconocimiento que es muy importante.

Y más que apelar a Sócrates o a Platón para desacreditar los cambios del presente, lo que se debería hacer es una autocrítica de la cultura libresca y reconocer que cualquier externalización del conocimiento en última instancia facilita la posibilidad de conocer, pero también limita los esfuerzos que tenemos que hacer para obtener esa sabiduría. Es decir, vuelve más gratuita y más vaga la obtención del conocimiento y por tanto nos priva en última instancia de la disciplina necesaria para retener la información, estructurarla y articularla no solamente bajo la forma de conocimiento, sino de sabiduría vital. Cuantos menos dispositivos externos hay de externalización de la sabiduría, más poso de autoridad tienes. Por eso la gente experimentada y anciana tiene esa autoridad. En las culturas orales tradicionales, cuando moría un anciano moría una biblioteca con él, moría todo un anecdotario, no solamente propio, sino ajeno.

Un artículo del año pasado en The Atlantic hablaba de la dificultad que tenían muchos estudiantes de humanidades de universidades de élite estadounidenses para leer todos los libros que les asignaban.

Yo no soy pesimista respecto a las generaciones venideras. Cada curso me sorprendo de la capacidad que tienen los alumnos, muy por encima de la que teníamos en nuestro momento. Obviamente me parece que la disponibilidad absoluta de la información destruye la clase media intelectual, es decir, destruye la formación básica a la que aspira la educación pública. El mundo académico ha caído en las redes del elitismo y la meritocracia de una manera salvaje: al que tiene se le dará y al que no tiene lo poco que tiene se le quitará. Toda nuestra educación está orientada hacia la excelencia y la selección de los elegidos. Hay también, por la multiplicidad de canales de información, una guetificación o segmentación (gente que solo está informada sobre música urbana, otros que saben hasta el último detalle de la escolástica del siglo xi), y eso ha destruido la opinión pública común, que se ha reducido a cuatro “muñecos”, saber un poco sobre la guerra de Israel, cuatro famosos y cuatro músicos. Somos todos muy parecidos y superficiales.

La función de la universidad en un contexto de sobreabundancia de información es crear el marco disciplinar donde los alumnos puedan estudiar aquello que no son capaces de estudiar fuera de ese contexto. No somos administradores de conocimiento sino unos ordenadores y disciplinadores. La única razón por la que yo creo que tiene sentido seguir en este tipo de instituciones es porque las personas somos débiles. Si no fuera porque nos obligan a ir a clase y a estudiar y a leer ciertos libros, en nuestra casa a pesar de tener libros gratuitos en internet estaríamos mirando cuántos likes ha recibido nuestra foto en la playa.

En tu novela Perictione o De la libertad, que forma parte de tu trilogía platónica, abordas el concepto de libertad desde varias interpretaciones.

Libertad es uno de esos grandes conceptos, uno de esos grandes significantes vacíos, que decían los lacanianos hace unos años, que inevitablemente van a estar continuamente en disputa, junto con el de democracia. Ha tenido mil definiciones. Aparte de las dos más conocidas, la positiva y la negativa, también está la contraposición entre los antiguos y los modernos, que a veces se quiere cruzar con esa. También está el concepto cósmico de libertad, la libertad como indeterminación, la moneda que vuela en el aire y que puede caer de una cara o de otra. Pero junto con la indeterminación está también la libertad como autodeterminación, que va más allá de la cuestión de lo positivo y de lo negativo, que es la de la capacidad de darnos reglas a nosotros mismos. Pero claro, el problema ahí es cuál es esa instancia, quién es ese nosotros que se da reglas, si es la comunidad moral, si es la comunidad política, si son los ciudadanos, si es la humanidad en su conjunto, si es el sujeto trascendental. En ese libro básicamente intento articular en modo de correspondencia esos cinco o seis conceptos clásicos de libertad, la positiva, la negativa, la cósmica o matemática de la libertad como indeterminación, la kantiana de la autodeterminación y por último la hegeliana de la libertad como la conciencia de la necesidad.

En las últimas décadas la libertad ha sido un concepto capturado por la derecha, que lo ha convertido en libertad económica o libertad negativa, de no interferencia.

Hay un libro maravilloso que dedica un par de páginas a ese debate, pero en ellas da un rapapolvo a todas las definiciones de libertad, y es El eclipse de la fraternidad, de Antoni Domènech. Dice que el gran concepto olvidado desde la Revolución francesa es el de fraternidad. Es el que permite conciliar libertad e igualdad. Es un concepto que se puede definir de muchas maneras, como caridad cristiana, solidaridad política o social frente a otros. Se puede entender en un sentido más hippie, si se quiere, como hermandad o sororidad entre sujetos que tienen un parecido, ya sea este lingüístico, étnico, político de múltiples maneras. Si no existe esa fraternidad, la igualdad y la libertad van a estar continuamente en conflicto.

Sí que es verdad que una parte del feminismo ha dado la vuelta al debate clásico entre libertad positiva y negativa. Hay feministas que defienden que una es condición de posibilidad de la otra: no puedes tener libertad para hacer algo si no tienes libertad frente a otros. Muchos de los debates sobre el consentimiento, la libertad sexual, la autodeterminación de género tienen que ver con esto.

En una entrevista dijiste que la cultura de la cancelación es más fácil que la cultura de la aceptación. Es más fácil politizarse contra algo que a favor de algo.

Es la idea schmittiana de que la política es la distinción entre el amigo y el enemigo. Al enemigo se le pone siempre en una especie de estado de excepción y no se le aplican las reglas consuetudinarias del juego político. Toda posición política reconoce una especie de adversario legítimo y luego ya un enemigo al que simplemente se le expulsa de la posibilidad de debate. Cuando se utilizan conceptos como extrema izquierda o extrema derecha, en el fondo lo que se está diciendo es que esa gente ya no es adversaria sino enemiga. A esa gente se le debe aplicar el código penal o no deberían ni siquiera existir.

La cultura de la cancelación como pura higiene mental me parece indispensable. Quiero decir, no podemos atender a todo. Entonces, me parece natural que uno privadamente decida cancelar. Lo que me parece más perturbador es que la gente se glorie y se envanezca de ser bloqueado por no sé quién o de haber bloqueado a no sé quién, lo cual indica efectivamente que su identidad es puramente negativa, que no se sostiene sobre ningún valor positivo, sino simplemente en la pura hostilidad. Y eso a su vez indica que ese bando político requiere para su supervivencia a su adversario. Los antifascistas necesitan que existan fascistas. Si no hubiera esa pelea, nunca podrían definirse.

La hegemonía cultural se construye precisamente por una dinámica atrapalotodo y es muy curioso cómo las posiciones políticas más atractivas y mayoritarias son aquellas que ofrecen soluciones globales: uno compra el pack que le indica no solo lo que tiene que votar sino también qué debe leer, qué debe ver, es un modus vivendi. El déficit que tenía la derecha hasta hace unos años era haber entregado buena parte de la cultura y de la producción artística al ámbito de la izquierda. Eso ha cambiado tan salvajemente que ahora parece que es al revés.

En uno de tus vídeos con más visitas de tu canal de YouTube, publicado en 2019, dices: “No ha habido en España otra forma de hacer filosofía en serio durante las últimas décadas que desde el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, a pesar de sus deficiencias.” ¿Sigues estando de acuerdo?

Hubo una época en la que cuando quería pronunciarme sobre un tema consultaba primero qué había dicho Gustavo Bueno. A veces coincidía, a veces no, pero siempre resultaba iluminador. Me devolvió la confianza en la filosofía. Sigo creyendo con él que la filosofía o es sistemática o se convierte en otra cosa, que hay una vocación sistemática inevitable cuando uno se pone a pensar en serio. Bueno forma parte de una tradición española que ha sido despreciada incluso por los propios historiadores del pensamiento español.

Su ventaja como pensador sistemático es que ofrece un pack no solamente de soluciones a cuestiones, sino incluso de doxografía asociada a esas cuestiones. Uno lee un artículo de Gustavo Bueno, sobre cualquier tema, y se encuentra con un repaso exhaustivo de qué se ha dicho sobre ese asunto, clasificado sistemáticamente. Y luego hay una toma de partido, que es algo que se echa en falta muchas veces en la filosofía contemporánea, que se ha reducido a una suerte de historiografía del pensamiento. Para mí sus grandes contribuciones están sobre todo en el campo de la gnoseología, es decir, su teoría del conocimiento, la teoría del cierre categorial, que no se ha discutido tanto porque no tiene mucha pregnancia política. También tiene mucho interés su teoría de las religiones, la teoría del animal divino, que tiene una aplicación al campo de la estética y las artes muy interesante. Tiene una teoría política, su teoría de las capas del Estado, que yo creo que es bastante interesante, la dialéctica de clases de Estados y imperios. Pero los buenistas hoy son sobre todo conocidos por su compromiso con la hispanidad, el hispanismo y la historia de España, y a veces pueden resultar un poco caricaturescos.

Tuvo varias etapas.

En su juventud estuvo próximo a posiciones falangistas. Se rumorea que militó en Falange, pero yo no tengo constancia de ello. Luego, como la mayor parte de los intelectuales próximos a ese ambiente falangista, viró hacia el comunismo, pero hacia un comunismo muy ortodoxo. En sus libros discute directamente el diamat, el materialismo dialéctico, no discute el marxismo heterodoxo. Era muy estatista y muy crítico con los movimientos hippies, maoístas, trotskistas y la izquierda radical de los sesenta y setenta. Y a partir de los años noventa se da cuenta de que el proyecto histórico de la Unión Soviética está obsoleto y entonces ve la posibilidad de una nueva izquierda en el ámbito de habla hispana y es ahí cuando lanza sus últimos textos. Su producción más abundante es desde el año 91 en adelante.

Otro pensador español muy importante en tu formación intelectual fue Alberto Cardín. En un prólogo a su poesía completa, que editó la editorial Ultramarinos en 2016, decías que incluso llegaste a pensar en escribir una biografía sobre él.

Fue precisamente Alberto Cardín quien me llevó hacia Gustavo Bueno. Cardín, como abuelo de la teoría queer, como intelectual gay de derechas que firmó el Manifiesto de los 2.300 contra la inmersión lingüística en Cataluña, me parecía una figura muy singular. Quería hacer un libro sobre él como una especie de contrafigura de la Transición. Era además la época en la que se publicaron libros como El cura y los mandarines de Gregorio Morán. Luego me di cuenta de que no tenía vocación de biógrafo. Pero hablé con mucha gente que me dijo que era una figura espectacular que quedó relegada en una esquina. Tenía sus cartas con Leopoldo María Panero, Élisabeth Roudinesco, Federico Jiménez Losantos, del que era muy buen amigo, Eugenio Trías, Gustavo Bueno…

Me parecía un punky. Se presentó al primer encuentro de la Federación Gay de Cataluña e hizo una apología de Anita Bryant, que era una cantante country que estaba abogando contra el matrimonio homosexual en Estados Unidos. Yo me sentía muy identificado con él por ese tipo de toques polémicos. Pero luego me fui alejando, descubrí la futilidad de ese tipo de provocaciones. Para qué provocar, si la sociedad ya se provoca a sí misma con cualquier tontería.

Cuando surgió Podemos estuviste más o menos cercano al partido. ¿Qué balance haces de esta década?

Mi participación fue menos que testimonial. Desde el comienzo ya me sentí muy enajenado de la repetición machacona de los mantras y los mensajes y me di cuenta de que la labor del ideólogo y del líder de masas es más dura de lo que se piensa. Lo que me movió hacia el 15M era justamente la curiosidad del debate, de la lectura conjunta, de darle vueltas a los temas hasta que se volvían una masa informe. Precisamente se criticaba del 15M que era una asamblea permanente y eso era lo que más me atraía. Nunca comulgué con estas ruedas de molino de los partidos, de las consignas, de los mítines. Me molestan mucho los espacios de aclamación personal. Creo que todo elogio esconde su vituperio y he leído quizá demasiada historia como para saber que los hombres providenciales terminan devorados por la revolución que iniciaron. ~


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