Hace poco me invitaron a tomar parte en la presentaciĆ³n de un libro de 1,700 pĆ”ginas que documenta uno a uno los pasos de Alfonso Reyes por el mundo del “servicio exterior”. Inmediatamente me neguĆ©, pues vi que sobre eso no tenĆa nada que decir (y, desde luego, no me iba a echar las 1,700 pĆ”ginas para tener algo que decir).
En cambio, cuando Julio Trujillo me invitĆ³ a escribir lo que se me antojara sobre el tema “supersticiĆ³n”, aceptĆ© sin pensarlo dos veces; sobre eso tengo mucho que decir. Las supersticiones me fascinan. (LĆ”stima del embarras du choix.)
ĀæY de dĆ³nde me viene la fascinaciĆ³n? ĀæEn quĆ© consiste? TratarĆ© de responder, y asĆ estarĆ© declarando mi “postura” (el lugar en que siento estar), mi Weltanschauung (la idea que tengo de las cosas), mi “punto de vista” (en quĆ© me fijo, quĆ© me atrae mĆ”s).
Mi primer atisbo “filosĆ³fico” sobre la supersticiĆ³n debo haberlo tenido a los ocho o diez aƱos. Me criĆ© en el seno de una familia catĆ³lica. Pero si el caso de mi padre no tenĆa nada de particular, el de mi madre era curioso, porque su padre, don FĆ©lix, viviĆ³ y muriĆ³ ateo, y ateo militante. Nos contaba mi madre que habĆa que esconderse de Ć©l para todo lo que fuera prĆ”ctica religiosa, y que una vez que salĆa de la iglesia con mi abuela, mi abuelo las sorprendiĆ³ in flagranti. Ā”QuĆ© susto! HabĆan ido a confesarse, y esto era una de las bestias negras de mi abuelo. Pero con este recuerdo se trababa el de toda una serie de aventuras en que don FĆ©lix demostraba ser un caballero sin miedo y sin tacha, un verdadero esprit fort. Decirle, por ejemplo, que en las afueras del pueblo habĆa un Ć”nima en pena que arrastraba horrĆsonamente sus cadenas en el arroyo seco, era darle alas para acudir al arroyo. (Y el Ć”nima resultaba ser una mujer traviesa que arrastraba una vaqueta por encima de las piedras del arroyo, sin otra finalidad que asustar a la gente.) A mi abuelo, obviamente, le dolĆa que su mujer se tragara ese cuento de curas, la confesiĆ³n; era, para Ć©l, lo mismo que tragarse los cuentos de aparecidos y de Ć”nimas en pena. Pero el gusto de mi madre por esos recuerdos āseguramente ya “estilizados”ā era indicio de que estaban integrados en su visiĆ³n del mundo. Se transparentaba en ellos la admiraciĆ³n y el cariƱo que le tuvo a su padre, muerto trĆ”gicamente cuando ella era muy joven. Y por fortuna la “religiosidad” que imperĆ³ en mi casa fue la suya (no la de mi padre): nada de milagrerĆas, nada de apariciones del demonio, nada de esos excesos en que suele caer la gente vulgar. (Superstitio quiere decir “exceso”.)
Mi paso por una orden religiosa, de los doce a los 19 aƱos, ampliĆ³ considerablemente el Ć”mbito de mis “atisbos filosĆ³ficos”. A los futuros ministros de Cristo se les inculcan desde el principio ciertas verdades bĆ”sicas: hay que vivir la religiĆ³n de manera “ilustrada”, sin los “primitivismos” del vulgo (ir de rodillas de Peralvillo al Tepeyac, colgarle milagritos a una imagen, etc.), pero no hay que combatir esas cosas sino, por el contrario, darle gracias a Dios de que en el pueblo estĆ© arraigada tamaƱa religiosidad: mientras la haya, estĆ” asegurado el futuro del catolicismo (y de sus ministros).
Ahora bien, a la religiosidad “ilustrada” se llega mediante la lectura. Cada maƱana, durante el desayuno, alguien leĆa en voz alta un libro fomentador de la devociĆ³n a Nuestra SeƱora (habĆa toda una biblioteca “mariana” de donde escoger). Esto fue para mĆ una gran escuela de incredulidad. “Ā”CuĆ”ntas paparruchas!”, pensaba al oĆr por ejemplo lo que en Las glorias de MarĆa decĆa san Alfonso de Liguori (contemporĆ”neo exacto de Voltaire y nativo de NĆ”poles, hervidero clĆ”sico de supersticiones). Me daban ganas de preguntarles a mis compaƱeros: “ĀæUstedes se tragan esto?”, pero nunca lo hice. En fin, como el no creer en una cosa lleva lĆ³gica y casi mecĆ”nicamente a no creer en la siguiente āen el caso “mariano”, lo siguiente fue la Virgen de Guadalupeā, acabĆ© por no creer en nada. A mi paso por una orden religiosa debo, pues, no tan paradĆ³jicamente como podrĆa parecer, la gran fortuna de ser un ateo tan perfecto como mi abuelo, aunque no tan ruidosamente militante. A los 19 aƱos ya estaban abiertas ante mĆ las puertas de la libertad intelectual. (Y no fue Ć©se el Ćŗnico beneficio: allĆ aprendĆ latĆn y griego, allĆ aprendĆ francĆ©s, allĆ aprendĆ a tocar piano.)
Nadie mejor que el ateo total (sobre todo si tiene ideas sobre la historia y la sociedad) para captar y apreciar el fenĆ³meno de las supersticiones. Para mĆ no existe “lo divino”, “lo sobrenatural”, etc., salvo como epĆtetos literarios ocasionales (se desgastan muy aprisa). Borges dio en el clavo cuando dijo que la teologĆa es el summum de la literatura fantĆ”stica. Lo que hacen los teĆ³logos es imponer cierto orden en imaginaciones humanas amontonadas a lo largo de siglos. En tratĆ”ndose sobre todo de Dios (y del Diablo), no hay imaginaciĆ³n humana que sea idĆ©ntica a otra. Pero, aunque la curiosidad y la fuerza imaginativa varĆan enormemente de un ser a otro, hay coincidencias, hay amalgamas. Y hay, finalmente, dogmas. Pensemos en la efervescencia de los primeros siglos de la era cristiana (Ā”no olvidar el alucinante Apocalipsis!); o pensemos en el gran florecimiento de la escolĆ”stica, con las memorables pugnas entre santo TomĆ”s, doctor angelicus, y Escoto, doctor subtilis. A mĆ me encantaba platicar con Antonio GĆ³mez Robledo, hombre ilustrado que en el fondo de su alma guardaba celosamente su zona de irracionalidad, o sea de supersticiĆ³n. “Pero tocayo āle decĆa yoā, ĀæcĆ³mo es posible que usted crea en la SantĆsima Trinidad, fantasĆa de la misma Ćndole que los mitos griegos, o hindĆŗes, o mexicas?” Ćl me respondĆa con mucha animaciĆ³n, y evocaba el concilio de Nicea, etc., pero no contestaba mi pregunta. Si mi tocayo viviera, le darĆa a leer un artĆculo sobre “ciencia y religiĆ³n” que leĆ no hace mucho en el Scientific American. Resulta que prĆ”cticamente todos los cientĆficos actuales no sĆ³lo son ateos, sino que se ven en la necesidad de luchar contra la inercia de supersticiones como la del Dios Creador, que son una soberana lata. (Pero tambiĆ©n resulta que algunos cientĆficos profesan, todavĆa, cierto vago deĆsmo.)
Tan fascinante como el caso de los cientĆficos, o el de GĆ³mez Robledo āo el de ciertos conocidos mĆos que, habiendo tenido una educaciĆ³n universitaria, creen en brujerĆas, o en la influencia de los astros sobre la vida humana, y hasta en el espiritismoā, es el de la gran masa, ajena a la ciencia y a la filosofĆa. Claro que las razones que aquĆ militan son otras. El campo de las creencias y prĆ”cticas supersticiosas del “pueblo” es vastĆsimo y variadĆsimo, y muy pintoresco. Si yo tuviera tiempo, escribirĆa largamente sobre el asunto. TomarĆa de muchas zonas un gran nĆŗmero de muestras concretas, y las describirĆa y comentarĆa despacio. Esto darĆa un libro de regular tamaƱo, y quizĆ” Ćŗtil, pues no tendrĆa las rejillas que ponen los antropĆ³logos, los sociĆ³logos y demĆ”s especialistas. ComenzarĆa, naturalmente, con las supersticiones de AutlĆ”n de la Grana, mi pueblo: esas venenosĆsimas turicatas (unas como araƱas, segĆŗn creo recordar), esas salamanquesas (unas como lagartijas) que matan sin dar tiempo para decir “Ā”JesĆŗs!”, esos bichos como de vidrio, que si se caen de un Ć”rbol se quiebran en la tierra y se hacen pedacitos, esos tilcuates que, mientras duerme una madre, le maman las tetas y dejan sin leche al bebĆ©; y esa polimorfa familia de las Ć”nimas del purgatorio, desde las muy serias o lĆŗgubres hasta las francamente enloquecidas o chocarreras…
En los aƱos que han transcurrido desde mi infancia he hecho innumerables “adquisiciones”. Por ejemplo, la de dos Santos NiƱos milagrosĆsimos. Uno es el Santo NiƱo Doctor, venerado en la parroquia de Tepeaca (Puebla), donde estuve para verlo. Tiene dos indumentarias: una comĆŗn y corriente, parecida a la del Santo NiƱo de Praga, y otra que es un uniforme de mĆ©dico de hospital (con estetoscopio y maletĆn). La gente hace cola para pasar la mano por el vidrio del tabernĆ”culo y luego sobarse el cuerpo (y sobar a los niƱos chiquitos). El altar estĆ” todo lleno de “milagros” de latĆ³n dorado o plateado: ojos, orejas, piernas, manos, pulmones, corazones.
MĆ”s milagroso aĆŗn es el Santo NiƱo Cieguito. Y mĆ”s conocido tambiĆ©n. Me topĆ© con Ć©l hace cosa de veinte aƱos en un puesto del mercado de San Ćngel. Es un Santo NiƱo ordinario, salvo que donde debĆan estar los ojos hay un hueco, de donde brotan unos discretos chorritos de sangre. El dueƱo del puesto me dijo que era copia del original, venerado en la iglesia de las capuchinas de Puebla. En Puebla oĆ dos explicaciones de la “ceguera”, muy divergentes entre sĆ, y fantĆ”sticas las dos. (AdemĆ”s de “milagros”, este Santo NiƱo tiene, graciosamente, ofrendas de juguetes: cochecitos, personajes de Walt Disney, godzilas, hombres-araƱa…) Ahora bien, unos aƱos despuĆ©s vi que los frailes de otro templo poblano, el de la Merced, habĆan incluido entre las imĆ”genes piadosas (Cristo en la Cruz, Nuestra SeƱora de esto o aquello, san Francisco, san MartĆn de Porres, san Judas Tadeo, el Ćnima Sola, etc.) una copia del Santo NiƱo Cieguito, con su correspondiente cepo para las limosnas. (Me acompaƱaban esa vez dos hermanas mĆas, monjas, que, dueƱas de cierta “ilustraciĆ³n”, se escandalizaron por lo descarado del negocio.)
En sĆ mismas, las supersticiones son un fenĆ³meno natural, universal, e innocuo ademĆ”s. En AutlĆ”n habĆa gente que sabĆa cĆ³mo eliminar ciertas culebras ponzoƱosas: se esconde uno bien y espera el momento en que la culebra va a beber en el arroyo; la culebra debe quitarse los colmillos venenosos cuando bebe, pues de otra manera se envenenarĆa a sĆ misma; se quita, pues, los colmillos, los coloca en una piedra y se echa a beber, momento que uno aprovecha para robarle los colmillos. (Comprendiendo que sin su veneno la vida no vale ya nada, la culebra se suicida: se azota violentamente contra la piedra y queda destrozada.) Ā”QuĆ© innocua fantasĆa, y quĆ© graciosa!
No creo que sea disparate decir que uno de los instintos elementales de la raza humana āal lado de los de conservaciĆ³n y reproducciĆ³n, entremezclado quizĆ” con ellosā es la imaginaciĆ³n. De allĆ surgen los sueƱos. De allĆ las supersticiones: el Unicornio, el FĆ©nix, las sabandijas de vidrio. De allĆ las concepciones del mundo que giran en torno a un Zeus o un JehovĆ”.
Pero, justamente por elemental, por simple, la imaginaciĆ³n creadora se presta a ser estimulada y manipulada. La historia de la mujer que arrastra un cuero curtido por las piedras del arroyo me gusta por ser tan gratuita: la mujer no busca ningĆŗn medro personal; simplemente se divierte. Pero lo del NiƱo Cieguito ya es otra cosa. La supersticiĆ³n se impone aquĆ desde fuera, desde arriba, de manera no gratuita, sino interesada y programada. Y esto puede llevar a extremos peligrosos. El dĆa menos pensado pueden escucharse declaraciones parecidas a la siguiente: “Yo me imagino un Dios compuesto de tres personas distintas; tĆŗ te imaginas un Dios que no es asĆ; por lo tanto, Ā”a la hoguera contigo!” El fanatismo es un monstruo horrible, y siempre en acecho.
De ahĆ que siempre haya habido esos “hĆ©roes culturales” que luchan contra las supersticiones. La astrologĆa era cosa corriente en la Roma de Horacio, y habĆa una amiga suya, LeucĆ³noe, que no meneaba un pie sin consultar a los astros. “Te torturas continuamente āle dice Horacioā, y eso no es vida. Por tu propio bien, renuncia a semejantes tonterĆas. Coge lo que buenamente te trae cada dĆa (Carpe diem), y ya”. Luciano de SamĆ³sata peleĆ³ contra toda clase de creencias de su tiempo y lo hizo con mucha gracia. (Gregorio Mayans y Siscar, erudito espaƱol del siglo XVIII, dice que Luciano es el mejor de los escritores satĆricos y burlescos, pero que es peligroso leerlo: puede inducir a la impiedad y al ateĆsmo.) Pensemos en Lutero y Erasmo, en Montaigne y Cervantes. Pensemos en la intrĆ©pida sor Juana. Pensemos en la importancia de Voltaire y la EncyclopĆ©die para la concepciĆ³n moderna del mundo. Pensemos en el providencial fray Benito JerĆ³nimo Feijoo, tan abochornado por el atraso cultural de EspaƱa y sus dominios en el siglo XVIII, que dedicĆ³ la vida a combatir las supersticiones, la milagrerĆa y todos los demĆ”s “errores comunes”.
Siempre harĆ”n falta esos paladines. Un caso fascinante es el del seƱor Schulemburg, que siendo abad de la basĆlica de Guadalupe declara que las apariciones de la Virgen a Juan Diego no son sino leyenda. (Estoy seguro de que muchos miembros del clero mexicano sienten lo mismo que Ć©l, pero Ā”quĆ© esperanzas de que lo declaren!) Por lo demĆ”s, la desmitificaciĆ³n es tarea lenta; no puede hacerse de golpe, sino paso a paso. Las supersticiones son muy tenaces. Su fuerza de adherencia es enorme. Hay que tallar y mĆ”s tallar para quitarlas. Pero sobre esto āy sobre la relatividad del concepto de “supersticiĆ³n”ā hay mucho que decir, y el espacio se me acaba. –