Entrevista a Everardo González. “El porqué de las imágenes es lo que tenemos que discutir en esta época”

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La obra de Everardo González (Fort Collins, Colorado, 1971) ha sobresalido en el cine mexicano por su solidez y variedad. Comenzó su filmografía con La canción del pulque (2003), un ejercicio escolar sobre las canciones machistas alrededor de una bebida cuyo consumo en ese momento alcanzaba niveles mínimos. En 2007 filmó el documental Los ladrones viejos, en el que contaba la historia y ética de algunos ladrones en activo durante los años setenta y ochenta, en contraste con ciertas figuras políticas –como Echeverría, López Portillo, Durazo, Salinas– que no fueron o no han sido procesados. En El cielo abierto (2011) su foco fue la guerra civil de El Salvador y la figura de monseñor Óscar Arnulfo Romero, un personaje que cambia de bando, asesinado por el ejército al final de la homilía en una pequeña capilla de un hospital para enfermos terminales en San Salvador, en 1980. Cuates de Australia (2011) supuso un nuevo registro y una aproximación poética y pulida a una comunidad que sobrevive en el desierto de Coahuila. Podría considerarse su primera obra de madurez. En 2016 indagó en El Paso los riesgos del periodismo en tiempos del narcoestado mexicano; su línea narrativa fue la vida de reporteros que se han exiliado del país. Su documental más reciente, La libertad del diablo (2017), lo confirma como una de las voces más importantes del cine mexicano. La película, una cruda meditación sobre la violencia en México durante la última década, apela a la responsabilidad compartida a través de testimonios de víctimas y perpetradores.

Su obra muestra una gran variedad de intereses. ¿Cómo ha elegido sus temas en el pasado y cómo lo eligió en La libertad del diablo?

Por una imagen y por recuerdos. La canción del pulque fue una película para hablar de la lírica de la música que oía de niño, de la misoginia y la violencia de género de ida y vuelta, no solo la que va de los hombres hacia las mujeres. Además habla de la desaparición del pulque y de la migración. Como una buena ópera prima tiene un chingo de cosas metidas. Llegué a Los ladrones viejos porque conocí una escuela de ladrones por azar, siempre me gustó cómo estos transgreden el orden, sumado a mi fascinación por la novela policiaca y la nota roja. En otro momento, haciendo un programa de televisión, me contaron la historia de un lago en el que, cuando llega la sequía, bebían un coyote, un venado, una vaca, un caballo, campesinos y vaqueros al mismo tiempo. Nunca vi algo parecido pero tal imagen se me pegó y en torno a ella hice Cuates de Australia. Para La libertad del diablo primero vino la máscara, algo que soñé o vi, no recuerdo bien. Sabía que iba a impactar fuertemente.

Los temas vienen así, por puro azar. Muchos parten de una imagen en particular y hurgo en ella. Es como empezar a construir a partir de una fotografía.

¿Qué proceso atiende con mayor detalle al momento de hacer una película?

¿El rodaje, el montaje?

Le doy mucho valor al montaje, que es la etapa en que realmente hay una escritura. Yo no parto de guiones preconcebidos, trabajo un poco con lo que encuentro. Nunca regreso a filmar más, intento construir con el material grabado. Cada película pide un método distinto. Hay algunas en las que se puede hacer más escritura en el momento, porque hay más tiempo de observación, las ideas se materializan mejor y puedes incluso construir una secuencia completa sabiendo cómo se editará. A veces no se puede. Cuando la película es de testimonio uno depende de lo que recibió del otro y, posteriormente, empieza a detonar ideas de por dónde se puede construir.

Cada vez me entrometo menos en el montaje, doy una línea y permito la interpretación del editor para hacer el trabajo. El rodaje es más vivencial, pero en la mesa de montaje el compromiso es con una película y no con la experiencia de vida. No importa si te costó harto trabajo o si padeciste mucho, lo que dicta es la película. La edición quizá es más compleja porque no hay vuelta atrás, las decisiones que se tomen pueden lograr una gran película o una muy mala. En el rodaje siempre está la esperanza de que si algo no salió pueda volver a suceder. Es instintivo, la cosa sucede, hay que filmarlo. En el montaje las decisiones vienen con más calma, hay más reflexión, tal vez sea el momento más delicado de la película.

¿Le parece importante que haya otras miradas?

Sí, claro. Se comparte la mirada, cosas que uno no ve empiezan a tomar vida ahí. En lo demás, son pequeños fragmentos de realidad que carecen de narrativa. Esos son los rushes, tienen un valor documental, pero no necesariamente narrativo y a mí me interesa mucho lo narrativo.

¿Qué papel juega la etapa de investigación?

En ella pongo atención en los elementos dramáticos. Por ejemplo, durante la investigación para El cielo abierto descubrí que Romero es un personaje trágico que sabe que será asesinado. Entonces la película que podría haber sido sobre la historia de Centroamérica se convierte en la historia de un hombre que sabe que lo matarán. Ahí empieza a jugar la narrativa. En la investigación uno comienza a detectar las posibilidades dramáticas, narrativas y de construcción de los personajes. No investigo para convertirme en especialista de un tema, sino para identificar los ingredientes para hacer la película, para leerlos de ese modo.

¿Qué evolución reconoce en su manera de hacer películas, desde La canción del pulque hasta La libertad del diablo?

La primera película siempre es muy inconsciente, muy libre. No tiene concesiones, tampoco respaldo. No hay expectativas de nadie, solo al director le interesa que se realice. Para mí La canción del pulque fue la gran escuela de lo que podía ser el documental en cuestiones formales: el trabajo con el tiempo y el espacio, cómo construir con el montaje un momento que represente lo real, sin recurrir a la recreación; o la reconstrucción de hechos a partir del montaje, una condición básica y, para algunos, obsoleta del cine. Fue también mi primera lección respecto a lo narrativo.

Pero lo que más me enseñó fue la relevancia que tienen los otros como posibilidad para hacer películas. El proceso me hizo pensar en las cuestiones éticas del género documental, el asunto de la verdad o la mentira en pantalla. El resultado de esa reflexión es La libertad del diablo. En eso han devenido un poco mis disertaciones, mis posicionamientos éticos, en el coqueteo con los cruces o los límites y la condición de verdad para el espectador que puede tener o no una película. La libertad del diablo es una pieza que se apropia de elementos teatrales, narrativos, para acercarse apenas a la verdad. No sé si se logre, pero es un ejercicio. Para llegar a esto pasaron muchas cosas, desde la concepción del montaje, la relación con el otro, los otros. El proceso de hacer pelícu- las ha ido madurando, se ha ido complejizando, pero también ha perdido cierta inocencia. Esa parte, que no se disfruta tanto, es inevitable. Así construyes el oficio.

¿Cómo definiría la verdad?

Pues como Hegel y todos la definen: como algo absoluto. Como cineasta, me pregunto si la verdad es algo que el documental puede emular o si es un valor que el espectador le atribuye a la película. El caso del documental es claro: en ocasiones se le considera como una herramienta de denuncia porque es verdadera, y yo tengo dudas profundas al respecto. En un documental hay construcción narrativa, decisiones formales y estéticas, etcétera. En La libertad del diablo intenté la parcialidad del punto de vista, a partir del uso de máscaras. Estas revelan mucho, permiten la libertad de testimonio. El ser humano cambia de manera notable frente a una cámara o un interlocutor, se hace evidente cómo alguien se reinterpreta a sí mismo. Frente a un espejo oculta mucho de lo que es en verdad. La libertad del diablo juega con el espejo y con las posibilidades de la verdad desde el rodaje mismo, no solo en la interpretación del espectador. Esa era la necesidad que tuve para hacer la película.

De ahí que eligiera el uso de máscaras neutras…

Me interesaba que fueran neutras y que permitieran una mirada franca hacia el espectador. Creo en esa inocencia, fragilidad o vulnerabilidad del espectador de la que hablan autores como Abbas Kiarostami. El espectador que considera real lo sucedido en la pantalla. Esa convención ha hecho que el documental se vuelva incluso una herramienta de propaganda muy poderosa, una función con la que estoy totalmente en desacuerdo. La libertad del diablo me brindaba la posibilidad de poner en juego esos elementos, de encontrar notas de verdad en algo que sabemos que solo puede ser emulado. No sé hasta qué punto se logre, pero para mí ese es el valor de la película.

¿Cómo trabajó con los personajes?

En Cuates de Australia o Los ladrones viejos se puede inferir cierta interacción previa con quienes después se volverían parte de la película. No parece que La libertad del diablo tuviera el mismo proceso.

Por protocolos de seguridad no establecimos contactos previos y había que resolver algunos encuentros de manera inmediata. Durante el proceso fui entendiendo que el documental me pedía improvisar en el momento. Hubo poca oportunidad de entender a profundidad al otro, de conocerlo o incluso de juzgarlo. Hice preguntas breves y di mucho tiempo de reflexión antes de cada respuesta. También se generó un espacio teatral que permitiera a los entrevistados cierta sensación de soledad frente a la cámara, frente al espejo. Fue un ejercicio de introspección. Usamos una cámara medio oculta detrás de una tela negra y quien interrogaba no era necesariamente visible. Eso permitía al otro sentir que estaba solo frente a su propia imagen. El uso de espejos, de un telón negro, de la máscara, propició que los entrevistados hablaran de sí mismos en tercera persona.

¿Solo hubo primeras tomas?

¿No hubo ensayos?

Sí. Para mí ese es el verdadero talento de un documentalista: lograr la emoción del otro en una sola oportunidad. Se está hablando de temas muy sensibles. Hacerle recordar a una madre el día que desenterró a sus hijos es algo que no quieres que se repita, no solo por ella, también por ti. Ahí el oficio juega a favor. Algo que obtienes por hacer películas con seres humanos comunes, con gente sin discursos preconstruidos, es que se sorprenden con las preguntas. Es difícil sacar de su retórica a alguien que tiene su discurso ya muy hecho. Pasa mucho con aquellas víctimas que tienen un discurso aprendido, porque se trata también de una causa política. Por eso había que hacerles otras preguntas: las posibilidades de compasión, la necesidad de venganza. Son preguntas que escarban en sus lados oscuros y habría que hacerlas una sola vez, porque no puedes estar cuestionando al otro, no tienes derecho a hacerlo. Sirvió tener un equipo más crecido en edad y en horas de vuelo, que sabe bien lo que está haciendo. Un sonidista que entiende que no puede cortar la emoción, una fotógrafa convencida de que la estética no es lo más relevante, que no se asusta por la contención del plano…

¿Llevaba un guion más o menos establecido o se dejó llevar por lo que fuera surgiendo?

Tenía claro de qué temas quería hablar, pero sucede como en las conversaciones: llevas más o menos una línea temática –hablé mucho con Daniela Rea acerca del eje temático–, pero siempre hay cosas que te sorprenden y tienes que improvisar. Por ejemplo, nunca imaginé que alguien fuera capaz de confesarme lo que es jalar el gatillo contra un niño. No lo tenía en el guion, pero cuando ocurre entonces hay que cuestionar sobre eso. Tampoco estaba preparado para que un hombre me dijera que decidió tomar la justicia por propia mano y ahí es en donde hay que estar alerta. Por eso es importante un fotógrafo atento a lo que pasa y un director que sí mire a los ojos a los entrevistados; la concentración diluida provoca que no interrumpas cuando sea necesario hacerlo. Nunca pensé que le preguntaría a alguien que ha tenido a la muerte tan cerca cómo se imagina que morirá y no dejar que se vaya hacia otro lado sino interrumpirlo para hablar de lo que necesito que hable. Es un juego, a veces hay que platicar de lo que el otro necesita, pero también de lo que la película exige. Sin embargo, no es lo mismo conversar con una persona obediente, de formación castrense, que entiende solo órdenes verticales, que hablar con la dulzura indispensable a una madre de desaparecidos o a unas adolescentes. El oficio es algo chingón porque no se llega rápido a él. Es como hacerse viejo.

Para intercalar los testimonios y marcar ciertos silencios la película presenta vistas panorámicas de paisajes desolados. ¿Por qué acudió a este recurso?

Mi primer corte tenía muchas más imágenes de esas. Quería hacer una serie de retratos o registros de la realidad usando también el ejercicio teatral, pero generando algo que para mí sucede mucho en México: escenarios en donde la tragedia está a punto de ocurrir o va a ocurrir pronto. Eso nos llevó a reflexionar acerca de cómo en nuestra sociedad la cotidianidad está trastocada aunque no nos hemos dado cuenta; cómo muchas imágenes tienen un sentido terrible, fatídico, para nosotros. Un auto estacionado en la carretera es algo que nos puede aterrar ahora y quizá hace veinte años no; una obra negra no es solamente ya una obra negra para nuestra mirada. Cuando era niño me metía a las obras negras, difícilmente hoy me acercaría o permitiría que mi hijo entrara a un lugar que probablemente sea un picadero o una casa de seguridad. La película apela también a eso, a cómo se ha trastocado lo cotidiano. En esas escenas no necesariamente pasa algo terrible, pero se genera una sensación inquietante gracias a la atmósfera sonora y el tratamiento de imagen.

Aunque de pronto, un auto en llamas…

Sí, hay eso. Pero es un auto en llamas, no necesariamente un elemento trágico ni perturbador. Para nosotros lo es, pero es un coche en llamas. Se queman por muchas razones, ¿no?

La libertad del diablo nos obliga a repensarnos desde una posición de corresponsabilidad. En ese sentido, los testimonios nos interpelan. Como realizador, ¿qué piensa de la responsabilidad individual y de la llamada función social del artista?

Me asumo como corresponsable. Soy, por ejemplo, un consumidor de la violencia en pantalla y también he mirado a otro lado. Yo también me sentí impactado cuando los entrevistados me miraron a los ojos, lo que les pasa a los espectadores no es muy distinto de lo que me pasó a mí, pues no les pedí a unos actores que interpretaran un papel. También a mí me miraron a los ojos. Y yo parto siempre de eso: de que si yo no soy capaz de experimentarlo, difícilmente lo va a experimentar un espectador. No es una premisa, es solo una interpretación de lo que sentía mientras me hablaban e interpelaban con “¿tú qué estás haciendo?”. A veces siento que hablo poco.

¿Qué debo hacer? Probablemente seguir haciendo este tipo de cine. Es la parte que puedo aportar, pero es poco. También creo que no podemos hacer mucho más. Como sociedad estamos medio incapacitados para transformar la situación, porque nos hemos formado mal de generación en generación o porque estamos saturados y mirar a otro lado se ha vuelto nuestro mecanismo de defensa. Yo no puedo juzgar a aquel que dice: “No quiero enterarme de esto.” Sé que no quiere saber porque le lastima. No se puede vivir aterrado. Han logrado que vivamos con miedo. No sé cómo podemos salir de ese laberinto. Por eso la película no ofrece muchas soluciones y es de alguna manera pesimista. Hay poca luz, ¿no?

En algún momento uno de los personajes se despoja de la máscara. En otra entrevista comentó que lo hizo a petición suya, ¿por qué, sabía en ese momento que esa sería la escena final?

Supe que era la escena final cuando sucedió, no cuando le pedí a mi entrevistada que se quitara la máscara. Fue una lavada de cara mía porque cargaba mucho con lo que estaba haciendo: quitando el nombre y el rostro a las víctimas en un país que exige darles rostro y nombre. De alguna manera sentía que necesitaba ofrecer un rostro. Cuando sucedió fue muy impactante: la dulzura del rostro de esa mujer, su belleza que contrastaba con la máscara o lo doloroso de su mirada. Por supuesto, cuando se presenta, el acto adquiere muchos significados.

Es una de las maravillas del cine: a veces uno filma cosas sin otorgarles ningún significado, pero este, o estos, llegan a través de la construcción narrativa. Con la mujer lo entendí, solo aquel que pierde todo es capaz de ser compasivo. Esa mujer lo perdió todo, hasta el miedo, por eso se desprende del resto. Pero esos son significados que fui encontrando después en esa imagen. Pedirle que mostrara el rostro fue una decisión casi instintiva, una necesidad egoísta, pero cuando sucedió supe que tenía el final de la película y que iba a ser impactante.

Después vinieron las decisiones técnicas: que el sonido percutiera en el pecho mientras eso sucedía, que resultara incómodo sostenerle la mirada. Apelé a la vergüenza del otro, fue la misma que yo sentí. No hago ficciones porque no tengo la capacidad de construir esas historias. Suceden cuando me doy cuenta de que existieron y ya están ahí.

El que nos muestre su rostro es una forma de abandonar la posición pasiva de víctima. Después de perderlo todo, la mujer parece haber ganado el poder de interpelarnos.

Es una historia que sí concluye, porque ella incluso es capaz de mirar el rostro de quienes asesinaron a sus hijos. Es cabrón lo que le pasó a esta mujer, por eso gente como ella tiene una opinión congruente. Cuando ella dice “les tengo compasión”, sí le creo. Y a la niña que quiere vengarse también le creo.

¿Qué desafíos ha enfrentado en los quince años de hacer cine en México?

El desafío mayor sigue siendo llegar al público. Creo que el arte en general es un nicho, el arte popular es otra cosa y no es difícil que todo el mundo pueda hacer arte popular o acceder a él. Pero en un momento donde la cultura y las artes no son masivas es muy difícil que lo que yo haga alcance un público numeroso, bajo el contexto de una sociedad de hiperconsumo. No sé si hoy podría existir un Bresson, un Pasolini o un Fellini –que apeló, es cierto, a lo popular–, pero sería imposible que existieran como fenómeno masivo o de reconocimiento internacional como en su tiempo. Por otro lado, la multiplicidad de pantallas hace que cada quien elija lo que quiere ver. El principal reto es hacer que nuestro trabajo sea visto por mucha más gente. Se pensó que internet sería la solución, pero la red no es tan democrática como se piensa ni está disponible para todos. Los festivales cobraron un rol muy importante porque gracias a ellos tu trabajo es visible para gente que quiere verlo.

¿Qué piensa de que, a pesar de involucrar el trabajo de muchas personas, se sigue viendo a las películas como obras de un solo autor?

El cine sigue siendo jerárquico. Pero sucede algo interesante: no se le reconoce a un fotógrafo si no es a través de una gran película. Hay extraordinarios fotógrafos que no han hecho una película que los catapulte, y lo mismo aplica para el editor, el sonidista. Cuando una película funciona, todo el equipo sale ganando. Yo procuro trabajar con autores que, desde su disciplina, interpreten lo que me interesa que interpreten. Por eso soy muy flexible con las decisiones estéticas; aunque, por supuesto, intervengo si estas no funcionan. Veo a todos como intérpretes que aportan una visión autoral y que arriesgan, no como meros ejecutantes. Es chingón dirigirlos, es saber que tienes un trombonista extraordinario y que hay una partitura, pero que esto es como el jazz, abierto a la interpretación libre aunque después se regrese a la partitura.

¿Qué opinión tiene sobre la formación cinematográfica? En particular en un contexto, como el mexicano, en el que pocos pueden ingresar a una escuela de cine.

La escuela es básica, porque brinda un espacio de reflexión y discusión. Probablemente hoy día ya no sea tan relevante enseñar el uso de la tecnología, como antes. La formación –por lo menos la comunidad que se da en la formación– permite discutir. El porqué de las imágenes es lo que tenemos que discutir en esta época: las cuestiones éticas, filosóficas, estéticas, el tratamiento, la narrativa, el sonido, la relación crítica con la realidad. La reflexión sobre lo que se hace es lo que distingue al autor. Que las universidades y las escuelas sean espacios de discusión para este tipo de aspectos no lleva a los estudiantes a ser necesariamente mejores cineastas, pero sí a ser más conscientes y responsables con la obra que quieran construir. Hay una gran responsabilidad, sobre todo en un país como México que necesita más bolillos que películas. El estado de resistencia que, por fortuna, todavía tiene este país obliga al director a no ser un mero ocurrente. ~

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(Oaxaca, 1981) es editor, crítico y gestor cultural. Coedita actualmente Fruta Bomba. Colabora desde 2013 con el Campamento Audiovisual Itinerante, pro- yecto de formación cinematográfica en Oaxaca.


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