Fotografía: Adriana Merchán

Entrevista a Manuel Arias Maldonado. “Se puede ser racionalista en política y romántico en la vida privada”

Con La democracia sentimental (Página Indómita), Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) ha escrito un libro herramienta: una reflexión iluminadora sobre la relación entre la política y los afectos, sobre los límites de la racionalidad y nuestra adhesión sentimental a determinadas ideas y posiciones, y una defensa de las sociedades abiertas y de una razón consciente de sus limitaciones. Recoge descubrimientos e ideas de muchas disciplinas y aspira a mostrar la complejidad. “La tarea intelectual consiste en reemplazar las categorías excluyentes por las gradaciones”, escribe.
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La victoria de Donald Trump hace pensar en muchas de las ideas de La democracia sentimental.

Se dijo que los grandes periódicos iban a derrotar a las redes sociales y la televisión. Pero ha sucedido al revés: un candidato que parece modelado para el tertulianismo y las redes se ha llevado la victoria con todos los medios de comunicación tradicionales en contra. Es el triunfo del lenguaje directo, literal, sobre la ironía y el matiz: la victoria del Sistema 1 sobre el Sistema 2, en los términos de Kahneman, o la derrota de los argumentos a manos de las puras percepciones. Por otro lado, el propio Trump ha dicho que es el portavoz de la ira en tiempos de crisis. Lo dice de una manera que parece sacada de Sloterdijk, cuando el filósofo alemán habla de “bancos de ira” que esperan gestor. El populismo es sin duda un eficaz cosechador de sentimientos negativos, que sin embargo no logra canalizar hacia ninguna parte después de la victoria. Y ello porque ahí late también una esperanza –un sentimiento positivo– que solo puede ser defraudada.

Ha sido una campaña polarizada y agresiva.

Eso nos habla también de un tribalismo que enfrenta de manera irreconciliable dos universos morales capaces de proporcionar un fuerte sentido de pertenencia e identidad, con sus correspondientes recompensas afectivas. Y también una influencia destacable del orden “sensacional”. Se contraponen dos candidatos con carisma y estilos de lo más dispar. Trump conectaba, Clinton no. Y esa “conexión”, una identificación o adhesión emocional antes que racional, trasciende los modelos de elección racional, con su énfasis en incentivos y preferencias asentadas en análisis de coste y beneficio.

La democracia sentimental se te ocurre a partir de la ola de populismos de los últimos años.

Aunque haya una crisis económica o institucional producida por diferentes acontecimientos, queda por explicar por qué la reacción es irracional. Hay que tener cuidado con pensar que el sujeto es más emocional que antes. Parece más bien que se han roto los diques de contención que no dejaban ver esa emocionalidad. A esto lo acompaña la discusión en las ciencias sociales y las neurociencias, el giro afectivo del que hablo al principio. Quería reflexionar sobre cómo puede combatir la democracia liberal pluralista a sus enemigos irracionalistas: si debe volverse emocional, como Obama en campaña aunque no en el cargo. La democracia, igual que es un régimen de opinión, es un régimen afectivo. Tanto sus fundamentos como los estados de ánimo o atmósferas sociales nos empujan a una dirección u otra y ayudan a separar distintos periodos.

La primera parte es la crónica de una especie de asedio: a la idea de racionalidad, de nuestro control sobre nuestras opiniones y percepciones. La neurociencia ha debilitado la confianza en nuestra racionalidad.

Hay una parte del emotivismo que es antiliberal y anticapitalista: se trata de autores que dicen que si los discursos dominantes construyen una subjetividad, la única posibilidad de escapar a la racionalidad del sistema está en la emoción, una emoción concebida como una dimensión preconsciente del sujeto, previa al lenguaje. Ahí se localiza un espacio para la resistencia política, para generar diferencia. Paralelamente, cualquier indagación en los fundamentos afectivos de la subjetividad nos proporciona instrumentos de control (aunque controlar es más difícil de lo que suele decirse). Un impulso crítico con el liberalismo puede acabar reforzando esa idea neopositivista, hiper- racionalista. Esta ambigüedad se ve completada por la investigación neurocientífica, aunque parece que el lenguaje tiene un papel más importante de lo que se señala. Esto desemboca en la idea contemporánea de que las emociones son racionales, adaptativas y tienen una dimensión cognitiva, de que son un elemento del juicio. Es una idea problemática, porque cuando actuamos guiados por la emoción no siempre lo hacemos de acuerdo con nuestros intereses.

Una crítica habitual es que el discurso racional en realidad privilegia a determinados grupos y formas de argumentación. Hay corrientes –el feminismo sería una de ellas– que llegan a la normatividad desde la emotividad.

Ese tema lo abordo al hablar de la deliberación pública. Es la crítica feminista, que ha sido capital en estos asuntos desde los años sesenta. La idea es que el racionalismo excluiría a aquellos sujetos que no se sienten cómodos en ese discurso, tienen otra forma de expresión o están más inclinados hacia el emotivismo. (Plantear que la mujer sería más emocional y menos racional es muy discutible.) Es una tesis atractiva pero tiene difícil aplicación práctica. Una cosa es admitir el papel de las emociones, la presencia, lo simbólico, el carisma o su falta en las conversaciones informales y otra llevarlo a las instituciones, donde parece que hace más daño que otra cosa. El lenguaje racional crea un estándar que pueden compartir todos los interlocutores. Resulta difícil establecer estándares que sirvan para juzgar el saludo, un relato de historia, aunque algunos puedan integrarse fructíferamente de manera simbólica. Para la toma de decisiones formales es poco operativo.

Hay otro elemento importante que es la heteronormatividad: cuáles son las fuentes de nuestra subjetividad. El feminismo, como el comunitarismo, dice que estamos formados desde fuera, no internamente. Esto está muy presente en Norbert Elias. Hay un camino peligroso, que es el del posestructuralismo, que dice que el sujeto no existe, que somos el receptáculo de discursos dominantes, que solo hay lenguaje. Contra eso se rebelan autores como Steven Pinker. De alguna manera se llega a un equilibrio. Poseemos una subjetividad que tiene un cierto grado de innatismo y recibimos influencias, experiencias, ejemplos que no calcamos sino que reorganizamos con mayor o menor sofisticación. Pero, aun así, la pregunta feminista queda en el aire. La única solución es decir que las sociedades pluralistas ofrecen un mayor abanico de formas de vida que sociedades cerradas o no pluralistas. Como dijo Mill, hay que proporcionar la educación suficiente para que el sujeto sea lo más reflexivo posible. Y el progreso que ha experimentado la sociedad occidental liberal en los últimos cincuenta o sesenta años es un testimonio a su favor.

Las emociones son irrefutables.

Nos vemos embargados por la emoción: es una expresión muy gráfica. El sujeto tiene que aspirar al menos a reflexionar ex post sobre su comportamiento emocional, sobre el modo en que determinadas inclinaciones afectivas provocan en él determinadas respuestas. Elster dice que las emociones son tendencias de acción, un empujón que sentimos hacia una determinada conducta. Uno debe ser libre para abandonarse a las emociones en el plano privado. Se puede ser racionalista en política y romántico en la vida privada. Pero eso no es incompatible con una posición más templada en las relaciones con el cuerpo político. Esto lo plantea Kahneman, o Greene cuando habla de moralidad lenta: la conciencia de que experimentamos emociones innegociables en el momento de su ocurrencia no obsta para la deliberación posterior. Hay que aspirar a eso, con la certeza de que no lo conseguiremos siempre.

Eres cauteloso ante la idea de que los descubrimientos de la neurociencia impulsen cambios legislativos.

No sabemos suficiente. Me apoyo en Dennett y en la idea de que el lenguaje tiene autonomía. Equiparar procesos neuronales con estados mentales es equivocado o precipitado. Sartre lo explica bien: una emoción no se evalúa a sí misma, un estado neuronal no equivale a la experiencia subjetiva que cada uno posee de una determinada situación. Ahí reivindico el estatuto epistemológico de otras disciplinas que no son las ciencias naturales: la reflexión moral, la hermenéutica, la literatura son modos de acceso al conocimiento distintos pero no menos válidos (según de lo que hablemos). Hay que tener cuidado con las prescripciones. Dennett defiende que el lenguaje y los símbolos ejercen una gran influencia. El fenómeno Trump es lingüístico. Dice que América es un desastre y la gente se lo cree. Lo político no puede confinarse porque su objeto está en permanente cambio, es muy escurridizo. El lenguaje influye sobre nuestra percepción de manera decisiva. Aunque las emociones tengan un núcleo biológico universal, varían socialmente, determinados contextos culturales refuerzan emociones, aplacan otras. Hay emociones básicas, otras altamente cognitivas, otras culturalmente específicas. Esa variabilidad tiene que ser reconocida como algo social y culturalmente específico.

Otra de las ideas del libro es la ambigüedad de las emociones.

Prácticamente todo fenómeno en la modernidad es ambivalente. El amor a la patria puede tener formas nobles o innobles. La envidia puede transmutarse en deseo de emulación. Las emociones son polimórficas y polisémicas. Esto es importante para evitar una descalificación general. Es algo inestable y las instituciones deben aportar estabilidad. Por eso es inquietante cuando la prensa británica se lanza contra los jueces o cuando en España Podemos ataca el régimen del 78.

Das mucha importancia a la emotividad capitalista.

Sí: el sujeto sensacional, los estímulos que recibe. Se habla de un capitalismo emocional y de un capitalismo artista, del consumidor como último romántico, frente a la crítica de una parte de la escuela de Frankfurt, del gozo que proporciona el capitalismo a sus usuarios. No podemos entender el éxito del capitalismo sin entender ese elemento afectivo, libidinoso, gozoso. Nuestra sociedad no es homogénea ni conformista y el capitalismo ha tenido que ver con ello. Ha generado multitud de mercados, de bienes, muchos con valor simbólico. Producen una amalgama de discursos que luego van al mainstream. Cuando la crítica de arte dice: el capitalismo secuestra a las vanguardias, no está claro quién secuestra a quién. Los reclamos efectivos del capitalismo ejercen su influencia pero su experiencia no es la que los críticos señalan.

¿En qué medida han cambiado las redes sociales nuestra conversación?

Se habla de la democracia posfactual. Pensar que nos hemos convertido en trolls cuando antes éramos sujetos pacíficos es absurdo. Sale a la superficie lo que estaba oculto. Las redes tienen algo inherentemente afectivo. Son un vehículo de expresión, más que de persuasión o deliberación. Rawls dice que en la esfera pública el respeto a las posiciones del otro se basa en un deber de civilidad. ¿Qué pasa si ese deber está ausente? No puedes exigirlo ante los tribunales. Por eso las esferas públicas son formadores de opinión pero no creadores de decisiones directas. El sujeto hace un uso expresivo e irracional; se dice que nos encierra en nichos, cámaras de resonancia, aunque también nos gusta el pugilato. No parece que las redes contribuyan a alcanzar el ideal de esfera pública que soñaron los padres de la Ilustración.

Contribuyen a la fragmentación.

La fragmentación del panorama mediático produce una menor sensación de cohesión social, intensificada en una época de crisis. Tampoco los medios tradicionales son exquisitos. La cuestión es qué diques institucionales se crean para defender a la democracia de sí misma. Esto adopta una tonalidad mucho más agresiva en una época de crisis o incertidumbre, al margen de razones objetivas para ella. Las redes parecen ejercer una influencia negativa en el debate público, pero me cuido mucho de no demonizarlas. No todos los debates son iguales, permiten la formación de comunidades epistémicas, internet proporciona el acceso a una gran cantidad de información. Javier Gomá habla de vulgaridad democrática: es inevitable que una sociedad democrática atraviese periodos de mayor agresividad en el debate público. Más que crear fenómenos nuevos, refuerzan un tribalismo del que parece difícil que nos desprendamos. La función mediadora del líder político es fundamental, pero su incentivo no siempre es ir en esa dirección. Se aprecia un cambio de los años sesenta en adelante, al que quizá la contracultura haya contribuido: ya no hay límites de lo que uno puede decir o hacer, porque ser rebelde, ser antiestablishment, es lo que gusta.

Hablas del romanticismo político, el populismo y el nacionalismo como ideologías o movimientos que tienen un componente afectivo fuerte.

Hay una impugnación común del orden liberal. Se trata de sustituir la comunidad basada en un contrato social racional por otra que une lazos de un carácter más afectivo, el pueblo o la nación. En el caso del romanticismo es un cuerpo de teoría permanentemente descontento con la realidad existente y que quiere construir algo distinto, sin entrar en concreciones. Sería preferible mejorar la política existente, en vez de buscar utopías que ya sabemos dónde conducen. El problema del romanticismo político es que te convierte en un descontento permanente: el enemigo de lo bueno en nombre de lo mejor. Recurre al tremendismo, que tiene mucha fuerza emocional. Pero, si convertimos el debate público en una contienda entre exageraciones, el acuerdo es imposible. Ese componente está presente en el populismo (la armonía final asentada sobre la voluntad general del pueblo y la expulsión de la casta o la oligarquía al mar Mediterráneo) y en el nacionalismo (construirse una nación propia), y está muy relacionado con el tribalismo moral. No hay nada como un enemigo común. Crea lazos internos muy fuertes pero conduce a un debate imposible. Supone la negación del pluralismo y de una sociedad que permite el debate entre posiciones opuestas. Esto lo hace en España Podemos.

A veces la distinción entre nación cívica y nación étnica no es fácil de trazar. Dices que es preferible una comunidad que se imagina como una comunidad cívica.

Los nacionalistas culturales tienen razón cuando dicen: Usted también tiene símbolos. La comunidad política hiperracionalista no existe todavía. No hay un conjunto suficiente de ciudadanos cosmopolitas a quienes no les importe el lugar donde han nacido. La cuestión es cómo trabajas con tus símbolos. Las tesis modernistas dicen que la nación surge en gran medida porque el Estado-nación tiene los instrumentos para crear comunidades imaginadas: escuela, periódicos, museos. Con el afecto que te vincula al lugar al que has nacido puedes hacer muchas cosas. Me parece preferible vivir en una sociedad cuyos valores sean más cívicos que románticos, entre otras cosas para no vivir en una sociedad obsesionada con su identidad. El corte tendría que ver con el uso de los símbolos. Puedes convertir el símbolo, el afecto patriótico nacional, en algo constituvo de la identidad del ciudadano, o usarlo como una especie de pegamento sentimental que no determina la identidad de los ciudadanos (se permite el disenso con respecto a la identidad) y no requiere un uso fuerte de esos símbolos. El contraste entre el empleo de símbolos de algunas comunidades y España en su conjunto es evidente. Pero no conocemos todavía el país que prescinda de los símbolos.

También adviertes de la confusión entre demagogia y populismo.

Es una distinción importante, aunque nuestros representantes políticos no contribuyen a asentarla. Se dice incorrectamente que el populismo es proponer soluciones simples para problemas complejos: eso lo hacen todos los partidos. En una democracia el elemento demagógico está presente, igual que la prensa tiende a ser sensacionalista. El populismo se puede definir como el discurso antielitista en nombre del pueblo soberano. Si no tienes ese componente de invocar un pueblo inocente y virtuoso frente a una élite corrupta, no tienes populismo. Establecer esta distinción es importante para no terminar con la idea estéril de que todos somos populistas.

El populismo tiene un elemento posmoderno.

Tiene algo de descreimiento: todo es una construcción, los significados flotantes. También podemos ver el populismo como un estilo político al servicio de una ideología variable, a no ser que pensemos en ella como en una ideología cuyo único contenido sea la voluntad general.

¿Qué es el agonismo político?

Esta teoría reivindica el empleo de las pasiones políticas. Dice: el consenso es una ilusión, estamos atravesados por diferencias irreconciliables, la democracia permite que no nos matemos, que seamos rivales y no enemigos. El punto de partida del agonismo, y ahí Chantal Mouffe es muy importante, es que vivimos en sociedades adormecidas por el consenso. Y esto, la verdad, no parece el caso. Tiene relación con lo que dice Markus: solo nos abrimos a nueva información cuando experimentamos ansiedad o miedo, la ansiedad es buena. La propuesta en el plano teórico es muy interesante, pero no sabemos cuál es la aplicación institucional. El ciudadano que solo se acerca a la información en situaciones de ansiedad, ¿cuán en serio se toma su derecho al voto, su papel en la vida pública? Ese problema es insoluble. Hay quien dice: quien no esté informado que no vote. Como práctica institucional es imposible, pero me interesa ese llamamiento a tomarse en serio el derecho al voto.

Cuando hablas de la democracia directa, recuerdas el argumento de Sartori: la democracia directa no podría sobrevivir sin ciudadanos ilustrados, la representativa sí.

Los filósofos de la Ilustración minusvaloraron la dificultad de fabricar ciudadanos informados e interesados. Probablemente eran conscientes de que la concepción moderna de la libertad tiene poco que ver con la concepción antigua que incluye un sacrificio por la vida pública. La moderna tiene la ventaja de que si no quieres, no te informas, no te implicas. Esto da ventaja al implicado, al activista, que suele ser más dogmático. En la medida que el ciudadano vota y crea opinión haría bien en preocuparse un poco más por el proceso de formación de sus preferencias políticas. Luego esto es muy difícil, la gente está muy ocupada, elige atajos cognitivos, hace mucha falta mucha sofisticación intelectual para fabricar a ese individuo racional y reflexivo. Aunque también el sujeto reflexivo tiene sus sesgos, ser consciente de ellos marca una diferencia. Las ideologías las producen las élites. Las opiniones públicas son muy plásticas a esa influencia. Si en Cataluña se ha disparado el sentimiento nacionalista con un discurso de élites, en el País Vasco se ha desplomado. Quienes defienden la voluntad general sobrevaloran la capacidad de los ciudadanos para tomar decisiones informadas. Se ha dicho que en las elecciones generales tampoco estamos informados. Pero la diferencia es crucial: entre elegir a quien decide o decidir nosotros mismos. Hay algo preocupante en esta moda de reclamar la voluntad para el pueblo, esa entidad más o menos mítica. Y se sigue reclamando tras un fenómeno como el Brexit, que parece hecho a encargo, sin reconocer que el sujeto tiene muchas influencias.

Esto es un poco lo que le reprochas a Martha Nussbaum, que ha intentado dar un contenido afectivo al liberalismo: dices que es demasiado optimista.

Cree que podemos manufacturar buenas emociones políticas a voluntad. Hacen falta buenos líderes, como Obama. Pero la presidencia de Obama termina con Trump ganando las elecciones. Nussbaum habla de himnos, banderas, patriotismo, pero no de los medios de comunicación digital. El diagnóstico de Nussbaum, por preciso que sea, no se deja llevar a la práctica de manera sencilla. Vivimos en sociedades descreídas, irónicas. Las buenas maneras han terminado, pero también una cierta credulidad que nos llevaba a abrazar determinadas ideologías porque ya sabemos lo que son. Generar una unanimidad sobre símbolos comunes es difícil. Lo consiguen los nacionalistas. Pero es un uso de los símbolos que resulta peligroso en una sociedad pluralista. El problema se plantea cuando el sujeto quiere emociones en la vida pública, cuando el político está sometido a una lógica de percepción que se parece a la de las celebrities o las estrellas del rock. A su vez, el líder político tiene su parte de responsabilidad porque ha asumido el storytelling, el frame, aunque parece inevitable en un contexto de competencia partidista. Si las costuras se rompen, todo es mucho más difícil de sujetar.

Es el propósito de la última parte: encontrar los antídotos.

Es la parte más difícil: a menudo, las soluciones son insuficientes o caen en el olimpismo declarativo. Hablo del paternalismo libertario, porque me parece la solución más ajustada a lo que la psicología conductista nos va enseñando. Aunque está en cuestión su eficacia, defiendo ciertos usos, sobre todo en el plano informativo. Hablo del bien mayor y el mal menor, y de cierta defensa de la misantropía, apoyándome en Sloterdijk. Los optimistas olvidan a veces que hay esos elementos de competencia y sociofobia, de que nos dejen en paz porque no queremos estar todo el día en empresas colectivas. Se sobrevalora el deseo de participación.

Defiendes una “razón escéptica”.

Tomo la figura del ironista melancólico. Es una descripción de un tipo ideal al que acercarnos, más que algo que pueda generalizarse. El ironista melancólico es alguien que limita la ilusión que deposita en la vida política porque comprende su enorme complejidad y anticipa el fracaso de las empresas colectivas. Limita conscientemente su entusiasmo. Y es ironista porque es reflexivo. También responde a la brecha trágica y la brecha irónica. El orden colectivo nunca va a reflejar nuestro dibujo del orden ideal: eso es trágico. Habrá sujetos que se sientan mal representados, seres que no encuentren expresión política. Se trata de no esperar que la política nos haga felices o nos resuelva la vida, aunque sí podemos exigirle que determinados estándares socioeconómicos y de civilidad sean satisfechos o cumplidos.

También hablas de la democracia como un metavalor, una metaficción.

Es una idea un poco rortyana. Tiene que ver con el tribalismo moral. Hay posiciones irreconciliables. Será difícil que nos pongamos de acuerdo, pero hemos encontrado una forma de organización política que permite el conflicto y el acuerdo entre posiciones distintas. La democracia acepta que hay ficciones o concepciones del bien contrapuestas entre sí pero ella misma no se postula en la misma escala. Es un metavalor. Lo que dicen los enemigos del liberalismo es que la organización política liberal incorpora valores. Y es cierto: el imperio de la ley, la independencia de los tribunales, la prensa libre, los derechos fundamentales. A estas alturas quien cree que esos valores no deben estar presentes tiene la carga de la prueba, debe convencernos de que no es así. Eso lo explica el libertario Jason Brennan. En un orden liberal puedes ser socialista, pero en un orden socialista no puedes ser liberal.

El debate no pone en cuestión el marco, pero incorpora otras preocupaciones. Lo hemos visto con el feminismo, el ecologismo, los derechos de los homosexuales.

Sí, dependiendo de la capacidad de esas comunidades morales de convencer de la validez de sus reivindicaciones. Pero precisamente el éxito del feminismo o del ecologismo confirma la validez del marco. Han ejercido influencia en políticas públicas formas de vida, alimentación.

El liberalismo se basa en la maleabilidad y la autonomía del ser humano. ¿Qué es el sujeto postsoberano y cuál es su paradoja?

El sujeto es postsoberano porque parece que no tenemos la soberanía que creíamos sobre nuestra actuación. Hasta la fijación de los fines está sujeta a influencias. El reconocimiento de que nuestra agencia es limitada no debe llevarnos al desánimo. Nos empodera porque está disipando una ilusión que no porque creyéramos en ella era más cierta. No tiene por qué disminuir nuestra autonomía sino que la acrecienta porque tenemos conciencia de esos sesgos y limitaciones, y eso se puede emplear incluso para diseñar instituciones. Emerge la idea de que la autonomía individual es un ideal regulativo: una idea a la que tenemos que aspirar precisamente porque sabemos que estamos sometidos a influencias de muchos tipos y por eso tenemos que esforzarnos en ser individuos. Y ese es el proyecto inacabado de la humanidad, inacabado por definición. Cuando el liberalismo dice: eres autónomo, no reconoce una realidad, sino que está empujando a crearla. La alternativa sería asumir que no somos autóno- mos. No parece que la ciencia diga que somos completamente dependientes. Esto no significa que podamos subestimar el potencial de los algoritmos (algo de lo que ha escrito Harari): puede ser positivo en el futuro. Pero creo que no hay que ser pesimista en ese sentido. Es importante la defensa de la autonomía como ideal. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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