Después de la influencia de Góngora, Quevedo, incluso de Lope de Vega, la poesía en castellano tuvo que aguardar algunas centurias para que Gustavo Adolfo Bécquer moviera algunos grados el eje de rotación de la lírica en esa lengua. Empresa hercúlea –o en todo caso órfica– tras un largo periodo de grandilocuencia heroica, repetición retórica, falta de aventura y complacencia sentimental. De ese eclipse de siglos apenas si se salvaba Mariano José de Larra. El giro de las Rimas becquerianas tocaría a las dos bandas del Atlántico; por ejemplo, reformularía la poética del último Manuel Acuña proporcionando soltura y diafanidad a aquellas piezas breves tituladas “Hojas secas”. Unas décadas después, quien habrá de tomar el relevo y ampliar el radio de exploración y riesgo sería Rubén Darío. La revuelta del nicaragüense daría al verso castellano plasticidad y liviandad, nuevos rumbos en su métrica y sus acentos, gracia y flexibilidad discursivas, atmósferas y paisajes insospechados. En España tuvo entusiastas seguidores, de talentos desiguales es cierto, amén de objetores de sus osadías literarias como fue el caso de Miguel de Unamuno. Muerto el autor de Prosas profanas, en 1916, la discusión sobre su probable sucesor se tornó parcial, equívoca y bizantina. En varias capitales hispanoamericanas se proclamó a Leopoldo Lugones como el natural delfín merecedor del cetro mientras, en Madrid y sus alrededores, algunas almas ingenuas se fueron a la cargada por Francisco Villaespesa.
Para cuando Pablo Neruda (1904-1973), joven cónsul chileno en Batavia, Java, publica en marzo de 1930 tres poemas en la Revista de Occidente –en ese momento el aparador más codiciado por un escritor de la lengua de Cervantes–, los faros de la poesía española son Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, dos discípulos juveniles de Darío del que paulatinamente marcarían su distancia. Los poemas publicados son “Galope muerto”, “Serenata” y “Caballo de los sueños”, piezas de la primera Residencia en la tierra (1925-1931), libro que infructuosamente Rafael Alberti intentó publicar en su país y en Francia al comienzo de la década de los treinta. Esta obra cimbraría el orbe de la poesía castellana. Dividiría sus aguas incluso. Finalmente, en abril de 1933, la obra apareció en un tiraje de cien ejemplares a cargo de la editorial santiaguina Nascimento. Dos años más tarde, en septiembre de 1935, bajo el sello de la revista Cruz y Raya de José Bergamín, publicaría en dos volúmenes la segunda edición de Residencia en la tierra (1925-1935). Para entonces, en México, el nombre y el prestigio creciente de Neruda en ultramar se conocía a plenitud por varias vías. Por ejemplo, la polémica contra la poesía pura de Juan Ramón Jiménez seguramente fue tema de cafés y mentideros, debate y zafarrancho que llegado el momento se replicarían en la meseta del Anáhuac.
((El estruendo mayor de estos diferendos en México será la publicación de la antología Laurel (Séneca, 1941) de la que el chileno pidió su exclusión. Se había peleado a muerte con José Bergamín, el editor de la antología, y, posteriormente, haría lo mismo con Octavio Paz. El chileno protestó, antes de la aparición del libro, por la ausencia de Nicolás Guillén y León Felipe. En medio de ese campo minado, Juan Ramón Jiménez también había exigido no figurar en el libro por viejas rencillas con Bergamín; no obstante, los autores y el editor de Laurel decidieron incluirlo.))
El arribo del poeta sudamericano a nuestro país, en agosto de 1940, tuvo aproximaciones previas, tanteos que no prosperaron. En algún momento, aprovechando la estancia de Gabriela Mistral en México –colaboradora estelar de la cruzada cultural de José Vasconcelos–, se vislumbró la posibilidad de su primer viaje mexicano.
{{En una carta a Gabriela Mistral de mediados de 1938, Neruda insiste en su anhelo de venir a México. “Ustedes no me han dicho nada claro sobre lo de México. Si piensan ir allá y, si aparte de sus amigos, necesitan algo de mí, díganmelo; no conozco a los dirigentes oficiales de hoy, pero hallaría la manera de hacer algo, seguramente.” Cartas a Gabriela, Abraham Quezada Vergara, selección, introducción y notas, Santiago, RIL Editores, 2009, p. 66.}}
Alfonso Reyes tuvo correspondencia con el chileno a finales de los veinte, intercediendo a su favor en gestiones diplomáticas y literarias.
{{También, según consta en su Diario, Reyes se vería con Neruda en Santiago de Chile en agosto de 1933. Incluso, el 10 de mayo de 1934, anotará el mexicano que el chileno se detuvo en Río de Janeiro durante la escala del Alsina rumbo a Barcelona, el nuevo destino consular del sudamericano.}}
La revista Contemporáneos publicó en su número 35, de abril de 1931, “Arte poética” y “Diurno doliente” y en el número doble 40-41, de septiembre de 1931, dio a conocer “Colección nocturna”. ¿Quién fue el intermediario para que esos poemas enigmáticos e indómitos llegaran a las páginas de la revista más renombrada de las letras mexicanas de aquel momento? Posiblemente el buen samaritano de Reyes. En Buenos Aires, durante el estreno de La zapatera prodigiosa de Federico García Lorca en el Teatro Avenida, Salvador Novo vio al “gran poeta chileno Pablo Neruda” ocupando un asiento en el palco de Oliverio Girondo y Norah Lange. Por esos días rioplatenses de gran boato, conoció al pintor David Alfaro Siqueiros, aunque este episodio no lo cuente en Confieso que he vivido, tal vez porque el vate se jacta de haber seducido a la compañera del muralista, la poeta uruguaya Blanca Luz Brum. Tampoco aparece ese “rapto de Europa” en los capítulos de Me llamaban el Coronelazo. Dicho lance donjuanesco tuvo de testigo a García Lorca –quien terminó maltrecho al rodar por una escalera– en aquella noche babilónica en la mansión Los Granados, propiedad del millonario Natalio Botana en cuyo sótano Siqueiros pintaría su fresco Ejercicio plástico, un capolavoro de extraordinaria y compleja composición plástica.
El Pablo Neruda que conocieron en París, Valencia, Barcelona y Madrid, en julio de 1937, Carlos Pellicer y Octavio Paz, miembros de la delegación mexicana al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, sumaba a su perfil de poeta impuro y adánico la marca de la historia y del compromiso social, impronta que se agudizaría en poco tiempo. Para el joven Paz, la obra y la figura del chileno tocaban tentativas literarias y políticas de honda significación en sus reflexiones y en sus poemas de aquella época. Como se sabe, detrás de su invitación para viajar a España, estuvieron Alberti y Neruda; sin pertenecer a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, la LEAR, el novísimo poeta asistía porque sus futuros anfitriones habían leído los poemas de Raíz del hombre (1937). La Guerra Civil española y lo que vendría después, la derrota republicana y el éxodo de miles de españoles, acelerarían la educación política de Pablo Neruda bajo el magisterio de los gurús prosoviéticos. Ciertamente, la época era un pandemónium de ideologías, el fascismo extendiendo sus ramificaciones por toda Europa por un lado y, por el otro, las purgas y los encarcelamientos de disidentes en la URSS. Los casos de André Gide y Víctor Serge, pero también la persecución de León Trotski y de sus seguidores, eran los clavos ardientes en el día a día del Congreso. Los pantanos y espejismos políticos aparecían y desaparecían en los debates –donde cada grupo escatimaba sus posiciones y llevaba agua a su molino– mientras a pocos kilómetros dos ejércitos combatían a muerte. Pero también la desgarradura humana de aquellos años carniceros exigía que las palabras fueran algo más que palabras.
El modelo de la poesía política de Neruda tocaría a numerosos poetas del orbe de la lengua castellana. Poesía de denuncia y militancia. ¿El llamado a abordar el aquí y el ahora dinamitaría todas las torres de marfil y los laboratorios de la poesía pura? La cartilla del realismo socialista así lo exigía. El manifiesto “Sobre una poesía sin pureza” publicado en 1935 en la revista Caballo Verde para la Poesía se quedaba corto ante las exigencias y los rumbos políticos que tomaría la lírica del chileno unos años más tarde. Parte de aquellos postulados, que ciertamente describían la poética de Residencia en la tierra, anotaba las características de la poesía auténtica según su credo: “gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley”. La contingencia histórica, el compromiso social, temas recurrentes en la conversación con Delia del Carril, su nueva pareja, y con Rafael Alberti, ampliaron “el horizonte de impureza” de Pablo Neruda; asimismo, el asesinato de García Lorca, en agosto de 1936, despabilaría su lírica del “olor de las peluquerías”, dispuesta a enrolarse en el frente de guerra, convertida en una voz más entre las voces de los soldados republicanos, espíritu compartido por la revista El Mono Azul,dirigida por Alberti, adonde entregaría varios de sus poemas militantes leídos a menudo en los frentes de guerra.
Sobre la influencia de su compatriota en España, escribe Volodia Teitelboim, autor de una de las mejores biografías del poeta: “Muchos escriben que la llegada de Neruda es equiparable a la de Rubén Darío cuarenta años antes. ¿Influyó sobre la poesía española? Seguramente sí; no en el sentido de volverla nerudiana, sino de echar a andar por nuevas vías. Todos fueron sus amigos; casi ninguno su discípulo.”
{{Volodia Teitelboim, Neruda. La biografía, Albacete, Ediciones Merán, 2003, p. 180.}}
Salvo Antonio Machado que confesó no entender su poesía y Juan Ramón Jiménez que se asumió como su principal inquisidor, “torpe traductor de sí mismo”, lo llamó, prácticamente la nómina completa de los poetas de la generación del 27 –y varios de la siguiente promoción, la de Miguel Hernández y Luis Rosales– estuvo con Pablo Neruda y avaló de diversas formas su lírica prodigiosa y contradictoria.
En la presentación en sociedad, en la Universidad de Madrid, en diciembre de 1934, García Lorca le dio la alternativa con abierta camaradería, dando estos pases en loor de su amigo: “Un poeta más cerca de la muerte que de la filosofía; más cerca del dolor que de la inteligencia; más cerca de la sangre que de la tinta. Un poeta lleno de voces misteriosas que afortunadamente él mismo no sabe descifrar.”
{{Op. cit., p. 179.}}
¿De qué manera se habrá de relacionar con los poetas mexicanos? ¿Qué conocimiento y valoración tiene Neruda de la poesía que se escribe en México? Al poco de llegar a la Ciudad de México ofrece una entrevista a El Nacional, publicada el 24 de agosto de 1940,donde declara: “Tienen ustedes en México grandes poetas; quisiera que en Chile los poetas tuvieran, como los de aquí, esa peculiaridad que radica en la forma […] Yo no puedo decirles a los poetas de Chile nada sobre este asunto, porque precisamente yo he perseguido deshacer la forma, la forma que es propia de México.”
((Op. cit., pp. 243-244. Guillermo Sheridan, en Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, da contexto a dicha entrevista que se realizaría en el bar del Hotel Ritz. Acompañan al flamante cónsul chileno, por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores, José Gorostiza y el poeta español Juan Larrea. Es poco probable que Neruda conociera Muerte sin fin (1939), un lujo de la forma y algo más por supuesto; tomando en cuenta sus postulados líricos, habría tachado al libro de purista y esencialista. Cosa extraña en su biblioteca personal, Neruda despreciaba a Huidobro, el gran rupturista, y admiraba a Mistral, una poeta extraordinaria apegada a las formas clásicas, especialmente el soneto.))
Llegaba a una nación que lo habrá de influir existencial y estéticamente. Contaba con la estima de dos de los santones de las letras nacionales, Alfonso Reyes y Enrique González Martínez, además de la admiración de varias de sus jóvenes promesas: Efraín Huerta, Octavio Paz, José Revueltas y Alberto Quintero Álvarez, quienes abrieron las páginas de Taller para dos colaboraciones nerudianas, una antología de la lírica castellana y un texto de presentación a la muestra poética de Sara de Ibáñez.
{{Esas colaboraciones aparecieron en Taller, número VI de noviembre de 1939. En la nota introductoria a la poeta uruguaya, sin razón de por medio, por pura víscera, Neruda atacó a Juan Ramón Jiménez, amigo y colaborador de los editores. Decía al final de esa cuartilla: “Falta en ella el mueble juanramonesco con patas de libro, falta en ella el rencor del asno demenchínico…”}}
El mismo Paz había escrito un largo y entusiasta artículo, “Pablo Neruda en el corazón”, sobre sus libros más recientes. Parecía que el ensayo era una abierta adhesión estética y, en los últimos párrafos, política sobre lo que representa la lírica del chileno en esos años cruciales. Pero también, en esas páginas de fervor, había recelo, examen y disenso contra la demagogia y el dogma de dicha postura: “¿Todo era poesía? La verdad es que nada es poético hasta que la poesía lo torna entrañable, necesario y doloroso.”
{{Octavio Paz, “Pablo Neruda en el corazón”, Ruta, núm. 4, septiembre de 1938, p. 26}}
Con esas cartas sobre la mesa, la lírica que escriben y ponderan los poetas del grupo de Contemporáneos no será del interés de Neruda, salvo quizás la de Pellicer, autor que lo anticipa en su fascinación por el paisaje y los mitos americanos. Tampoco lo atraen los libros de Tablada, Reyes, González Martínez, ni siquiera los de los estridentistas. Quien sí lo seduce y conmueve es Ramón López Velarde sobre el que escribirá, en 1963, unos párrafos eufóricos entre los que se cuelan algunas líneas desmesuradas y erráticas.
El legado nerudiano será revisado y apropiado por las siguientes generaciones. Con la publicación en México del Canto General (1950) y de sus Odas elementales (1954), su obra poética posee al menos cuatro registros o estilos identificables y diferenciados no obstante sus correspondencias. El primero, el más popular, será el de sus libros juveniles, Crepusculario (1923, 1927) y Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), consejeros sentimentales de varias generaciones de enamorados, obras que también enriquecerán cualitativamente la bibliografía del declamador.
{{En 1966, Losada publicó la edición conmemorativa del primer millón de ejemplares vendidos de Veinte poemas de amor y una canción desesperada.}}
La segunda manera, la más perdurable y profunda, se reúne en sus tres Residencia en la tierra, universo verbal supremo solamente comparable con el de Trilce de Vallejo. El poeta de gran angular que reúne la historia, la geografía, los mitos, la botánica y la política de un continente –a semejanza de los muralistas mexicanos o de la épica civil de Walt Whitman– está presente en su registro tercero que se anuncia en España en el corazón (1937, 1939) y se define en modo sinfónico en el Canto general. En los cincuenta, Neruda preferirá la música de cámara, poemas verticales y frugales de un tono lúdico y desenfadado; sus Odas elementales serán la cuarta manera de un poeta cuyo nombre, antes de cumplir el medio siglo, ya sonaba en la tómbola del Premio Nobel.
Desde ese delta de cuatro brazos –las edades nerudianas–, poetas como Ramón Martínez Ocaranza, Jaime Sabines,
{{ En una entrevista, Sabines comenta las lecturas cardinales de su formación: “tres poetas que me marcaron por semestres: Neruda, García Lorca y Juan Ramón Jiménez. Sí, creo que Neruda fue el poeta que más me influyó”. Marco Antonio Campos, De viva voz, Ciudad de México, Premià, 1986, p. 33. Esa fascinación juvenil se tornaría caricatura o bravuconada parricida –por llamarla de algún modo– cuando escribe en uno de los versos de Tarumba [1956]: “Le curo las almorranas a Neruda, / escupo a Franco. / Nadie podrá decir que no estoy en mi tiempo.”}}
Rosario Castellanos,
{{En “Diálogos con los hombres más honrados” escribe la poeta: “‘Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.’ / Ay, Neruda, ¿con qué vara mediste lo continuo? ¿Qué espesor de cabello te sirvió de frontera?” Rosario Castellanos, Poesía no eres tú, Ciudad de México, FCE, 1975, p. 305.}}
Jesús Arellano, Eduardo Lizalde,
{{“Conmovedora y nuestra, y bellísima es la obra de Neruda, en la que se puede seguir bebiendo sin mirar a sus imitadores, y sin imitarla.” Eduardo Lizalde, Tablero de divagaciones I, Ciudad de México, FCE, 1999, p. 178.}}
Juan Bañuelos, Marco Antonio Montes de Oca, José Carlos Becerra,
{{En conversación con Luis Terán, Becerra comparte que “mi verdadero encuentro con la poesía ocurrió a los veintiún años de edad, gracias a una extraña relectura que hice de Juan Ramón Jiménez y de Pablo Neruda”. José Carlos Becerra, El otoño recorre las islas, Ciudad de México, Ediciones Era, 1973, p. 291.}}
Isabel Fraire, Óscar Oliva, Raúl Garduño, Roberto López Moreno, Francisco Hernández,
{{En entrevista, el autor de Habla Scardanelli rememora: “Una noche, en un pueblo [de] San Andrés [Tuxtla], Calería, y en medio de una borrachera, un muchacho fuereño, que estudiaba en Jalapa, comenzó a decir poemas de un tal Pablo Neruda. Desde allí se produjo el cambio, el conocimiento de otro tipo de poesía que no se ceñía a los cánones de la métrica y de la rima. Desde entonces yo también empecé a experimentar con mi escritura.” José Ángel Leyva, Entrevistas a poetas iberoamericanos, Ciudad de México, UAM/Alforja, 2005, p. 281.}}
Marco Antonio Campos, David Huerta y otros más se demoraron en leerlo y releerlo, modelo cuya fuerza de gravedad se tornaría fatal si no se marcaba una distancia. Imitarlo era un acto suicida o un acto circense. Siendo uno de los fundadores de la poesía hispanoamericana, a decir de Saúl Yurkievich, la poesía de Pablo Neruda ha sido punto de partida y lectura propiciatoria para muchos poetas, incluso de aquellos que se declaran escépticos o antagonistas de su obra. Por ejercicio dialéctico de allí surgen los contestatarios del canon, los parricidas de figuras tutelares. Desde mediados del siglo XX, su lírica está en al aire, forma parte de la logósfera, del “diccionario de las ideas recibidas” se dirá con Flaubert, fuente y modelo líricos –como ciertas tipografías universales–, circula y se discute en la misma dimensión de Rilke y Cavafis, Eliot y Saint-John Perse, Pessoa y Vallejo. Cincuenta años después de su muerte, la voz de Neruda resuena: “con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de tren con sueño / como aguas vacilantes…” ~
(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966) es poeta. Su libro más reciente de poemas es Tabla de restar (UAQ, 2017). La editorial Calygramma, con el apoyo del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales (2018) del FONCA, acaba de publicar su ensayo El acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921.