Escribir autoficción para irse de uno mismo

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Emiliano Monge

No contar todo

Ciudad de México, Literatura Random House, 2018, 392 pp.

 

Al entrar a los libros de Emiliano Monge suelo prepararme como quien arma la mochila en caso de eventualidad sísmica: sé que el camino será duro, que tendré miedo, mucha sed y que voy a necesitar cambiarme los zapatos cuando se me hayan gastado las suelas en la larga caminata cuesta arriba. Sé que voy a necesitar dos tequilas al primer tercio del texto para bajarme la emoción a sorbos, pero No contar todo no da oportunidad ni de organizar la mente y las bebidas. Uno no se sienta y lee el libro, uno se sube al destartalado carrito de una mina, se mete por el túnel y se desploma. Lo único que uno ve es lo que Monge quiere mostrarnos con la lámpara que él lleva en el casco. Va sentado detrás de nosotros y vemos lo que alumbra, a veces se coloca justo detrás de nuestra cabeza y no vemos más que nuestra silueta proyectada en las paredes de su historia; oímos lo que quiere que oigamos. El lector no lleva luz ni casco, solo tiene el vértigo y la propia historia que se va completando con la de tres hombres: el abuelo, Carlos Monge McKey, quien fingió su muerte y consiguió un cadáver para sustituir el propio; el padre, Carlos Monge Sánchez, quien discute con su hijo sobre la validez de la memoria; y el hijo, un Emiliano que, acostado en el techo de su casa, espía a su padre mientras este llora y así, techo de por medio, lloran juntos.

La historia está contada en las voces de tres hombres que irremediablemente se hacen uno. El abuelo, Carlos Monge McKey, ha pasado la vida soñando con huir, con desaparecer en uno de los viajes que hace a California, con perderse en la boca de una mina, con salir a caminar y con ser otro, el que sea; de él leemos diarios en los cuales, por momentos, se mete el ritmo de la prosa tan característica de Monge, el nieto escritor. La segunda voz es la de Carlos Monge Sánchez, el padre que habla con su hijo y se defiende del libro que este aún no escribe, patalea y se desenvuelve como un personaje apasionante y contradictorio: hijo resentido, guerrillero burgués, prisionero en Lecumberri y padre ausente de tres hijos; la voz de Carlos Monge Sánchez no se lee, se escucha, y si algo hay que admirar en este hombre es su dominio sobre la poesía del insulto; nadie insulta como los Monge, aprendo y me quito el sombrero que no uso; uno termina riéndose a costa de la crueldad del encuentro lingüístico entre padre e hijo y dan ganas de golpearlos y de llevarlos a cenar a casa. La última voz es la de Emiliano, que habla de sí mismo en tercera persona como si el autor quisiera tomar distancia para desmembrarse como quien le quita las patas a una araña viva. Y en esto es despiadado. No cuenta todo, pero lo que cuenta arde. Nos presenta a un Emiliano enfermizo y obsesivo, un virtuoso del miedo y la mentira que se encierra en su departamento y se comunica con el exterior por una ventanita a la que, desde afuera, solo puede accederse trepado en un banco. El novelista en este libro es ese Monge que se comunica con nosotros a través de la ventana del banquito. Y ahí seguimos, haciendo equilibrio para que no deje de hablarnos.

Muchos lectores llegarán a los libros de Monge por No contar todo, quizá porque en apariencia es su libro más sencillo. Tal vez lo sea en cuanto a estilo, en esta novela el autor está más interesado en probar la flexibilidad de la memoria que la del lenguaje. Sin embargo, quien crea que No contar todo es una novela fácil va a llevarse una sorpresa. Esta, a mi juicio, es su obra más compleja en la que el lector se ríe y llora en media línea, hermanada con aquella Morirse de memoria en una suerte de crudeza personal, pero desarrollada a través de todos esos otros libros sin los cuales este no podría haber sido escrito. Hay en No contar todo, la cadencia de Las tierras arrasadas, la masculinidad tóxica de El cielo árido, la ansiedad de Morirse de memoria y la precisión dramática de algunos relatos de La superficie más honda. Podría decir que es su mejor libro hasta el momento porque queda vibrando en la punta de los dedos varios días después de haber dejado de doblar las esquinas de sus páginas.

No faltará quien le pregunte a Monge qué de cierto hay en esta que se anuncia como una novela autobiográfica. Para encontrar una respuesta basta con leerla. Monge inicia el libro hablando de cómo se hizo una cicatriz que tiene en la frente y sobre cómo ha vivido apropiándose de las historias de los otros. Los lectores encontramos en estos dos puntos una pista y Monge, hacia el final, nos susurra: no puedes creerme nada. Yo comparto con el autor muchos referentes. Fuimos a la misma escuela, bebimos en las mismas fiestas, tuvimos padres con historias similares y compartimos más de un amigo. Somos hermanos de miedos y de angustias y por ello, al comenzar el libro, temía detenerme a comparar mis recuerdos del país y de la época con la realidad presentada entre sus páginas, ejercicio que hubiese resultado idiota. Nada de eso es relevante en la lectura de este libro que es un universo propio. Ocurre en México y la trayectoria de estos hombres está trenzada con la del país, pero lo magistral es la forma en la que estos tres hilos de trama están a su vez trenzados en un hombre que es el mismo, ese que nos habla y nos dice: esta es la historia de una huida que se está siempre dando. ¿Qué hay de cierto en este libro? Que el autor es todos sus personajes para no ser él mismo, que los tres hombres se funden en un solo abandono, que se buscan en el juego de la gallina ciega y que, cuando se encuentran, se miran con rostros cubiertos por máscaras de cera. ~

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es escritora. Su libro más reciente es Algunas margaritas y sus fantasmas(Caballo de Troya, 2017).


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