Estampas de la Supervivencia

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Osvaldo llega con la angustia dibujada en el rostro. “Nos hemos despertado con medidas de excepción. Es terrible. Se viene encima otro periodo especial.” Es martes, 11 de mayo, y las bulliciosas calles de La Habana Vieja son un hervidero de rumores. A raíz del anuncio de George Bush de que limitará las visitas de familiares y el envío de remesas a Cuba, el gobierno de la isla acaba de cerrar, por sorpresa y “hasta nuevo aviso”, las tiendas de dólares.

La medida es una tragedia para los cubanos, que consiguen la mayoría de los artículos en esas shopping (“la chopin“, dicen ellos) creadas por el Estado para paliar, con mercancía importada, la escasísima producción nacional. La situación no puede ser más esquizofrénica: la población recibe salarios miserables en pesos, pero se ve obligada a comprar en dólares una buena parte de los productos básicos, desde la leche y la ropa hasta el jabón, los electrodomésticos o la gasolina.
     Este despropósito forma parte de la huida hacia adelante emprendida por el régimen de Fidel Castro a partir de 1990, después de que el colapso de la Unión Soviética, su madre nutricia, dejara a la isla sin los gigantescos subsidios que la mantenían a flote.
     La primera reacción fue decretar el “periodo especial en tiempo de paz”, eufemismo que escondía unas brutales medidas de racionamiento para paliar la escasez de productos. Para salir del atolladero y aplacar el descontento social, los tecnócratas socialistas parieron una serie de medidas de corte capitalista: empezaron en 1993 con la “despenalización” del dólar, la moneda del enemigo. Luego autorizaron a los agricultores privados la venta de una parte de su producción, permitieron el trabajo por cuenta propia para algunos oficios y, más adelante, entregaron licencias a particulares para alquilar cuartos a turistas o para abrir pequeños restaurantes. Las restricciones eran severas, pero la población logró ganarle la carrera al hambre.
     Con las tiendas en dólares volvieron a los escaparates la mayoría de los artículos, ahora importados de los países capitalistas. Bien es cierto que los precios son disparatados y que los cubanos se las ven y se las desean para conseguir los billetes verdes, pero las remesas de los familiares exiliados y el turismo han brindado algo de oxígeno en los últimos años.
     Y ahora, de repente, se encuentran con que Bush cierra el grifo y el gobierno cierra las tiendas. El diario Granma denuncia en una nota ominosa “las brutales y crueles medidas que, en adición a un riguroso bloqueo que dura 45 años, acaba de adoptar Estados Unidos contra Cuba”. ¿Bloqueo? Nunca lo hubo. A lo sumo se puede hablar de embargo, o sea, prohibición de que las empresas de Estados Unidos comercien directamente con la isla. Pero en Cuba se consigue sin problemas desde la Coca-Cola hasta los programas de Microsoft, que se importan desde México, Venezuela o cualquier otro país de la región.
     La palabra bloqueo es, sin embargo, mágica: moviliza a las organizaciones de solidaridad en el mundo entero y, al mismo tiempo, sirve de coartada al gobierno cubano para justificar el fracaso de su disparatada política económica. Ahora, las medidas de Bush le han dado otro pretexto para imponer nuevos sacrificios a la población.
     Osvaldo, como los demás, está ansioso por saber qué va a pasar. Cientos de curiosos se han acercado desde temprano a la chopin Carlos III, el centro comercial más grande del barrio. Los vigilantes sólo permiten la entrada a la sección de alimentación y aseo personal. Se comenta que ha habido incidentes y que en Santa Clara han roto escaparates, pero aquí todo está tranquilo. El hecho de que existan esos rumores revela, con todo, la desesperación de la gente.
     Fidel Castro ha anunciado ya una marcha de protesta en la Tribuna Antiimperialista. Será una repetición del 1o de mayo. Tras la perplejidad inicial, la gente, que no tiene un pelo de tonta, ha adivinado los motivos reales del cierre comercial: “Van a subir los precios”, brama Angelita, una vecina. “El señor prepara una marcha porque le gusta la imagen, pero ese producto ya estaba comprado y van a sacar más ganancia a costa nuestra. ¿Hasta cuándo esta vida, Dios mío?”

     Cuatro generaciones viven en un piso destartalado de la calle del Aguacate, en el corazón de La Habana Vieja: desde Ramón, fontanero jubilado, y su esposa, Marta, hasta su bisnieta Melisa, una niña rubita y vivaracha.
     Algunos trazos permiten imaginarse la estructura original de la vivienda, allá por 1916: estancias espaciosas y sobrias, techos altísimos para mitigar el calor y enormes ventanales. Hoy es un laberinto de tabiques y cortinas para aprovechar al máximo el espacio. Los cubanos son los maestros de las barbacoas, como llaman a los “entrepisos” que construyen como Dios les da a entender, aprovechando la altura de los techos: donde antes había una habitación, ahora hay dos, o una y media, o tres, o cuatro.
     Gracias a este creativo e inacabable proceso de partenogénesis, la familia de Ramón, como muchas otras, ha podido liberar los dos cuartos principales para alquilarlos a turistas a 25 dólares la noche. El hospedaje de extranjeros es la única manera que tienen de conseguir divisas.
     Cuesta pegar ojo en La Habana Vieja, entre el griterío, las caseteras a todo volumen y los rugidos de los autos, escasos pero estridentes. “Lo mejor es cerrar la ventana y poner el aire acondicionado”, sugiere Marta. El aparato zumba como el motor de un Tupolev. Optamos por el alboroto callejero.
     La vecina más vociferante es una mujerona negra con un turbante azul turquesa, que se pasa el día acodada en la barandilla de enfrente y se desgañita conversando con los conocidos que cruzan la calle. Mirándolo bien, muchos cubanos matan las horas sentados en el balcón. Ahí está el mulato del último piso, que cría palomas para la santería, y el anciano del tercero. Jorge, yerno de Ramón —y desempleado—, languidece buena parte de la jornada en la ventana, oteando la calle en silencio.
     Pasear por las calles de La Habana Vieja es como trasladarse al Beirut de los bombardeos. Casas semiderruidas, fachadas decrépitas y cuartos apenas alumbrados por tétricos neones. Algunos edificios se sostienen de milagro. De no ser por la ropa tendida, uno pensaría que están abandonados. Lo crudo es que, a veces, se desmoronan.
     Algunas ancianas se aproximan a los viandantes con disimulo y piden limosna. Los vecinos alertan sobre el incremento de los asaltos: los jóvenes “tironeros” han desplazado a los habilidosos y apacibles carteristas. Huele a alcantarilla y a aguas fétidas. La suciedad se extiende al Parque Central y a los soportales del maravilloso Teatro Nacional, surcados por interminables meadas. En cartel, Alicia Alonso, la Incombustible.
     Pero el barrio también presenta otra cara: la cara restaurada de la Plaza de Armas, de la Plaza de la Catedral, de la calle Obispo, que emergen como un gigantesco decorado de cartón piedra, con una floristería de lujo, una estética canina y un par de viejas mulatas disfrazadas de santeras, listas para la foto. Sólo dólares, por favor. Y vengan a ver el hotel Ambos Mundos, donde se alojaba Hemingway, y entren en El Floridita, el bar preferido de Hemingway, y tómense un mojito en La Bodeguita del Medio, donde seguro que también haría escala Hemingway.
     Tratamos de regresar a la realidad. Todas las tiendas en dólares han colocado el mismo cartel: “Cerrado por inventario”. Los establecimientos en pesos, oscuros y lúgubres, ofrecen en sus escaparates polvorientos la mercancía disponible: una botella de desinfectante, un pantalón color mostaza, unas alpargatas tan zarrapastrosas que resultan ofensivas, un reloj de plástico o una bobina de hilo.
     Cuando volvemos a casa, al anochecer, la gorda del turbante sigue ahí. También sigue ahí Radio Reloj, tic-tac, tic-tac, igual que hace veinte años. Hoy, Día de la Madre, Radio Reloj dedica un homenaje a las madres de los cinco espías cubanos condenados en Estados Unidos, en adelante los “Cinco Héroes Prisioneros del Imperio”, que están “lejos de sus progenitoras por la crueldad del enemigo”. De las madres de los 75 disidentes condenados el año pasado nadie se acuerda.

     Miguel nos viene a buscar temprano en su Ford de 1956, azul y destartalado. Sus últimas horas han sido movidas. “Cuando oí lo del cierre de las chopin, salí como loco a buscar culeros desechables para mi niña y no encontré por ningún lado. Es un agotamiento.”
     Al comienzo de la autopista, decenas de personas “piden botella”, es decir, intentan que algún vehículo se apiade y los lleve. El desastre del transporte es evidente en La Habana, donde han desaparecido las líneas de guaguas que surcaban la capital. Ahora la gente hace colas interminables para apretujarse en los camellos, como llaman a unos enormes camiones transformados en autobús, con capacidad para llevar a trescientas personas en condiciones infrahumanas.
     En algunos barrios las autoridades han establecido los llamados “puntos de transportación alternativa” (¿alternativa a qué?), en los que se supone que los vehículos estatales deben detenerse para recoger conciudadanos. En la autopista, esos espacios se llaman “puntos amarillos” y se reconocen porque siempre hay una multitud a pleno sol. Todo sirve: desde un Lada hasta la caja de un camión. Un inspector lleva la lista de espera y cobra el pasaje. Otras personas prefieren caminar y tentar a los conductores privados agitando unos billetes. Verdes, por supuesto.
     A lo largo del camino, algunos campesinos ofrecen ristras de cebollas o ajos, queso o “turrón” de cacahuete. Se sitúan cerca de zonas de matorrales, para esconderse si viene una patrulla de policía. Vender cualquier producto es ilegal en Cuba, a menos que se tenga una patente, muy difícil de conseguir, y que se pague una cuota mensual.
     Un rótulo anuncia: “Nuestro socialismo es irrevocable”. Es el primer cartel de miles que vamos a ver en el transcurso de nuestro recorrido por la isla.
     “La gasolina se consigue en la bolsa negra [mercado negro]”, nos explica Miguel. “Siempre puedes comprar veinte, cuarenta litros. Es de mala calidad. La sacan los chóferes de los vehículos del Estado. Yo compro gasolina verde, de los aviones de fumigación. Ésa es muy buena. Mira cómo va el motor de bien. Para que no se note, la mezclo con la otra, que es amarilla oscura.” ¿Y cómo carajos la consigue? “La sacan los pilotos y los trabajadores de los aeropuertos. Le echan menos al avión y ahorran saltándose las normas de seguridad, por ejemplo hacen giros más cortos cuando fumigan. O la desvían directamente. Ahí todos se ponen de acuerdo: el piloto, el pipero, el técnico de vuelo. Yo pago nueve pesos por litro, la mitad de lo que cobran en las gasolineras.” ¿Y eso cómo se llama? ¿Economía socialista, economía de mercado, robo? “Eso se llama supervivencia.”
     Cartel: “Hay un pueblo dispuesto a morir antes que a vivir de rodillas.”
     En lontananza emerge, como el toro de Osborne, la silueta gigante de Fidel, con mochila y fusil.
     Un kilómetro antes de Manicaragua, en la sierra del Escambray, se acumulan los cartelones: “Revolución es defender valores”, “Revolución es independencia”, “Es hora de gritar Revolución”, “Nuestra fuerza es la fuerza del pueblo”, “Patria o muerte, venceremos”… La insistencia no es casual: la revolución castrista enfrentó durante años focos de guerrilla campesina en esta zona.

     Joya colonial y Patrimonio de la Humanidad. Casas azul pastel, barandillas blancas y palmeras. El tiempo se ha detenido en los amplios salones dieciochescos y en las calles empedradas de Trinidad. En este escenario de belleza sorprendente hemos recibido un cursillo intensivo sobre la “economía del cambalache”, o cómo sobrevive un cubano.
     “En teoría, el hombre nuevo socialista puede vivir con un salario de 250 pesos [diez dólares] y cinco libras de arroz al mes. En la práctica, te mueres de hambre. Así que tienes que violar la ley”, nos cuenta nuestro experto, que ha sido militante del Partido Comunista durante décadas. “El sistema no es sano, porque Fidel no es sano y nos ha vuelto tramposos. La gente logra comer porque roba al Estado. Hemos pasado de la Revolución a la Robolución.”
     Veamos ejemplos prácticos: por las casas de Trinidadtranscurre cada día un desfile interminable de vendedores de galletas, desinfectante “desviado” y envasado en botellas de agua mineral, mantequilla en barras, cartones de cigarros robados en la fábrica, latas de Vita Nuova (una salsa de tomate hecha en Ciego de Ávila, o mejor dicho, adulterada en Ciego de Ávila a partir de materia prima que llega de Italia)… Las latas “desviadas” cuestan ochenta centavos, cuando en la tienda están a más de un dólar.
     Otro día cualquiera podrá observar que algunos vecinos se avisan, salen furtivamente de sus casas con bolsas o cajas vacías y regresan, por ejemplo, con pollos congelados. El camión proveedor de las chopin ha repartido su carga legal y ha vendido otra parte bajo cuerda a amigos y conocidos. Eso es sociolismo.
     A pesar de que Trinidad dista apenas diez kilómetros del mar, la pescadería del pueblo está siempre cerrada. “¿Se acabó el pescado?” “Se acabó el pescado y se acabó el Che”, contesta un viejito desdentado. En realidad, nunca hay. El precio que paga el Estado es tan ridículo que no compensa vender en el circuito legal. Pero existe el mercado negro: Cuba es el único país del mundo donde los pescadores ofrecen sus pargos y sus langostas como si vendieran cocaína, mirando atrás que no vaya a llegar la policía. La langosta, como la carne de res, está estrictamente reservada para el Estado, que la destina a los turistas. Las severísimas sanciones no impiden que los paladares (pequeños restaurantes privados, autorizados o no) la sirvan clandestinamente. Luego, se deshacen de las cáscaras con nocturnidad y alevosía. Nunca las tiran en su propia basura, no vaya a aparecer uno de los miles de inspectores orwellianos que amargan la existencia de los ciudadanos.
     El mar es ancho, pero los circuitos de la carne están tan controlados que el cubano de a pie no ha visto un filete en los últimos veinticinco años. “Aquí, antes de la revolución, había una carnicería con una máquina de picar eléctrica. Ahora, tener carne de res es delito. A una vecina la detuvieron porque le encontraron ciento cincuenta gramos en la nevera y no pudo justificar la procedencia”, cuenta una señora. “Esto es un manicomio.”
     Para cubrir las apariencias, el Estado vende el llamado “picadillo mejorado”, que es carne de mala calidad mezclada con soya. Si se agrega a esto la prohibición recurrente de comercializar huevos y los elevados precios de la leche (garantizada a los niños hasta los siete años, pero vendida después a 1.50 dólares el litro), no es sorprendente que los cubanos estén desnutridos. Las autoridades se encargan de ocultarlo, prohibiendo incluso a los médicos que informen a la población. No siempre pueden: las carencias vitamínicas provocaron en los primeros años noventa una epidemia de neuritis óptica y periférica que afectó de manera irreversible la vista y la movilidad ocular de decenas de miles de personas.
     “Pasamos hambre, pero todo eso lo tapa la propaganda”, nos cuenta un profesor. “Nos dijeron: el presente es de lucha, el futuro es suyo. Pero no vemos el futuro. En cambio, vi morir a mi padre en la miseria y ahora veo cómo sufre mi hija. ¿De qué sirve tener sesenta y cinco mil médicos si en las farmacias no hay ni aspirinas? ¿La educación? Es una reverenda mierda. ¿Leer, escribir? Sí, pero, ¿qué lees, qué escribes? Se instruye, se amaestra, no se educa. Padecemos una permanente crisis económica, existencial, cultural y moral. Por eso la gente prefiere correr el riesgo de ahogarse en el mar. Mi hija, con quince años, ya me ha dicho: en cuanto pueda yo me voy a ir, papá.”

     Dejamos Trinidad y cruzamos por los cañaverales del hermoso Valle de los Ingenios, salpicado de palmeras. “Bueyes”, nos señala Miguel. “Volvieron tras el periodo especial, para la agricultura. Vamos p’atrás. Acabaremos con lanza y taparrabos”. ¡Una afirmación descreída y contrarrevolucionaria! Aquí tenemos este insuperable artículo de Granma, titulado “Buey y modernidad sin paradojas”, que explica que el regreso a la tracción animal es, justamente, el máximo exponente del “desarrollo cultural, científico y técnico” alcanzado en estos “45 años de progreso”. “Cuba demuestra cada vez más que cuando hay técnica, conocimientos y cultura de trabajo, el uso de animales de tiro en la agricultura, lejos de ser un atraso, es una exigencia de la modernidad y contribución al mundo descontaminado y limpio.”
     La Papelera Iznaga emerge fantasmagórica. “Ya casi no trabaja, por falta de materia prima”, explica Miguel. “Tampoco le dan mantenimiento.”
     Cartel: “Nadie se rendirá”.
     Granja de cerdos Los Molinos. Está abandonada. “Era enorme. Se cerró en el periodo especial, porque el pienso cubano no daba y el importado era muy caro. Daba trabajo y comida a mucha gente.”
     Cartel: “La verdad y las ideas siempre triunfan”.
     Escuela de Policía Protesta de Jarao. “Ésa sí que produce en serie: cada tres meses salen nuevas promociones.”
     Llegamos a Jatibonico.
     Cartel: “Las ideas y la conciencia pueden más que el terror y la muerte”.
     A la entrada de Ciego de Ávila aparece el tercer Fidel gigante, con sus atributos.
     Siguen los campos de caña. Hay también piña y malanga. Pasamos delante de otra finca agropecuaria abandonada. Los pollos ahora los importan y los venden congelados.
     Cartel: “Nada ni nadie podrá acabar con la Revolución”.
     El lema Socialismo o muerte casi ha desaparecido en esa sucesión interminable y enloquecida de propaganda. Ahora se ve más Patria o muerte. “A la patria la defiende todo el mundo. Al socialismo, no. La patria no tiene nada que ver con el sistema. La frase Patria o muerte la decían los mambises [los insurrectos contra la Corona española].” El sentido común de nuestro conductor no tiene fisuras.
     La protección que nos dispensaba la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre que Miguel ha pegado en el salpicadero empieza a flaquear: una patrulla policial nos detiene. ¿Qué hacen esos extranjeros en el vehículo? Es inútil alegar que somos amigos suyos. En ese caso, tendría que haber solicitado un permiso especial, que por supuesto nunca le hubieran dado. En aplicación de la “norma 251 1-K sobre transporte de personas sin licencia operativa”, le ponen una multa de 250 pesos, el sueldo mensual de un cubano.
     Cartel: “Nuestro socialismo es irrevocable”.
     Miguel no entra en política. No tiene batallas ideológicas, sólo sensatez y ganas de salir adelante. Ahorra como una hormiga para comprar neumáticos. “No me quejo. Comparado con otros, tengo un coche que me permite obtener ingresos. Yo no puedo quedarme en casa para no tener problemas: tengo que salir a luchar por mi vida. Pero cuando empiezas a levantar el vuelo, te cortan las alas.”

     Camagüey, botín del pirata Henry Morgan y cuna de Nicolás Guillén. 17 de mayo. Las tiendas en dólares siguen cerradas en todo el país.
     La antigua prosperidad de la villa, derivada de la ganadería y el contrabando, se vislumbra en sus iglesias, sus casonas y su teatro. Hoy es la tercera ciudad más importante de Cuba y paso obligado entre el oriente y el occidente.
     En la oficina de internet hay cola. Para los cubanos, las incursiones en la red están limitadas al intercambio de mensajes, en un servidor sometido al control oficial. No pueden navegar ni consultar páginas web. Tampoco pueden crear direcciones electrónicas, así que usan las que algún extranjero les ha facilitado.
     Juansi hace fila. Es pintor y espera el permiso oficial para viajar a México, donde tiene algunos amigos. Decidido a quemar las naves, ha vendido sus libros de arte, sus óleos y sus pinturas para juntar todo el dinero que pueda.
     “Estoy como un gato ciego. Tengo veintitrés años y notengo futuro. Mis padres se partieron los pulmones por esto y ellos ven ahora que se les ha ido la vida. Yo no estoy dispuesto a esperar.” Con los escasos espacios copados por los artistas oficiales, Juansi se ha lanzado al fascinante mundo del souvenir para obtener algún ingreso. “No es por ofender, pero los turistas compran cualquier cosa. Aquí vivimos todos prostituidos, no sólo las jineteras.”
     Con su larga melena rubia y su bicicleta, Juansi parece un ecologista o un progre de la Complutense. Pero, a diferencia de los europeos, los progres cubanos huyen de las utopías revolucionarias, porque han experimentado en carne propia el infierno a que conducen. “Algunos turistas me dicen que esto está muy bien. Yo sólo les deseo que vivan aquí. Con un mes basta, pero que vivan como nosotros. Con la libreta y las cinco libras de arroz. Con la represión, con la censura, con esta asfixia que nos acaba. Mi primer recuerdo del colegio es que me formaron y me hicieron repetir consignas. Así todos los años de mi vida. Si Kafka resucitara, no se podría creer esta pesadilla. Muchas veces intento imaginarme la sensación de poder salir de aquí, de ser dueño de mis actos. ¿Que cómo imagino el futuro de este país? No lo sé. Sólo sé que yo no me quiero quedar a verlo.”

     Cambiamos de coche: hemos dejado a Miguel y su Ford y proseguimos camino hasta Santiago con Juanito y su Chevrolet rojo del año 52.
     “Destruir antes que ceder al enemigo.” El rótulo, enmarcado por el dibujo de una ciudad en llamas, resume perfectamente la obsesión patológica del régimen, su empecinamiento en enviar a la población al holocausto.
     Más adelante, en la provincia de Granma, la locura propagandística adquiere niveles apoteósicos. La región recibió el nombre del barco que, en 1956, trajo a Fidel y sus hombres desde México hasta la playa de Las Coloradas para empezar la guerrilla contra el dictador Fulgencio Batista. De hecho, una reproducción del yate es el arranque de una sucesión de carteles para todos los gustos, sobre la verdad, la justicia, los logros de la revolución y su futuro imparable… Los más recientes son alegatos contra “la votación anticubana en Ginebra” y el “neofascismo mundial del imperio”. La carretera está llena de baches. Alrededor, el desierto.
     En contraste con Granma, la provincia de Santiago es un oasis verde y ondulado. En Palma Soriano, un guardia de prisiones pide botella. Nos cuenta que ya no hay presos políticos en Cuba. “Ahora los mezclan con los delincuentes.” Es la forma de quebrarlos.
     Cartel: “Rebeldes como ayer, con las ideas de siempre, seguimos en combate”.
     Sobre una loma despunta la basílica de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba desde 1916. Al fondo, las estribaciones de la Sierra Maestra. El templo es el principal centro de peregrinación de la isla. Una habitación conserva los exvotos y ofrendas. En medio de muletas, trenzas, diplomas, fotos y dibujos, un texto sobre una cartulina negra le pide “a la Virgen Mambisa” por la libertad de los prisioneros políticos. Junto a él, la ofrenda de un activista católico: “Omar Betancourt, treinta años de supervivencia en Cuba, entre ellos siete años y cinco meses confinado injustamente en las rigurosas cárceles del régimen dictatorial castrista.” Bajo el título “Nuevos presos de conciencia de Cuba”, otro cartel reproduce un documento de Amnistía Internacional con los nombres de los disidentes condenados el año pasado y un mapa de la isla con las cárceles donde están encerrados.
     El santuario del Cobre es el único lugar donde hay un testimonio público de la existencia de prisioneros políticos.

     Los semáforos no funcionan en Santiago, la más caribeña de las ciudades cubanas, refugio de los franceses y los esclavos africanos que huyeron de las rebeliones en Haití. De hecho, el céntrico barrio Tívoli, con sus calles sucias y sus casas decrépitas, recuerda a Puerto Príncipe. Casi todos los vecinos hacen profesión de fe revolucionaria y han forrado de banderines y alabanzas al régimen unas puertas que dejan entrever habitaciones oscuras y destartaladas.
     Los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), la célula básica de represión y control social, están muy presentes. Es cierto que cada calle del país tiene su CDR, integrado por ciudadanos que escrutan la vida de los vecinos (desde el correo hasta los hábitos sexuales) y denuncian cualquier conducta desviada de la ortodoxia revolucionaria. Pero mientras en La Habana la actividad de los CDR se está diluyendo (“al fin y al cabo, todo el mundo hace siempre algo ilegal”), en estos barrios de Santiago parecen muy dinámicos.
     De hecho, en la isla se repite un estereotipo: “Los nichis [negros] de Santiago son los más comunistas, los más bandoleros y los más pobres.”
     La revolución quiso terminar con la segregación que existía en la sociedad cubana y aplicó una política de “discriminación positiva” hacia los negros. El problema es que no lo hizo honestamente, sino para lograr un “ejército cautivo”. Los trasplantó a vecindarios acomodados de La Habana, los enquistó en casas confiscadas y los utilizó como instrumento de venganza, pero hoy siguen igual de pobres y muy pocos han llegado a ocupar altos cargos.
     “Cuarenta años convenciendo a los negros de que eran iguales que nosotros, y a ver cómo les decimos que no es cierto.” Esta frase, dicha por un gerifalte cubano a un amigo mexicano, expresa en toda su dimensión el cinismo de las autoridades. No hay más que observar lo que sucede en La Habana Vieja: ahora que se han puesto a restaurarla, no quieren ni ver a todas esas familias hacinadas y disfuncionales que estropean el entorno. Así que igual que las metieron en su día, ahora las están sacando a la periferia, para que no estorben.
     De vuelta en Santiago. Nuestro cicerone local es hijo de un coronel, así que goza de impunidad para llevar extranjeros en su coche. Nos ofrece contactos con un torcedor de tabaco que vende cajas de puros de cualquier marca, con sello de fábrica y holograma, por veinticinco dólares (en lugar de cien). Conoce también al hombre que vende botellas de ron de reserva extraídas de la fábrica de Santiago, la antigua Bacardí, y las ofrece en la misma puerta del establecimiento, mientras el vigilante se hace el loco.
     La hermosa terraza del hotel Casa Granda, sobre el Parque Céspedes, es un ir y venir de extranjeros con jineteras, en su mayoría negras. Una de ellas come pollo frito y se guarda en el bolso un sándwich y dos latas de refresco.
     Los putañeros suelen ser tipos toscos y anodinos. Algunos no logran desprenderse de su aspecto de empleado gris, por más que aquí hayan dejado de ser Gutiérrez el casposo para convertirse en “papito rico”. Hay jubilados, oficinistas, comerciantes o taxistas, y todos se sienten el rey del mambo. Los hay también infelices, como ese francés con cara de pringado al que una muchachita termina de exprimir en la chopin y le hace comprar varias botellas de ron “para la familia”. Llegan sobre todo de España y de Italia, pero también de México y Canadá.
     “Somos un gran burdel”, dice Julián, empleado de una compañía de alquiler de autos. “Desde los doce años las niñas andan buscando turistas. Y ves tipos repugnantes con jovencitas bonitas. Los mismos maridos mandan a sus mujeres con extranjeros. Todo el mundo nos pisa. El cubano antes era diferente. Hemos perdido la dignidad.”
     Por si este espectáculo envilecedor no bastara, los cubanos tienen además que aguantar patanerías. “En casa tuvimos a un italiano del partido de Refundación Comunista”, recuerda Luis, que alquila un cuarto en Santiago. “Era un tipo ya mayor que nos llegaba con una adolescente cubana. Y lo teníamos hablando maravillas de Fidel y de esta revolución que le proporcionaba hembras baratas. Ya yo un día le dije: ‘Esto hay que vivirlo. Y hay que vivirlo cuarenta años. Si no, usted no tiene ni idea de lo que habla. Estamos destruidos’. No dijo más nada.”

     La “dignidad del pueblo cubano” que inunda la verborrea oficial se diluye en la vida cotidiana.
     “Hace poco recordaban en la televisión que el 29 de abril de 1959 la Constitución decretó que las playas eran para el disfrute de todos los cubanos. Tú vete a Cayo Coco y enséñales la Constitución, y te dirán que hagas un rollito con ella y que te la metas donde te quepa”, explica enfadada Celia. Hemos llegado a Morón, en la provincia de Ciego de Ávila, en la costa norte de Cuba. Mar adentro se extiende un archipiélago formado por decenas de cayos y manglares. A Celia aún le supura la herida. Hace tres años, una pareja italiana alquiló un coche para ir con ella y su marido a pasar el día en Cayo Coco. Al llegar a la garita les dijeron que los cubanos no podían pasar. “Ellos habían pagado el coche con la ilusión de conocer las playas, así que les animamos a que entraran. Nosotros nos tuvimos que bajar y nos quedamos ahí, esperándoles junto a la garita. Se nos cayó la piel a tiras de la insolación. Antes las playas estaban prohibidas a los negros. Hoy lo están a todos los cubanos. Ahora todos somos esclavos.”
     “Fidel nos odia”, remata Rafa, su marido. “No hay otra explicación.”
     En Cayo Coco, en efecto, la policía nos pide el pasaporte. Entramos en “territorio libre de cubanos”. Los diecisiete kilómetros de carretera que unen la costa con los cayos se han construido con el procedimiento más barato: rellenando las lagunas con toneladas de piedras y tierra. La obra levantó las protestas de los ecologistas, que advirtieron de los efectos catastróficos que tendrían a largo plazo esos diques que cambiaban las corrientes y estancaban el agua. Pero Fidel prefirió aplicar una política de hechos consumados, como deja constancia este cartel gigantesco: “Aquí hay que echar piedras sin mirar para adelante.”
     A pesar de la insistencia en los “criterios conservacionistas” del desarrollo turístico, lo que se ve en Cayo Coco, en realidad, es algo tan poco ecológico como un aeropuerto y una ristra de doce hoteles de lujo construidos con mucho cemento: en total, 3,620 habitaciones. Las cadenas españolas Sol Meliá e Iberostar se encargan de su administración.
     En ese preciso momento llegan dos autobuses repletos de canadienses que han aterrizado en el cayo directamente desde Toronto. Ocho animadores forman un pasillo y saltan al ritmo de música disco. Arrastrando sus maletas, los turistas (de mucho tatuaje y mucha barriga) atraviesan el pasillo y se abalanzan sobre el coctel de bienvenida. Comienza una semana de freírse al sol en el apartheid cubano. Posiblemente se irán sin saber qué idioma se habla en la isla. Pero sí sabrán quiénes son los Cinco Héroes Presos del Imperio: en los hoteles Meliá no falta todo un despliegue con sus fotos y biografías.
     Finalmente, el gobierno de Castro apela al turismo utilizando como reclamo los atractivos de la Cuba prerrevolucionaria: las playas, las mujeres, el ron, el tabaco, la soberbia arquitectura de La Habana, la calidez de la gente o la música tradicional de los soneros nonagenarios.
     Pero está también el turismo militante, que viene encandilado con la imagen mítica de Cuba y que no piensa permitir que la realidad se la estropee. Ellos llegan a Castrolandia, el último parque temático del socialismo tropical, donde el Che ha reemplazado a Mickey Mouse: tenemos postales del Che, llaveros del Che, camisetas del Che, dibujos del Che… ¡hasta un mausoleo! Se ponen tibios de mojitos, se llevan de recuerdo los manteles de papel de La Bodeguita del Medio y hacen suya la terminología oficial. La miseria de La Habana Vieja o de Santiago es pintoresquismo, la prostitución es simpático libertinaje. Los desempleados, vagos. Y los mendigos, lacras. Los disidentes, vendidos. Los exiliados, gusanos.

     Lunes 24 de mayo. Las tiendas en dólares han abierto finalmente sus puertas. Se confirman los presagios: los precios han subido entre un diez por ciento y un veintidós por ciento, según los productos. La comida, “sólo un diez por ciento”, según el comunicado oficial.
     En Cuba se acabó la economía socialista, pero tampoco hay libre mercado. Los ejemplos sobran. Con apenas el quince por ciento de las tierras, los campesinos privados producen casi el 75 por ciento de los alimentos comercializados en los mercados agropecuarios, pero siguen con la obligación de vender la mayoría de sus cosechas al Estado a precios muy bajos. Las empresas extranjeras del sector hotelero pagan los salarios de sus empleados al Estado cubano en dólares, pero éste se los entrega… en pesos y se queda con la diferencia. Los impuestos a los paladares y casas de huéspedes han llevado a más de una familia a la quiebra.
     Después de haber perdido el acceso al crédito internacional por sus repetidos impagos, el régimen busca ahora ordeñar a los inversionistas extranjeros que sucumben a los encantos de la isla. Para ello cuenta con la complicidad de los “jineteros comerciales”, un pequeño grupo de empresarios españoles, italianos o franceses que lograron hacer buenos negocios hace diez o quince años gracias a sus contactos con la cúpula política. A cambio de prebendas, estos “jineteros” actúan de carnaza para convencer a sus colegas novatos de las grandes oportunidades que ofrece Cuba, sin advertirles de las trampas. “Muchos caen, seducidos por el clima, las mulatas y la atención que reciben del ministro o del vicepresidente”, cuenta un hombre de negocios. “De repente se sienten importantes y al cuarto mojito firman contratos como locos.” Los problemas vienen después. “Te pagan al contado los dos primeros pedidos. El tercero, a plazos. Coges confianza. Y a la quinta operación te atrapan. Ya no puedes salir, porque te dicen: ‘Te pago si me continúas dando crédito’. Estás en la ciénaga, y tampoco puedes denunciarlo.”
     Y ese silencio permite al gobierno seguir atrayendo nuevas víctimas. “Con los grandes empresarios, el régimen usa otras trampas: por ejemplo, la renegociación de los créditos año tras año. La empresa pierde dinero, pero perdería aún más si se fuera del país.” Y todos hacen el mismo cálculo: el Máximo Líder tiene 77 años y, con su muerte, vendrán los cambios y la bonanza. El problema es que la salud de Fidel Castro no parece tan mermada como se dice. Es más, uno de sus médicos, creador del Club de los 120 Años, se ha propuesto mantener vivo a su ilustre paciente hasta, por lo menos, esa edad.
     Mientras los cubanos están a la espera del desenlace biológico que decidirá el destino de la isla, una pequeña nomenklatura prepara su futuro con suma discreción y ha empezado a sacar del país importantes cantidades de dinero. “Las ratas están abandonando el barco, y eso no es muy alentador para el régimen”, comenta un diplomático latinoamericano.
     Para frenar la corrupción y el robo sistemático, el ejército ha tomado el control de las actividades estratégicas, como el turismo y la electrónica. Los militares son más disciplinados y, además, están bajo la dirección del hermano de Fidel Castro y de sus colaboradores más cercanos.
     ¿Se está preparando el régimen para la transición y quiere tener las mejores cartas en previsión de una negociación política? ¿O, por el contrario, la cúpula desconfía de todos y se prepara para la confrontación desde una posición de fuerza? Todos los escenarios son posibles. Un cartel avistado en la provincia de Villa Clara ofrece un vaticinio: “El futuro será de los optimistas”. –

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