Sin duda es un mérito que el Museo de Arte Moderno (MAM) haya decidido hacer una exposición en México de la obra de Guillermo Gómez-Peña –¡ay, virgencita, finally!–. Nacido en chilangolandia a mediados del siglo pasado, emigró y terminó de formarse como artista en California –parte de Aztlán para los chicanos–. Desde que fundó el grupo La Pocha Nostra en los noventa, Gómez-Peña ha confirmado ser uno de los críticos más lúcidos de las identidades monolíticas y un temerario habitante del in between (“post-mexicano en proceso de chicanoización”). Por eso sorprenden los treinta años de retraso de Mexican (in)documentado, la primera retrospectiva del performero en nuestro país.
It’s a love and hate onda, dijo Gómez-Peña hace algunos años sobre los museos (Performing in the zones of silence, 2006). Al performance le gusta la calle, donde surgió, y resiente las estiradas paredes de las salas de exhibición. Esa tensión recorre la muestra desde el mero título. Atención al prefijo. Indocumentado: inside los documentos. Así, una de las primeras piezas es una hoja de identidad del artista, cuyo nombre traducido es “Guiliermo” y su lengua el gringoñol. Más adelante, hay otro documento de identidad, el pasaporte con los sellos que registran sus ingresos a México, pero también aquella vez que visitó el México de Epcot Center en Disneyworld. Y, junto a este, un titipuchal de ids (e ids): una licencia que lo acredita como explorador del fenómeno ovni, un pase de prensa. ¿Cuál de todos es Guillermo Gómez-Peña?
De pronto, el prefijo “in” cambia de sentido y se mimetiza con el significado que tiene en vocablos como insumiso. Al hacerlo, niega que el yo pueda fijarse en el papel, en el lenguaje o en la exposición individual del performero, pese a que tanto los museos como las aduanas dependan del archivo documental del sujeto para sus fines regulatorios. Desde la lógica de las instituciones, parece que Guillermo está y no está, como un fantasma insubordinado que se invoca y se exorciza a sí mismo. Uno que también se burla de las tradiciones de la historia del arte al revelarlas como fetiches macabros. Es habitual que una retrospectiva empiece con el grandilocuente autorretrato del artista. En cambio, Gómez-Peña se retrata, sí, con su rostro, pero en el cuerpo latino de una mujer entrada en años. In between. Pieza por pieza, irá desmontando la narrativa a la que recurren los museos para construir su mito predilecto: el del genio. Sobre la pared de la primera sala, por ejemplo, hay pegada una zigzagueante línea del tiempo que quiere y no quiere representar la trayectoria de este artista. It’s a love and hate onda. Si se tratara de Picasso unas solemnes fichas explicarían cada época del Maestro; las de Guillermo, por el contrario, son hojas de papel bond, blancas y ordinarias y baratas y, por eso mismo, las adecuadas para volantear a la salida del metro.
Uno se pregunta, al poco tiempo de recorrer la exhibición, si en verdad puede haber una conciliación entre el tradicional museo y el aguerrido performance. Y si no es posible, quién de los dos ganaría la batalla: Gómez-Peña contra el MAM. Porque a veces la institución se impone y le saca ventaja al insumiso. Así ocurre en los registros en video de los performances pasados de Gómez-Peña. Cercenan la camaradería espontánea que surge entre el juglar y su público de transeúntes, y la reemplazan con el distanciamiento incómodo y recatado que exigen los mayores y las figuras de autoridad. No estamos en Balderas, estamos en el MAM. Compórtate. En un segundo, el cuerpo se pone rígido, endereza la espalda y hace como que escucha al Artista. Detrás de la pantalla, el performero invita al espectador a renegar de la afectada contemplación. Por supuesto, nadie lo hace. Ha de estar chido verlo en vivo, piensa uno, sintiéndose como un niño bien portado, pero frustrado y triste, frente a los modales del museo.
Sí, cada pieza es un pleito, un one-on-one, aunque la historia occidental que sanciona al museo hace que este valga por cientos. Es una pelea injusta, como la que a diario se libra en la frontera México-Estados Unidos, y dentro de aquel país. Colgados en otra pared están dos retratos hechos con espray sobre terciopelo, y no al óleo. Son dos ejemplos del velvet painting chicano que se coló al arte como los braceros; uno de ellos fue comisionado a Julio T. porque Gómez-Peña está dispuesto a ser coyote y dar la lucha por sus paisanos, que entrarán a las instituciones, a los States y a la historia, pero bajo advertencia: Please, don’t discover me. Nadie quiere acabar como Frida Kahlo, manoseado y revendido de país en país, en el circuito internacional del arte, como mercancía exótica. Por si las dudas, Gómez-Peña se encarga de hacer que estalle la identidad fetichizada por medio del humor y de la amenaza de lo perturbador. ¿Y se van a dejar los americans y los museos? Guillermo es astuto: sabe que la coyuntura Trump hace a los chicanos más digeribles para los mexicanos, y que la moda es un portero cruel. Por eso mismo no debe sentir esta exposición como un regreso a casa. Por eso prefiere nombrarse transcultural. Quizá, cuando salga del MAM vuelva a Nepantla:
Estimado antipaisano
your present dilemma is to wander
in a transient geography de locos
without a flashlight, without a clue ~
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.