Con algo de recelo pero vencidos por la evidencia, varios historiadores y académicos han aceptado que las películas de género histórico tienen un alcance y un impacto mucho mayor al de los libros. (Estos últimos, más rigurosos y libres de la exigencia de complacer audiencias que impone el cine de gran presupuesto.) Uno de los impulsores de la idea de que, en vez de ignorarlas, los especialistas deberían dialogar con las películas sobre hechos pasados –y, dado el caso, señalar sus imprecisiones– fue el historiador Robert A. Rosenstone, quien en 1989 creó una sección de cine en la American Historical Review, la cual editó durante cinco años. En un texto titulado “The historical film as real History”,
{{FilmHistoria, vol. 5, núm. 1, 1995.}}
Rosenstone reflexiona sobre su experiencia como editor de esa sección y llega a una conclusión tajante: el único cine histórico que vale la pena tomar en cuenta es aquel que dé al espectador elementos que le permitan tender puentes entre un evento o personaje del pasado y la actualidad. Esto no significa poner en boca de personajes diálogos anacrónicos, en los que hablan del lugar que, en un futuro, ocuparán en la Historia. (Que los personajes hablen como viajeros del tiempo es, en mi opinión, el peor vicio del cine histórico contemporáneo.) A lo que Rosenstone se refiere es a observar si una película sobre el pasado es solo una postal estática, en el peor de los casos, decorativa o que omita aquello que pueda ser divisivo o si, por el contrario, es capaz de animar un debate sobre legados, repercusiones y herencias.
Este abril se cumplen cincuenta años de la muerte de Pablo Picasso. Cuando los editores de esta revista me dijeron que dedicarían un número a repasar la vida y obra de uno de los artistas más innovadores e influyentes de todos los tiempos, me hice la pregunta-guía propuesta por Rosenstone: ¿Hay películas que valga la pena incluir en esta revisión? La respuesta es complicada. Si uno considera que el cine biográfico es un derivado del cine histórico, es de esperarse que enfrente los mismos problemas, incluso magnificados: la glorificación del pasado, la caracterización anacrónica del biografiado y el riesgo inevitable de reducirlo a uno de sus rasgos. Si el biografiado es un artista, en el ámbito que sea, la cosa se complica. Cuando el cine de ficción representa al artista “creando”, lo muestra ya sea encaramado en un escritorio garabateando frases o notas de música, o parado frente a un lienzo y aventurando unos pincelazos. Son escenas que duran segundos, si acaso minutos, porque sería imposible sostener el interés de la audiencia durante mucho más tiempo. Así, el proceso creativo queda reducido a algo que ni lo abarca ni lo representa. Muchas biopics sobre creadores buscan recrear las anécdotas, interacciones y escenarios que pudieron servirles de inspiración –algo que puede iluminar aspectos de su obra, pero no explicarla (cosa que, al final, tampoco es necesaria)–. En todo caso, el género biopic ha servido para alimentar la tesis de que el artista y su obra son inseparables. Hasta hace poco tiempo, esta noción no era problemática. Ahora es el hilo del que pende el estudio de la historia del arte.
En un giro de trama inesperado, biopics que hubieran sido valoradas como mero entretenimiento ahora pueden considerarse “evidencia” de que un artista debe ser cancelado (y su obra, descartada). Así como los académicos llegaron a aceptar que las películas habían sustituido a los libros como medio para acceder al pasado, quizá los historiadores de arte del presente deben contemplar que las biopics pueden llegar a incidir en la percepción de la obra de un artista. Comprenderá el lector por qué la pregunta sobre qué películas pueden ser relevantes para conmemorar el aniversario luctuoso de Picasso no tiene una respuesta fácil: depende de factores que no tienen que ver siquiera con el valor de las películas mismas. Daré un ejemplo más adelante.
El documental es el género que más veces ha abordado la vida y obra de Picasso. Lo ha hecho, sin embargo, en películas breves, de distribución limitada o producidas para televisión. Este no es un juicio de valor, pero habla de la naturaleza de estas cintas: son piezas informativas hechas con material de archivo y entrevistas con críticos e historiadores de arte que discuten temas ya expuestos en libros –y más importante, en exposiciones–. Es el caso de Matisse-Picasso (2002), de Philippe Kohly (puede verse en YouTube), sobre la admiración mutua y la rivalidad entre ambos artistas. Considerando que el moma tuvo una exposición sobre el mismo tema y que esta se complementó con mesas de debate con los curadores que fueron grabadas y también pueden verse en línea, películas como la de Kohly no dejan de ser valiosas pero no son el punto de partida de una nueva reflexión. Del mismo corte es el documental Young Picasso (2019), de Phil Grabsky, que busca mostrar cómo la luz, los escenarios, la composición étnica y la estratificación social de Málaga, Barcelona y París, ciudades en las que el artista pasó su primer cuarto de vida, nutrieron la obra de esos primeros años y se integraron a las siguientes etapas.
Documentales como estos dan herramientas para entender, por así decirlo, la obra de un artista, pero no involucran al espectador. Se proponen ser guías y cumplen bien su función. Que esto no se malinterprete: soy la primera en disfrutarlos y recomiendo ver otros de la serie Exhibition on Screen, a la que pertenece Young Picasso (en su página web es posible rentar visionados). Muy distinto a todos ellos, The mystery of Picasso (1956), del francés Henri-Georges Clouzot, es quizá la única película imprescindible sobre el artista. A diferencia de los documentales biográficos, no pretende informar, contextualizar ni dar explicaciones retrospectivas de su obra. Picasso ya era una leyenda viva cuando aceptó la propuesta de su amigo Clouzot de hacer veinte dibujos y óleos usando un lienzo traslúcido que, a la vez, ocuparía el total del cuadro de la película. Solo al principio del documental y en otras pocas ocasiones aparece Picasso empuñando el pincel; el resto del tiempo permanece oculto detrás del lienzo. El espectador, mientras tanto, ve cómo sobre un fondo blanco van apareciendo los trazos rápidos del pintor. A través de una voz en off que sirve de presentación, Clouzot afirma que “daríamos lo que fuera” por haber estado en la cabeza de Rimbaud o de Mozart mientras creaban sus grandes obras. “Por descubrir el mecanismo secreto que guía al creador en una aventura peligrosa.” Esto que es imposible en el caso de la poesía y la música, agrega el director, es viable en el de la pintura, ya que “para saber qué pasa por la cabeza de un pintor es necesario seguir su mano”. Su documental, dice, develará ese misterio. No estoy muy segura de que The mystery of Picasso cumpla con ese objetivo –con cada pincelada y corrección de Picasso, lo único que queda claro es que la relación entre los trazos que aparecen es imposible de anticipar–. También sorprende observar las formas que toma su insatisfacción (borrones furiosos, la creación de un nuevo punto focal), llevándolo varias veces a “limpiar” el lienzo para empezar otra vez. Gracias al recurso de “esconder” al autor de los trazos, uno llega a olvidar, aunque sea durante unos segundos, la identidad de ese artista tan insatisfecho. Es entonces cuando el documental cumple su promesa de mostrar “la aventura peligrosa de la creación”. Y es que apenas aparece Picasso con sus ojos de diablo y camiseta sin mangas, él –su corporeidad– se convierte en el centro de gravedad de la cinta. No es lo ideal, y no se puede evitar.
Lo que lleva al tema mencionado antes: la fuerza de atracción que ejerce la mitología alrededor del artista. La leyenda de Picasso como coleccionista de mujeres –dos esposas e incontables amantes, a quienes abandonaba al poco tiempo pero que mantenía cerca de él– desde siempre le ha ganado el adjetivo de “misógino”. En la era post #MeToo, sin embargo, podría ser causa de rechazo a su obra. En 2022 el Museo Picasso de París invitó a artistas mujeres a exponer obras que aludieran a los cuadros de Picasso en los que aparecen sus desdichadas musas (el más famoso, La mujer que llora, retrato de su amante Dora Maar). También el año pasado el museo homólogo en Barcelona organizó talleres y mesas redondas sobre el tema. El contexto en el que se llevan a cabo estas actividades casi garantiza una reflexión productiva para analizar la relación complejísima entre pulsiones y creación. El riesgo de simplificar viene cuando se aísla un atributo del artista y esto se convierte en un todo que termina por ignorar el motivo por el que se está hablando de él: su obra. El cine aumenta ese riesgo. Y si, como ya se dijo, el cine de ficción puede atrapar la imaginación colectiva al punto de reemplazar otros referentes, no hay que quitar importancia al hecho de que la biopic más conocida sobre Picasso está centrada en sus muchas y complicadas relaciones con las mujeres. Siguiendo el criterio de Rosenstone –hablar de películas que detonen un diálogo con el presente– Surviving Picasso (1996), de James Ivory, es una película que vale la pena mencionar. Más aún, al ser producida por la ya extinta compañía Merchant Ivory Productions –asociada con el cine de calidad–, fue una cinta que tuvo una distribución suficiente y la atención de los principales medios. Es decir, fue un retrato de Picasso que tuvo visibilidad.
Como la mayoría de las películas de esta productora, el guion de Surviving Picasso fue escrito por Ruth Prawer Jhabvala (quien falleció en 2013), y está basado libremente en el libro Picasso. Creator and destroyer, de Arianna Huffington. La historia se narra desde la perspectiva de la pintora Françoise Gilot (Natascha McElhone), quien sostuvo una relación de diez años con Picasso (Anthony Hopkins) y es la madre de sus hijos Claude y Paloma. Como sugiere el título, esta es más bien la historia de Gilot: la única de las mujeres de Picasso que lo abandonó (y no a la inversa). La acción arranca en los años de la ocupación alemana en Francia, cuando Françoise, de veintiún años, conoce a Picasso, de 61. Es a través de ella que el espectador echa una ojeada a las vidas de las mujeres que la precedieron: Olga Jojlova (primera esposa del pintor), Marie-Thérèse Walter y la ya mencionada Dora Maar. Françoise alcanza a presentar a la audiencia a la mujer que vendría después, y a quien Picasso convertiría en su segunda esposa: Jacqueline Roque (Diane Venora), la más retratada de sus parejas y con quien vivió sus últimos años.
El problema mayor de Surviving Picasso es el que afecta a la mayoría de biopics sobre artistas: que no echan luz sobre la relación entre temperamento, experiencia y creación. Otro problema es que el único personaje femenino más o menos elaborado es el de Gilot. El resto de las mujeres están desprovistas de dimensiones –y vaya que las tenían–. Según muestra la película, el drama de sus vidas fue que Picasso las abandonara: “Sin él no hay nada. Sin Picasso, solo Dios”, dice Dora Maar, en voz de una Julianne Moore un tanto sobreactuada. Picasso es representado como el hombre egocéntrico, manipulador y castrante que sin duda fue, al punto de, como se ve en la cinta, querer impedir que las galerías compraran obra de Gilot después de que lo abandonó. (La película no lo dice, pero también quiso impedir la publicación de sus memorias, Life with Picasso, aunque no lo consiguió.) El sesgo en el alegato que plantea Surviving Picasso es minimizar la fascinación que el pintor ejercía en sus compañeras, que padecían su narcisismo pero se sabían adoradas por él. Caracterizar a Picasso como un monstruo –dijo hace poco su nieto Olivier– es quitarle agencia a las mujeres que lo amaron. Concuerdo con él. ¿Por qué permanecían a su lado? Biopics como Surviving Picasso evaden la pregunta. No es que haya una sola respuesta, ni toca aquí buscarla. Es solo que esas pasiones, y cómo se metabolizan, también forman parte del misterio de la creación. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.