México es el paraíso de los criminales. Si un ciudadano abre un negocio sus posibilidades de éxito son del 30% o 40%. Si un malhechor comete un crimen (asalto, extorsión, asesinato) tiene el 99% de posibilidades de quedar impune.
En México una turba puede perseguir a un inocente, golpearlo con saña y luego prenderle fuego sin que se le sancione. La policía, si llega, no interviene. Hay leyes contra la tortura, el secuestro y el asesinato, pero el linchamiento no está ni siquiera tipificado como un delito. La mayoría de los ciudadanos enfebrecidos que participan en un homicidio tumultuario quedan sin castigo. Peor aún: la sociedad que se entera de estos actos de barbarie –por las redes sociales o los medios de comunicación– no condena los hechos, tiende a justificarlos.
El primer registro de un linchamiento en México, según José Antonio Aguilar Rivera, es de 1897. Pero se trata de una práctica ancestral. El término es una adaptación del vocablo lynching, que comenzó a utilizarse en la guerra de independencia norteamericana. Antes, en 1619, Lope de Vega publicó en Madrid la obra teatral Fuenteovejuna, basada en hechos que ocurrieron en 1476. Pero el origen de los linchamientos es muy anterior. De acuerdo con José Luis Soberanes “no es un fenómeno social nuevo, ni en su dimensión individual ni en aquella de connotaciones colectivas. Es casi tan antiguo como el Estado mismo”.
En México, aunque no hay pruebas documentales de esto, es un fenómeno recurrente desde hace siglos. Según Pablo Majluf, desde 2016 se han multiplicado notablemente los linchamientos. Circulan en internet decenas de videos en los que se ve a personas golpeando salvajemente a un asaltante de un camión o microbús que logra ser atrapado. Los comentarios que acompañan los videos son elocuentes y se resumen en uno solo: se lo merecen. ¿Sujetarlo y presentarlo a las autoridades? Imposible. Las posibilidades de que, por haber sobornado a policías o jueces, salga libre son muy altas. Mejor que la gente haga justicia “por su propia mano”. Pero linchar es castigar, no hacer justicia. En muchos casos se lincha a inocentes a partir de rumores (“se roban a los niños para sacarles los órganos”), se lincha a los “socialistas” (como ocurrió en Canoa, Puebla, hecho llevado al cine por Felipe Cazals), se lincha a los protestantes en comunidades católicas, como antes se linchaba a las mujeres que desafiaban las convenciones sociales acusándolas de brujas. Se lincha al que no encaja con el patrón social, al diferente, al extraño.
Los linchamientos, por supuesto, no son un fenómeno mexicano. En nuestros días se lincha en Perú, Bolivia, Guatemala, Pakistán y Colombia, y antes se linchaba en Francia y en los Estados Unidos. No es tampoco algo que ocurra en zonas rurales con bajos niveles educativos. La Ciudad de México encabeza la deshonrosa lista de los lugares donde más ocurren y en ella destaca la alcaldía Cuauhtémoc, “que tiene un alto nivel de infraestructura, vigilancia, alumbrado y desarrollo”.
Sostiene Majluf que de la oposición a los linchamientos surgieron puntales de la modernidad en Occidente, tales como “el derecho a la presunción de inocencia, a un juicio justo, al debido proceso; precisamente para defender al individuo de las mayorías despóticas, que evidentemente no pueden juzgar con imparcialidad ni métodos apropiados”. Sin embargo, hemos visto resurgir, en los países más desarrollados, nuevas formas de linchamiento, ahora a través de las redes sociales. Estos linchamientos, aunque virtuales, han mostrado ser capaces de destruir reputaciones, carreras y llevar a personas al suicidio. El ensayista Ian Buruma, en un ensayo reciente –“La ética protestante y el espíritu de lo woke”– publicado en estas páginas, señala que el movimiento MeToo, algunos feminismos, la cultura de la cancelación y el wokeísmo –esas nuevas formas de linchamiento– no solo tienen clarísimos vasos comunicantes con el protestantismo intransigente, sino que representan un regreso terrorífico al puritanismo radical.
¿Qué lleva a una comunidad a la violencia extrema? Es común señalar la pobreza como una de las causas de los linchamientos. Contradice esto Majluf: “ni todas las comunidades pobres linchan, ni los linchamientos ocurren solo en comunidades pobres, ni todos los linchadores son pobres, ni todos los pobres linchan”. Hasta hoy –sostiene el autor– no existe “ninguna prueba de que la pobreza sea una causa de linchamientos”. De acuerdo con Majluf, en el centro del problema se encuentra “la enorme, monumental, monstruosa impunidad”. Se lincha porque no hay sanciones y porque la comunidad no solo tolera sino que ve con buenos ojos este tipo de justicia bárbara. Sin embargo, “para sorpresa de muchos, no hay una relación directa entre impunidad y linchamientos”. Otros hablan de que la culpa la tiene el modelo económico predominante en México en las últimas décadas, fábrica social de la desigualdad. Pero linchamientos hubo en nuestro país mucho antes de que se implantara, en 1982, ese modelo económico. No es, señala Majluf, “ni siquiera convincente como agravante, porque el supuesto auge reciente de linchamientos ocurrió hasta 2016, 34 años después de que haya llegado el neoliberalismo”.
Sin el menor escrúpulo, algunos investigadores trasnochados y el mismo expresidente López Obrador sostienen que la causa de los linchamientos debemos encontrarla en los “usos y costumbres” del pueblo, en la pervivencia de tradiciones prehispánicas. Esto se ha desmentido categóricamente: para los indígenas prehispánicos el castigo debía ser siempre proporcional al delito y este tenía que ser precedido de una advertencia. Más recientemente, al cobijo de la ideología woke, se ha dicho que la “masculinidad tóxica” juega un papel importante en los linchamientos.
Si no se puede señalar a la pobreza, ni a la debilidad o ausencia del Estado (otro de los puntos refutados por Majluf), ni al neoliberalismo, ni a los usos y costumbres, ni a la impunidad, ni al machismo imperante, ¿cómo explicar los linchamientos? Otros países han erradicado esa práctica salvaje, pero Majluf no investigó cuáles y qué mecanismos sociales echaron a andar para terminar con ella. Con el añadido de que, en esos países más desarrollados que el nuestro, han resurgido los linchamientos, ahora a través de las redes sociales. Tal vez, a la luz de las recientes investigaciones en torno a este fenómeno virtual, Majluf pudiera haber arrojado una luz más clara sobre el origen y las motivaciones de los linchadores.
No hizo Pablo Majluf esta investigación porque su tema, a pesar de ocupar casi la totalidad de su libro, no eran los linchamientos. Su tema central lo desarrolla en el último apartado, titulado “Populismo”. Es un capítulo dedicado a la crítica e intento de definición del periodo presidencial de Andrés Manuel López Obrador.
En el cuerpo central de El pueblo bueno y sabio Majluf se demora en mostrarnos que los linchamientos siempre han ocurrido en México, que desgraciadamente se dan en casi todo el país (aunque de manera más acentuada en el centro-sur de la república), que lo mismo ocurren en regiones rurales que urbanas, semianalfabetas y educadas, que en él participan hombres, mujeres, ancianos y jóvenes. Lanza la hipótesis de que quizá lo llevemos en la sangre, dados nuestros antecedentes aztecas (y sus sacrificios humanos), hispánicos (y cita a Fuenteovejuna) y hasta arábigos (por aquello de las lapidaciones públicas). Es decir, lo que su libro demuestra es que el mexicano es todo lo contrario de un pueblo bueno y sabio, presentándonos su lado más oscuro, el del pueblo bárbaro y sanguinario.
La tesis de Majluf es que, aunque el linchamiento en México es un fenómeno social ancestral, en los últimos años, en que hemos sido gobernados por el populismo, este se ha incrementado notablemente, lo cual lo lleva a establecer una relación entre el populismo y los linchamientos. Desgraciadamente esta tesis es muy endeble. En primer lugar, es difícil sostenerla con cifras. En varios lugares de su libro Majluf hace énfasis en la falta de mediciones y estadísticas. Hay muy pocas y las que hay se contradicen unas con otras. Además, señala Majluf, las pocas cifras que hay no están sustentadas en datos oficiales (dado que ni siquiera está tipificado en la ley el delito de linchamiento) sino en notas periodísticas. En los diarios las noticias de linchamientos suelen encontrarse en las páginas dedicadas a la nota roja, lo que banaliza la información, según advirtió en su momento Carlos Monsiváis. Majluf advierte que las notas periodísticas sobre linchamientos no suelen ser serias: son tendenciosas, revictimizan a los linchados y suelen ocultar a los culpables.
Si no hay datos confiables, si Majluf no investigó sobre las causas de los linchamientos en fuentes extranjeras (dados los prejuicios y sesgos ideológicos que el autor advierte en los académicos nacionales), si Majluf refuta prácticamente todas las causas que podrían habernos ayudado a entender esta práctica bárbara y premoderna, ¿qué intentó decirnos Pablo Majluf en este libro?
Para Majluf el desarrollo de la sociedad mexicana, desde su fundación en 1821, se explica como una pugna dinámica entre modernizadores y tradicionalistas. Los modernizadores “pretenden modificar costumbres y valores [tradicionales] e introducir nuevos”, mientras que los tradicionalistas “son más afines a los usos y costumbres, a las jerarquías comunitarias y estamentales”.
López Obrador, según Majluf, es quien más lejos ha llevado la idea del México tradicional, imponiendo a la sociedad su visión de que el Pueblo es el auténtico sujeto histórico de México y de que él representa (encarna) al Pueblo. Postula Majluf esa corriente nacional populista como una propuesta original cuando en realidad se trata de la vieja corriente nacional revolucionaria con pequeñas variantes. Señala como una de sus características su “etnonacionalismo”, es decir, “su reivindicación del pasado prehispánico”. Sin embargo, esa misma reivindicación se encuentra en los liberales mexicanos del siglo XIX y de manera acusada, pese a su afrancesamiento, en Porfirio Díaz.
Para Majluf, López Obrador es un cuasifascista. Traduce la categoría maniquea de amigo/enemigo a Pueblo bueno/élite mala. Y ya instalado en esa definición, que me parece forzada, afirma la vinculación, para él evidente, entre el nacional populismo y los linchamientos.
El libro sobre los linchamientos derivó súbitamente en una crítica política del obradorismo. Llegado a este punto el autor señala: “no pretendía yo hacer un estudio académico riguroso sobre los linchamientos sino más bien un comentario político de divulgación, en el orden del periodismo de opinión”. Tomando en cuenta dicha aclaración, quizá hubiera sido más conveniente comenzar el libro en el último capítulo, ahorrando al lector definiciones contradictorias sobre los linchamientos y cifras que se empalman y no cuadran.
El populismo de López Obrador, y en esto concuerdo con Pablo Majluf, apeló a “los peores fantasmas, resortes, demonios del grueso social para enardecer a las masas y utilizarlas como objeto de la propia ambición política”. A partir de un solo comentario de López Obrador de 2001, Majluf realiza una vinculación entre populismo y linchamientos. Como en el caso de quienes identifican como causas de los linchamientos a la pobreza, al neoliberalismo, a los usos y costumbres y hasta al machismo, el vínculo entre ambos fenómenos no pasa de ser una ingeniosa tesis de salón.
El libro de Majluf contiene páginas muy interesantes, profundamente pesimistas. Lo más preocupante a mi juicio no tiene que ver con el populismo sino que, como bien dice Majluf, la práctica del linchamiento “goza de una abrumadora legitimidad”. Aprehender, sujetar, golpear, torturar y quemar a un presunto culpable solo podrá desaparecer con una mayor presencia policiaca (pero no con esta policía que tenemos, con otra, que solo existe en el mundo ideal) y con autoridades modernas (con las que no contamos).
La sociedad aprueba los linchamientos y las autoridades emanan de la sociedad, es decir, las autoridades, y en este sentido López Obrador las representa cabalmente, aprueban los linchamientos porque la mayoría los aprueba como una forma de hacerse justicia. ¿Cómo salir de este círculo vicioso? Una vía es: con la denuncia y crítica de la barbarie. Este es el valor más destacable de este libro. Debemos “mirar de frente ese abismo, esa perversión colectiva”, aunque hacerlo “implica verse al espejo”. ~