Si una cualidad define la personalidad y la obra de Cristina Pacheco es la empatía. La capacidad de ponerse en el lugar del otro. La capacidad de la imaginación de sentir lo que el otro siente, lo que el otro quiere, lo que el otro sufre.
¿Se puede uno realmente poner en el lugar del otro? Se trata de una idea (un sentimiento, una capacidad) relativamente nueva. Nació en el siglo XVIII, en el campo de las ciencias sociales, en un momento histórico de la filosofía en el que la subjetividad parecía la esencia del espíritu. ¿Podemos ponernos en el lugar del otro? ¿Salir de nosotros mismos y situarnos dentro de la perspectiva del otro? Hay parejas que conviven decenas de años y al morir uno de ellos encuentra papeles que le revelan a un completo extraño. En psicología el término empatía comenzó a utilizarse hasta principios del siglo XX. Se trata de una capacidad, pero yo prefiero considerarla un don. Abrirse a los demás, proyectar la imaginación y la sensibilidad sobre el otro para saber qué siente.
El ser empático es sobre todo un ser que escucha. Que escucha atentamente. Que mira a su interlocutor tratando de comprender su alma. Hay quienes niegan que la empatía sea realmente posible. En el oráculo de Delfos estaba inscrita la frase “Conócete a ti mismo”, que la imaginación popular atribuye a Sócrates. Es un ejercicio arduo el del autoconocimiento, que puede llevar toda una vida. Si es difícil conocerse a uno mismo, ¿cómo podemos aspirar a conocer a los demás? Nadie sabe lo que el otro realmente piensa. Y sin embargo la empatía existe. Yo la he visto encarnada en Cristina Pacheco. He visto cómo entrevista a la gente. Cómo la gente se abre con ella y habla. Habla como quizá no había hablado antes. Hablan con libertad porque sienten que Cristina los está realmente escuchando, que los entiende, que los comprende, que se pone en su lugar.
Cristina Pacheco, en su excepcional programa de televisión Aquí nos tocó vivir –reconocido por la UNESCO como parte de la Memoria del Mundo–, ha entrevistado a miles de personas. Personas comunes. El tipo de personas que no aparecen nunca en la televisión. La sustancia de eso que los políticos llaman pueblo. Vendedores, cargadores, cajeras, mendigos, cantantes de café, taxistas, veladores. En cierta ocasión, que me conmovió especialmente, entrevistó a un joven panadero de un barrio marginal. Su panadería constaba apenas de un pequeño cuarto. En ese cuarto cabía un horno no muy grande, un mostrador y unas cuantas repisas donde exhibía su pan. Una pequeña panadería de barrio. El joven apenas rebasaría los veinte años. No producía ni vendía más de cien panes diarios, salados y dulces. El joven panadero era muy tímido, apenas hablaba. Me ganó la curiosidad. ¿Qué tanto podría decirle a Cristina ese joven panadero? El joven, venciendo su timidez, inspirado por la confianza que le brindaba su entrevistadora, habló. Contó del pueblo de donde vino, de su difícil llegada a la capital, de cómo se casó, de su padre que le enseñó el oficio, de lo difícil que fue montar su pequeña panadería, del orgullo que sentía de hacer y vender su pan, de su reconocimiento ante los vecinos, de la forma como amasaba la harina para darle forma de bolillo, telera o chilindrina. Vi el orgullo del joven. Vi su ambición de ser un buen panadero. Pude entrever la profundidad de su vida, su complejidad, su enorme riqueza. Cristina lo dejaba hablar, apenas intervenía. Lo miraba con muchísima atención y sobre todo lo escuchaba, lo escuchaba con todo su cuerpo. Terminó el programa y sentí lo que siento al terminar una gran novela. Había atisbado una vida. Había, o así lo creí sentir, comprendido a un ser humano. Sus razones y motivaciones. Un joven panadero de un barrio pobre. Sus estantes exhibiendo unos cuantos bolillos. Su mirada de orgullo. Sí, definitivamente, sí existe la empatía, es un don, una capacidad de comprender al otro. Esa capacidad la encarna como nadie Cristina Pacheco.
Hace algunos años realizaron un homenaje a José Emilio Pacheco, el esposo de Cristina, en Bellas Artes. Poetas y escritores honraron la memoria del autor de Tarde o temprano. El recinto estaba lleno, muchas personas se quedaron sin poder entrar. Cuando terminó el acto, la pareja –José Emilio, Cristina– abandonó la sala. Los tres pisos de Bellas Artes estaban abarrotados de gente. Al verlos salir comenzaron a gritar “¡Cristina, Cristina, Cristina!”. La gente la quiere porque ella se ha dado a la gente, sin servirse de ella. Les ha dado voz. Les ha dado rostro. Ha sido empática con ellos. La empatía existe.
Me he referido a su gran talento para escuchar. Nada he dicho de su gran talento para escribir. Desde la fundación de La Jornada, hace poco más de 39 años, semana a semana, Cristina Pacheco ha publicado un cuento que aparece en la contraportada del diario. Un cuento que narra –como sus entrevistas, crónicas y reportajes– la vida de gente común, como usted y como yo. Maneja todos los registros, pero en el que destaca sin duda es en el del pequeño drama. La situación de una vida enfrentada a un nudo existencial. La deuda que no se puede pagar, una familia que es lanzada de su casa, un padre que se va “por cigarros” y no regresa más, un minusválido que pierde su pierna postiza… Me consta que es una lectora contumaz de Maupassant, de Flaubert y de Chéjov. La crítica miope ha visto con desdén sus historias. Pero sus relatos seguirán leyéndose cuando nadie recuerde el nombre de esos críticos. Ha reunido una parte mínima de sus cuentos en títulos como Para vivir aquí, La última noche del tigre, Amores y desamores, Los trabajos perdidos, Limpios de todo amor, El oro del desierto y Humo en tus ojos. Chus Visor, un lector excepcional, fundador y mítico editor de Visor, comenta que “sus obras como escritora son de primera categoría. La obra de Cristina Pacheco es mexicana y universal, en el ámbito de la lengua española debe estar entre las grandes”.
Con una prosa ágil, de gran claridad y aguda penetración psicológica, ha formado un vasto universo de personajes heroicos. Porque heroico es llevar todos los días el pan a la mesa, cuidar a una madre enferma, hacerse cargo de los hijos de una hermana que fallece, darle ánimos a un menesteroso, ayudar a caminar a un lisiado. Para mí, sus más entrañables personajes son los viejos, los ancianos olvidados en los asilos, sumidos en un silencio memorioso, abandonados por sus parientes, glorias de otros tiempos que vegetan en sillones desmembrados. Ellos, sin que la sociedad lo sepa, llevan sobre sus hombros la memoria de su familia, de su pueblo, del país. Cristina Pacheco ha logrado darles voz a esos viejos. Los ha hecho hablar en sus relatos. Ha logrado que cuenten historias conmovedoras, a veces hasta el desgarro. Nuestra sociedad, ávida de la velocidad y de lo nuevo, no repara en esos viejos. Cristina Pacheco los ha visitado en asilos miserables, se ha sentado a su lado, ha escuchado sus historias y luego las ha trasmutado, con el vuelo de su imaginación, en buena literatura.
Comenté que un rasgo que define a Cristina Pacheco es la empatía. Pero no es el único. Está también la solidaridad. La ayuda al caído. Quitarse la cobija propia para darla al que tiene frío. Resultan memorables las entrevistas que Cristina Pacheco realizó a las víctimas del temblor de 1985. Gente que lo perdió todo, comenzando por sus familiares. Gente a la que Cristina le ofreció el micrófono y la cámara para exponer que se había quedado sin nada. La solidaridad es la forma activa de la empatía.
Llegó de Guanajuato a los cuatro años, perteneciente a una familia campesina. La ciudad la deslumbró. Se propuso hacerla suya a través del periodismo y lo logró. Comenzó a trabajar a los quince años como reportera urbana. Firmaba con seudónimo masculino sus reportajes porque en el México de aquel entonces la palabra de una mujer valía poco, o nada. Trabajó en Siempre! bajo el mando del legendario José Pagés Llergo. Ejerció en todas las secciones de los diarios, aun las más desdeñadas, y en todas impuso su calidad y profesionalismo: “Ciudad”, “Deportes”, “Espectáculos”. De entre sus muchos libros uno de los que más disfruto es Los dueños de la noche, que reúne entrevistas con músicos, actrices, vedetes y boxeadores. Inolvidable su entrevista con Salvador Sánchez, muerto joven en la cima de su carrera. Rossy Mendoza, la cintura más breve de México, bellísima cabaretera que iluminó mi adolescencia, le confesó a Cristina su amor por la pintura y la literatura. La lectura de este libro nos hace evocar un México que, por la inseguridad, ya no existe, el México nocturno, de cabarets y burlesques. En este sentido, como sus programas de televisión, puede decirse que los libros de Cristina Pacheco constituyen una parte profunda de la memoria de México.
Cristina Pacheco entrevistó a miles de personas de a pie, a migrantes perdidos en la gran ciudad, a taxistas y a boleros, a afiladores de cuchillos y a globeros, a vendedores de camotes y a pajareros. Combinó sus entrevistas en la calle (pocas personas en México han sabido disfrutar y apreciar más las calles que Cristina Pacheco) con memorables entrevistas con escritores, reunidas muchas de ellas en Al pie de la letra: Emilio Carballido, Rodolfo Usigli, Augusto Monterroso, Juan García Ponce, Luis Cardoza y Aragón, Camilo José Cela, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Alí Chumacero, Pita Amor, Álvaro Mutis, Sergio Pitol y un largo etcétera. Entrevistas memorables por el oficio que Cristina Pacheco imprimió en cada una de ellas: leía y estudiaba a fondo a sus entrevistados. Cuenta Héctor de Mauleón: “Pocos en México dominan el arte, el placer de la conversación. La gente se abre ante ella. Le dice cosas que no le diría a nadie más. En menos de un minuto, con solo dos preguntas, Cristina Pacheco te hace sentir que eres un viejo amigo.”
Luego de casi cuarenta años de hacer sus programas de televisión y publicar su cuento semanal en La Jornada, Cristina Pacheco anunció recientemente su retiro debido a una grave enfermedad. Me sumo a las miles de voces que han lamentado su ausencia involuntaria. Su empatía y su solidaridad nos hacen falta hoy más que nunca en este México violento y desigual que hemos construido.
Nos queda su ejemplo. El profundo respeto con el que supo acercarse a las personas más humildes. Su invencible pasión y curiosidad por todas las cosas del mundo. Su amor a los pájaros y a las flores. Sus conmovedores relatos. No dejaremos de extrañarla nunca. ~