Lectura muerta

Con cuotas, prohibiciones o programas oficiales, un Estado puede decidir educar o no educar o fingir que educa. Los ejemplos en la historia y en el presente son abundantes.
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Isaak Bábel escribió un cuento cercanamente autobiográfico con “Historia de mi palomar”, dedicado a Máximo Gorki. Habla de las cuotas que entonces tenían los judíos para acceder a las escuelas. En su caso, en Odesa, era del cinco por ciento. “De cuarenta niños sólo dos judíos podrían matricularse en el grado preparatorio. Los maestros preguntaban a estos niños con arte: a nadie preguntaban con tantas argucias como a nosotros.”

Bábel se preparó y obtuvo las mejores notas en la prueba de admisión, pero hubo de enfrentarse a otro problema: un judío rico soborna a los profesores para que admitan a su hijo. Así, Isaakito ha de esperar hasta el año siguiente. Pero esta vez, para evitar cualquier nuevo desaguisado, “me aprendí de memoria tres libros de texto. Los tres libros eran la gramática de Smirnovski, el compendio de problemas de Evtushevski y la historia inicial de Rusia de Putsikóvich”.

De modo que en la nueva prueba de admisión, luego de que el niño Bábel de diez años recitara a Pushkin, uno de los azorados maestros dijo: “Estos judiítos llevan el diablo dentro”.

Las cuotas mínimas no estaban del lado del derecho, pero los judíos aceptaron el reto y eso los convirtió en una generación de primeros de la clase.

Cuando Hitler invadió Polonia, proclamó que los polacos apenas habrían de aprender a contar hasta quinientos y a escribir sus nombres; que no supieran leer, pero sí aceptar que el mandato divino era obedecer a sus opresores alemanes. Esto hizo que se establecieran incontables escuelas clandestinas, pese a que el castigo por enseñar podía ser la muerte.

En la Grecia antigua había mucho ímpetu educativo a través de aquello que se llama la paideia, sobre todo con la mira de crear ciudadanos. Esta era para los hombres libres, por eso a las disciplinas que en latín se llamarían el trivium y el cuadrivium se les llamó liberales. Aunque bien es sabido que los griegos nunca acabaron de resolver qué debía enseñarse, y esa pregunta ha continuado siempre en el aire. Buena parte de las rencillas entre filósofos y sofistas tenían que ver con esto; tal como hoy lo discuten educadores, políticos, padres de familia, maestros, sicólogos y demás.

En Paideia: Los ideales de la cultura griega, monumental obra de Werner Jaeger, publicada por el FCE cuando el FCE era el FCE, leemos: “La nodriza, la madre, el padre, el pedagogo, rivalizan en formar al niño cuando le enseñan y le muestran lo que es justo e injusto, bello y feo. Como a un leño torcido, tratan de enderezarlo mediante amenazas y castigos. Después va a la escuela y aprende el orden, así como el conocimiento de la lectura y la escritura, y a manejar la lira”.

Y también: “Pasado este grado, el maestro le da a leer los poemas de los mejores poetas y se los hace aprender de memoria. Éstos contienen muchas exhortaciones y narraciones en honor de hombres preeminentes, cuyo ejemplo debe mover al niño a la imitación”.

El asunto de “los mejores poetas” puede estar devaluado hoy en día en las escuelas, en cambio sigue vigente lo de “hombres preeminentes” que muevan a la imitación, y ya será cada manejo del poder político el que decida acerca de la preeminencia.

En las Leyes de Platón podemos leer: “El niño de diez años debe ir unos tres años a aprender a leer y a escribir, mientras que un momento apropiado para comenzar a tocar la lira es cuando llegan a los trece años, deben permanecer otros tres años aprendiendo”.

Por supuesto, Isaak Bábel pensaría que los diez años son un poco tarde para aprender a leer. No con respecto a la lira, sino al violín, Bábel nos cuenta: “Toda la gente de nuestra categoría: corredores, tenderos, bancarios y oficinistas de compañías navieras, enseñaban música a sus hijos”. Sus padres pensaban que podría tener fama como concertista, pero: “Cuando ensayaba los ejercicios de violín colocaba en el atril un libro de Turguéniev o de Dumas y mientras rascaba el instrumento devoraba una página tras otra”.

¿Qué debe enseñarse en las escuelas, cómo hay que hacerlo, a qué edad se han de aprender tales o cuales cosas, cómo ha de evaluarse el aprendizaje? Y esas mismas preguntas que se hacen para los alumnos hay que hacerlas para los maestros.

Durante el renacimiento, los ideales de la educación pueden leerse en el famoso discurso sobre la dignidad del hombre. No era un tratado educativo, pero se entiende que sin educación el hombre es cercano a la bestia. “Me parece haber entendido por qué el hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno de admiración”, y con lenguaje muy de la época agrega: “Al hombre, en su nacimiento, le infundió el Padre toda suerte de semillas, gérmenes de todo género de vida. Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto dentro de él. Si lo vegetal, se hará planta; si lo sensual, se embrutecerá; si lo racional, se convertirá en un viviente celestial; si lo intelectual, en un ángel”.

En los párrafos anteriores, a modo de salpicón, pongo apenas unas muestras para hacer notar que con cuotas, prohibiciones o, más torcidamente, con programas oficiales un Estado puede decidir educar o no educar o fingir que educa, siempre con el propósito de apacentar ovejas. Los ejemplos en la historia y en el presente son abundantes.

Los libros de texto son las pústulas de una grave viruela. Vuelvo a Bábel y los libros de texto que memorizó. Él escribe: “Los niños ya no estudian por esos manuales, pero yo los aprendí de memoria”. Esos libros pasan sin dejar huella y tienen corta vida siempre en agonía. Bábel fue hombre de gran sabiduría por sus lecturas de “Turguéniev o de Dumas”. Los clásicos que no mueren.

Los libros de texto, sus erratas, carencias e ideología tienen mínima importancia para los alumnos que visitan bibliotecas y librerías, los que viven en casas con estantes repletos de libros, para aquellos que se quieren volver “ángeles”, alla Pico. Si se les da tanta importancia es porque serán la única lectura muerta de tantísimos mortales. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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