Plegaria a san Simeon Estilita

Dijo Jules Renard: “escribir es hablar sin que te interrumpan”. Y escribir columnas doblemente.
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Piadoso Simeón, tú que te pasaste treinta y siete años de tu vida en lo alto de una columna (primero de tres metros, luego de siete y finalmente de diecisiete metros de alto, de modo que ya sabes lo que son los cambios de formato), escucha la plegaria que te dirige un modesto émulo de tu hazaña, que no puede competir contigo en beatitud, desde luego, pero sí en paciencia porque mis primeros treinta y tantos años como estilita los he dejado atrás ya hace mucho. Según cuentan, lo que tú pretendías con tu columnismo era apartarte de la gente curiosa, inoportuna y a veces tentadora que interfería en tu relación con Dios. Te comprendo bien, porque ese deseo de sentirse libre de la presión atosigante de los demás lo conozco de sobra, aunque no tenga los piadosos estímulos que a ti te motivaban. En cuanto a lo que yo busco encaramado en mi columna, lo primero y más importante es poder divagar sin ataduras de la curiosidad ajena, sin preguntas intempestivas ni interferencias de esas que empiezan con un “pues lo que yo pienso es que…”. Como muy bien dijo el penetrante Jules Renard, “escribir es hablar sin que te interrumpan”. Y escribir columnas doblemente. Todo el que ha visto algo, el que ha tenido una pequeña y quizá modestísima pero inaplazable revelación, el que por placer festivo o deber pedagógico necesita expresar lo que lleva dentro, choca habitualmente con preguntas, objeciones, comentarios jocosos o admirativos, estrépito ambiental. Si quiere exponer una tesis nunca tendrá estructura argumental y notas a pie de página suficientes; si se envuelve en la ficción alegórica su diluida moraleja no será comprendida jamás o la entenderán al revés. Pero si se sube a una columna y desde ahí otea el horizonte y da voces de vigía o de muecín, no podrá ser alcanzado por el coro ambiental: puede que no le hagan ni caso, poco se pierde, pero por lo menos no le bloquearán la inspiración.

El columnista no tiene por qué conocer la actualidad mejor que cualquier otro lector de prensa: en realidad no es más que otro lector, pero con derecho a columna o sea a un rincón propio en el jardín de todos. Lo que caracteriza al nuevo estilita no es tanto lo que dice sino cómo lo dice: importa su voz, no la copla que canta. Lo mismo que en las óperas clásicas la letra suele ser cursi o melodramática pero los grandes tenores o sopranos saben decirla de tan alta manera que nos emociona, así el estilita que también es estilista, el estilita dueño de su oficio, puede encantarnos a pesar de que sostenga ideas disparatadas o completamente opuestas a las nuestras. El columnista que más nos hace disfrutar, incluso aunque no queramos, es el buen columnista del bando contrario. Y la argamasa de una columna como Dios manda es el humor. Quien carece de humor no puede ser estilita, ¿verdad, Simeón? Nuestro padre Voltaire, el más ilustre heredero de san Simeón, dosificaba como nadie el humor de sus columnas –que entonces no se llamaban así porque faltaban los periódicos para plantarlas– igual que luego hizo Gilbert Keith Chesterton, el mejor de los contemporáneos. O, entre los españoles, Julio Camba. A diferencia de los más destacados titulares que nos cuentan la actualidad, nadie tiene urgencia en leer las columnas: si no producen placer, si no nos hacen siquiera sonreír, las abandonamos sin remordimientos. El humor es el cebo que pone el astuto estilita para atraer al lector, la liga que hace que se quede pegado a la rama como un pájaro descuidado.

¡Piadoso Simeón, no nos abandones ni nos regatees tu inspiración! Enséñanos a escribir columnas que no traten de política, ni de ciencia, ni siquiera de cultura: que sean livianas, frágiles y parezcan hechas de finísimo oro, como las hojas que caen en otoño. ~

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Filósofo y escritor español.


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