Rivero Taravillo, fuego con nieve

No solo como poeta y traductor, sino también como impulsor de iniciativas culturales y conocedor de las industrias del libro, Antonio Rivero Taravillo dejó una honda huella en ambos lados del Atlántico. Tras su sensible fallecimiento, este breve recuento de su trayectoria resguarda su legado.
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No de forma inesperada, pues todos sabíamos de su enfermedad, pero sí por desgracia demasiado pronto, con solo 62 años, ha muerto Antonio Rivero Taravillo, recogiendo un rimero de justificados elogios que rinden homenaje al escritor todoterreno, pero también a la persona noble y generosa que desde diferentes instancias apoyó siempre a otros autores, al margen de su posición y nombradía. Poeta, aforista, traductor, narrador, ensayista y biógrafo, pero también librero, editor e impulsor de iniciativas culturales, Antonio fue un hombre de letras en la más amplia extensión del término, que por su oficio o por sus oficios conoció asimismo –cosa infrecuente entre nuestros escritores, tan puritanos, tan celestiales– los entresijos de las llamadas industrias del libro. Era un sabio en buena medida autodidacta, el clásico erudito ajeno a la carrera académica, pero bajo sus modales impecables y su temperamento cordial, que ya implicaban una cierta disidencia en este mundo lleno de gente malencarada, alentaba un raro. Lo decimos, naturalmente, a su favor, en favor de la bendita anomalía.

Fuego con nieve: la famosa definición de Cernuda, incluida en su poema “El andaluz”, de Como quien espera el alba, dio título al blog que alimentó con regularidad durante años, con esa serena hiperactividad con que se aplicaba en todos los frentes. Nacido en Melilla, durante el último año de la estancia de sus padres en la ciudad norteafricana, Antonio tenía una dicción característica que dejaba ver, para los andaluces estrictos, un cierto deje de extranjería, pero la definición cernudiana le cuadraba como un guante a su forma de aunar la pasión y la inteligencia, el fervor y la capacidad analítica. Tenía también algo de la fina frialdad del sevillano ideal en la conocida acuñación de Unamuno, sancionada por Antonio Machado. Pero, si hablamos de sus geografías afectivas, hay que decir España y México e Irlanda e Inglaterra. Si de lenguas, el vasto dominio de las literaturas hispánicas y el de las anglosajonas, con las célticas en un lugar central de su devocionario.

Antonio fue un escritor relativamente tardío y quizá por ello muy prolífico, como si quisiera –él mismo lo expresaba en esos términos– recuperar el tiempo perdido o como si intuyera –pero esto no podía saberlo–, que no disponía de mucho por delante. Su primer libro, la plaquette Bajo otra luz, lleva fecha de 1989 y apareció en un fantasmal sello, La Llave de Plata, que apenas encubría la edición a su costa. Son sus primeros poemas, dados a conocer con veintiséis años, pero por una recopilación posterior, Sextante (Polibea, 2021), donde incluyó nada menos que seis libros de juventud –el primero de ellos lleva el bienhumorado título de Las primeras catástrofes– hasta entonces inéditos, sabemos que sus poemas más antiguos se remontaban a 1982 y que el arco de esa prehistoria editorial se extendería hasta 1998. Entre aquella secreta primera entrega del 89, por lo tanto, y la siguiente, que podríamos considerar su primer poemario de madurez, Farewell to poesy (Pre-Textos, 2002), con su borgiano tigre en la cubierta, pasaron trece años en los que el poeta –que ya lo era, como hemos visto, desde mucho antes– ejerció solo en la intimidad. Del siglo XX, en realidad, comprobamos al reunir sus libros, solo data otro, Las ciudades del hombre (Llibros del Pexe, 1999), este de prosas más o menos viajeras, donde reunió un sugerente puñado de artículos de la segunda mitad de los noventa.

Quiere esto decir que toda la obra de Antonio Rivero Taravillo, salvo los dos títulos mencionados y tres traducciones de Flann O’Brien, Pound y Shakespeare, autores fundamentales de su canon personal, pertenece al siglo XXI, lo que da una idea de su formidable capacidad de trabajo. Porque hablamos de más de cuarenta referencias propias y casi medio centenar de traducciones, sin contar las ediciones, los prólogos y los artículos, una actividad literaria incesante que alternó con sus responsabilidades como librero o editor, con su disponibilidad para leer y alentar a los principiantes y con su gusto por prolongar la jornada en la grata compañía de los amigos.

Volviendo por un momento a la prehistoria, diremos que Antonio estudió Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla y pasó una temporada como becario en la de Edimburgo, pero a finales de los ochenta cambió las aulas –en esa deserción, como él mismo la llamaba, hay una primera manifestación de heterodoxia– por el trabajo al frente de The English Bookshop, clave en la definición de su perfil profesional. Ya entonces, desde mediados de esa década, estaba en relaciones con Teresa Merino, su primero condiscípula y después leal compañera de vida. Y antes de empezar su desempeño como librero, dirigió la revista Claros del bosque, publicada por el Aula de Poesía y Pensamiento María Zambrano de la Hispalense. Ambas dedicaciones tendrían continuidad, ya en el nuevo siglo, en la dirección de la Casa del Libro de Sevilla, experiencia que quedó recogida en unas ácidas memorias, Un hogar en el libro (Newcastle, 2022), y de las revistas Mercurio de la Fundación Lara y El libro andaluz de la Asociación de Editores de Andalucía. Pero sus dos logros mayores en el ámbito editorial fueron la dirección del sello Paréntesis, donde alternó el rescate de autores clásicos con la apuesta por los emergentes, y el que fuera su último proyecto en este campo, la revista Estación Poesía del Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla, un escaparate plural que eludió los sesgos y banderías para ofrecer una panorámica verdaderamente abarcadora.

Ya nos hemos referido a sus primeras traducciones y no hay duda de que este otro oficio, al margen de la cantidad, fue en su caso no un mero complemento de su labor creadora, sino una parte importante de ella, por la calidad de su trabajo y por lo que tuvo de proyección de sus intereses estéticos, en los que convivían la anglofilia, hermosamente consignada en su Viaje sentimental por Inglaterra (Almuzara, 2007), y el culto de Irlanda, del que dio cuenta en un diccionario ineludible, En busca de la Isla Esmeralda (Fórcola, 2017). Sería demasiado prolijo citarlas en extenso, pero para hacerse una idea de su titánica labor en este terreno basta mencionar los nombres de Shakespeare, Marlowe, Donne, Boswell, Milton, Swift, Keats, Tennyson, Hopkins, Yeats, Pound o Graves, abordados por el traductor en impecables versiones que en el caso de la poesía logran lo más difícil: preservar esa condición en la lengua de destino. Y Poe y Whitman y los “primeros poetas norteamericanos”. Y el citado Flann O’Brien y Liam O’Flaherty y Kate O’Brien y Jamie O’Neill. Y dos recopilaciones fundamentales: Antiguos poemas irlandeses (Gredos, 2001), la más completa en cualquier idioma, y Canciones gaélicas (Diputación de Málaga, 2003), una antología de la poesía vernácula escocesa (siglos XVI-XVIII) editada por Catriona Zoltowska y traducida por Antonio, testimonio de su viejo trato con la otra lengua del país de Stevenson.

El primer contacto con el gaélico lo tuvo el estudiante de Filología Inglesa durante su aludida estancia en Edimburgo. Puede decirse que fue a Escocia a estudiar una lengua y se quedó prendado de otra, ampliando con el tiempo su interés a la variedad irlandesa. Al margen de los libros ya citados, hay un delicioso ensayo, en realidad suma de asedios, que documenta bien su fascinación por las lenguas célticas y la poesía y la prosa a ellas asociadas, Los siglos de la luz (Berenice, 2006), un deslumbrante recorrido por los “héroes, mitos y leyendas en la épica y la lírica medieval”, como dice el subtítulo, donde el autor reivindicó todo ese legado frente a la tópica idea de las tinieblas, en nada acorde al entramado de un tiempo fundacional sin el que no estaría completa la cultura de Occidente. En la breve nota que antecede al volumen, cita Antonio a los estudiosos galeses e irlandeses que le desvelaron los arcanos de ese otro mundo antiguo, y antes deja constancia de su deuda con Luis Alberto de Cuenca, Borges y el enigmático Cirlot del ciclo Bronwyn. Borges en particular, el amante de la poesía anglosajona y las literaturas germánicas medievales, es a nuestro juicio el gran modelo en el que se refleja la perdurable fascinación por la luminosa Edad Oscura.

Pero la referencia a Cirlot, a quien como veremos dedicará una biografía, tampoco es gratuita, y define bien el doble vínculo de sus filias y de su propia obra con el venero de la tradición –no ha habido “andaluz” que pronunciara mejor la palabra Shakespeare– y la ruptura de las vanguardias. Este doble vínculo es clave, al margen de la conexión irlandesa, en la elección de otra de sus figuras tutelares, el venerado Yeats, y más que evidente en la devoción por Joyce, que se situaba en lo más alto de su panteón y al que Antonio homenajeó no solo en el Bloomsday –Cien años y un día (Fundación José Manuel Lara, 2005)– cuya celebración impulsó, junto a otros joyceanos, en Sevilla, arrastrando a una tropa entusiasta en noches y madrugadas gloriosas.

Doblado el siglo, entonces, las solapas de sus libros se van llenando de títulos a un ritmo acelerado y el poeta, traductor y crítico se prueba en otros géneros. El de la biografía, después de que su Luis Cernuda: años españoles (1902-1938) (Tusquets, 2008) recibiera el Premio Comillas, influirá en el reconocimiento de su trabajo a escala nacional, lo que parece lógico porque ese volumen y su continuación –Luis Cernuda: años de exilio (Tusquets, 2011)– brillan a una altura infrecuente. Las cualidades que solemos asociar a las biografías anglosajonas, investigación, juicio analítico, capacidad narrativa y amena prosa, concurren de modo ejemplar en una obra modélica que en el caso de la segunda entrega amplía y extiende a la vivencia las finísimas observaciones volcadas en Con otro acento. Divagaciones sobre el Cernuda “inglés” (Diputación de Sevilla, 2006), libro también relevante pero más próximo al territorio de la alta crítica literaria. En la poesía española ha habido muy buenos lectores de Cernuda, incluidos poetas desdoblados en críticos como Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines, Luis Antonio de Villena o nuestro Fernando Ortiz, pero pocos han entendido y explicado tan bien su singularidad, en efecto indisociable de la experiencia inglesa.

La biografía del autor de La realidad y el deseo tuvo otra consecuencia, esta en el plano personal, y fue que gracias a ella Antonio pisó por primera vez el continente americano. México, el país donde había nacido su madre, era en la memoria del hijo, más que un lugar del mapa, una referencia mitológica, pero ya en la madurez llegó a conocerlo muy bien cuando a raíz de su investigación de los años del exilio –el Cernuda que se reencuentra allí con la lengua española, como contó él mismo en el maravilloso texto que abre las Variaciones sobre tema mexicano– viajó de modo regular al país y en particular a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Es lástima que esta querencia por México, muy presente en el reciente pregón de la Feria del Libro Antiguo de Sevilla, por desgracia póstumo, no llegara a ser objeto de una aproximación monográfica, aunque aflora en algunos de sus poemas y desde luego lo hacía en su conversación, ya para siempre en el pasado.

La otra biografía, dejando ahora de lado la de Cunqueiro, recién aparecida y también póstuma, la dedicó Antonio a su admirado Juan Eduardo Cirlot, un raro entre los raros con el que compartía gustos y obsesiones. Aunque menos ambiciosa y sistemática que la dedicada a Cernuda, Cirlot: ser y no ser de un poeta único (Fundación José Manuel Lara, 2016), ganó el Premio Antonio Domínguez Ortiz y es sin duda la aproximación más completa a la figura del también crítico, mitólogo y músico de Barcelona, un autor ciertamente único que volcó en su obra indefinible los afanes místico, metafísico, experimental, lúdico y visionario, de un modo radical que no admite parangones. Incluso en calidad de maldito, se diferenció Cirlot de sus posibles pares, habitante de un exilio no interior, precisaba el biógrafo, sino anterior, en tanto que su contemporaneidad miraba a Egipto, Cartago o el idealizado Medievo.

También condescendió Antonio, como habría escrito Borges, a la novela, aunque las suyas fueron novelas peculiares, narraciones de corte ensayístico e histórico que sin merma de la invención le sirvieron para recrear a personajes reales que le interesaban desde antiguo. En Los huesos olvidados (Espuela de Plata, 2014) retrató a Octavio Paz –y a su entonces mujer Elena Garro– por el tiempo de la guerra civil española, en una trama que tiene como centro los “sucesos de mayo” del 37 y la represión de los milicianos del poum a manos de los comunistas de obediencia soviética. En Los fantasmas de Yeats (Espuela de Plata, 2017) son el ya premio Nobel y su mujer George Hyde Lees los protagonistas, llegados a Sevilla unas semanas antes del fundacional homenaje a Góngora de diciembre de 1927, a los que acompañan secundarios de lujo como Madame Blavatsky, Aleister Crowley o Pessoa, además de otras presencias ligadas a la vida de Yeats –los recuerdos o la comunicación esotérica obran el prodigio– y figurantes como Villalón, Buendía, Del Vando o el mismo Cernuda. En El ausente (Esfera de los Libros, 2018) noveló con gran libertad, pero siguiendo muy de cerca las fuentes, los tres últimos años de vida de José Antonio Primo de Rivera, retratado “con sus luces y sombras” y desde una ecuanimidad que no excluye la simpatía, más por el personaje y su destino trágico que por la doctrina –entre idealista y disparatada– de la Falange de anteguerra. En la cuarta y última que publicó, 1922 (Pre-Textos, 2022), quizá la mejor urdida, evocó con brillantez el efervescente París de ese año mágico en el que vieron la luz el Ulises de Joyce y La tierra baldía de Eliot, mientras Pound componía los Cantos. No exento de finísima ironía, su culturalismo narrativo alcanza en este artefacto rutilante, estructurado en dinámicas estampas, un grado de perfección que se acerca a la maestría, por su capacidad para reconstruir la desprejuiciada atmósfera de un tiempo del que participaron otros muchos creadores –la nómina es impresionante– en plena revolución modernista.

El aforista, en su caso, es una provincia del poeta, que prodiga también los ingeniosos dicta, las sentencias en verso. Antonio conocía de un modo riguroso –incluso cuando se reducían a unos apuntes a vuelapluma, sus críticas de poesía solían ser excelentes, libres de vaguedades, llenas de observaciones precisas– el arte de hacer versos y publicó, si no hemos contado mal, diecinueve libros de poemas, a los que quizá se sumen algunos inéditos. Tal vez no abunden en ellos las composiciones absolutamente memorables, pero todos sus libros tienen una calidad sostenida y dejan ver su dominio de la técnica y su admirable familiaridad con la tradición o las tradiciones, entre ellas, como hemos visto, la de la vanguardia, además de abrir una ventana a su mundo más íntimo. Conservamos un recuerdo muy grato de los citados primeros libros y de otros posteriores como La lluvia (Renacimiento, 2013), Lo que importa (Renacimiento, 2015) o El bosque sin regreso (Siltolá, 2016). Entre los últimos, dejando fuera su entrega postrera, Un invierno en otoño (Bajamar, 2025), que aún no hemos leído, que aún no hemos querido leer, destacaríamos Suite irlandesa (Fundación José Manuel Lara, 2023) –se lo pedimos expresamente para Vandalia, un recorrido que reflejara su entrañable vínculo con la verde Erín– y el conmovedor Luna sin rostro (Pre-Textos, 2024). De la Suite escribió él mismo, con palabras acaso aplicables al resto de su poesía: “Como salido de uno de los campos de turba que aparecen en la obra de Seamus Heaney, el yacimiento donde se excava trae vida entrelazada con símbolos y arquetipos.” Pensamos ahora que una extensa y bien escogida antología, donde estuvieran representados todos los temas, metros y registros que cultivó, atendiendo también a sus vivencias y predilecciones sentimentales, sería el mejor homenaje al poeta.

Al frente de uno de sus libros más circunstanciales, pero no por ello menos valiosos, Las líneas de otras manos (Servicio de Publicaciones de la Ciudad Autónoma de Melilla, 2009), donde como sugiere el título recogió un centón de “esbozos” de crítica literaria, se definía Antonio con cierta borgiana coquetería: “Creo que el escritor que soy se caracteriza por no ser nada narcisista o egocéntrico; más bien busca, ya se dirá si porque no sabe hacer otra cosa, abrirse a las páginas ajenas, donde puede olvidarse de sí mismo en la feliz amnesia de la literatura.” Lo decía para justificar el “acarreo de citas o el omnipresente peso de otros autores”, esa tendencia –él lo llamaba condena, también muy borgianamente– “a nutrirse de los frutos de otros”. Al contrario que el maestro argentino, sin embargo, Antonio fue un crítico benevolente, más en la línea de Cansinos, grande en todo caso tanto en el ensayo más extenso y demorado como en la reseña volandera. Parte de sus artículos en diarios y revistas fue incorporada a varios de los libros citados, pero habrá otros que han quedado sin posada y también podrían rescatarse.

Estos días, como decíamos, publicado por Renacimiento, ha salido de imprenta Álvaro Cunqueiro, sueño y leyenda, un volumen de casi seiscientas páginas que promete un recuento minucioso y apasionante e incluye abundante material inédito. No es casual, ni mucho menos, que haya sido don Álvaro el tercero de los personajes biografiados por Antonio, tratándose de un autor, aunque en parte ninguneado por la Galicia oficial, emblemático de “esa otra Irlanda meridional, peninsular y romanceada”. En uno de los epígrafes, afirma Cunqueiro: “Por veces hay más luz en lo soñado que en lo vivido, y la parte más real de la memoria se hace con sueños.” Del mismo modo la memoria de Rivero Taravillo, aunque los amigos no dejaremos de recordar al hombre que conocimos, está ya para siempre en su literatura. ~


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