Glásnost: la transparencia y la expiación

La política de transparencia emprendida en la URSS, a mediados de los ochenta, alimentó la esperanza de que la historia y la literatura acalladas por décadas saldrían por fin a la luz. Este ensayo, aparecido en Vuelta en 1989, le toma pulso a los avances y desafíos de esa apertura.
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Y frente a mí la memoria, silenciosamente, despliega su rollo sin fin: yo impreco y tiemblo repasando con espanto lo que ha sido mi vida.
Aleksandr Pushkin, Remembranza (1828)

I

Desde que Aleksandr Pushkin escribió hermosas páginas sobre la libertad, la angustia, las penas y el amor, y perfiló con su vida un concepto peculiar del artista como héroe de la verdad, la literatura ha sido la patria espiritual del pueblo ruso. La idea de que la literatura “nunca ha guardado silencio” ante la mentira, la opresión y la injusticia; la creencia de que el escritor lo es no solo por el talento, sino por el imperativo de “defender la verdad y el derecho a la verdad bajo las condiciones más desfavorables”, son convicciones centenarias en Rusia. “Una literatura sin remordimientos –afirma el historiador Dmitri Lijachov– es ya una mentira, y una mentira en la literatura es el peor tipo de mentira.”

((D. S. Lijachov, un eminente historiador de la literatura rusa, escribió esta definición en “Pangs of conscience”, Literaturnaya Gazeta, enero de 1988. En The Current Digest of the Soviet Press [CDSP], vol. XXXIX, núm. 50, enero 13 de 1988, p. 8))

Literatos y lectores han imbuido la palabra escrita de un poder mágico. Andréi Siniavski ha dicho que la relación de los rusos con la palabra es idéntica a la que podrían tener frente a un hechizo, como si la escritura tuviera que encarnar fatalmente en la realidad: “esta intensa atención a la palabra ha hecho un gran servicio a la literatura y explica la enorme influencia que los escritores han tenido siempre en Rusia”.

{{“Siniavski: le bilan de deux dégels”, Magazine Littéraire, abril de 1989, p. 34.}}

 No es casual que, a pesar de su vasta incultura, Stalin reconociera en los escritores a sus peores y más peligrosos enemigos. No es casual tampoco que después de la muerte del dictador, con la excepción del fugaz deshielo de Jrushchov, el Estado soviético buscara acallar sin descanso la voz de la literatura.

De pronto, en 1985, Mijaíl Gorbachov, un apparátchik surgido paradójicamente de las entrañas mismas del sistema, inició un profundo programa de reformas en la economía –la perestroika– y una verdadera revolución en la cultura –la glásnost o transparencia–. La URSS, que en los años setenta merecía apenas pequeñas y espaciadas notas en la prensa occidental, se convirtió en noticia diaria. La perestroika despertó un natural interés, pero la glásnost ha provocado una reacción distinta que oscila entre la sorpresa y la estupefacción. Al principio Occidente recibió la transparencia y los innumerables debates que ha generado, y que evocan las intensas polémicas de los veinte, con cautela. Se pensaba que la apertura tendría límites estrechos, que no se publicaría a Pasternak, a Ajmátova ni, por supuesto, a Solzhenitsyn. La mayoría de los análisis optaron por la salida fácil de reducir el proceso a sus contenidos políticos. En lugar de profundizar en la naturaleza intrínseca de la glásnost se concentraron en descifrar los intrincados objetivos políticos de Gorbachov y de Aleksandr Yákovlev, su brazo derecho en el campo de la liberación. Cuatro años después, es evidente que estas suposiciones son ejercicios inútiles. La glásnost no tiene fronteras: entre muchos otros escritores rusos se ha publicado a Pasternak, Brodsky, Solzhenitsyn, Grossman, Rybakov, Ajmátova, Nadiezhda Mandelstam. Autores extranjeros, antes considerados anatema, han aparecido también. En julio de 1988 se publicó El cero y el infinito, de Arthur Koestler, y el número de febrero de 1989 de la principal revista literaria del país –Novy Mir– publicó una novela de “Dyordy Oryell” titulada 1984.

El proyecto político original sigue siendo insuficiente para explicar la revolución cultural. Gorbachov se propuso poner a la glásnost al servicio de la perestroika. A principios de 1986 era ya claro que, mientras la reforma económica se rezagaba, la “ola de la transparencia” –para usar las metáforas marinas del líder soviético– había cobrado vida propia. La cultura estaba al servicio de fines que tenían poco que ver con el programa de gobierno. Gorbachov, que sin duda posee un gran instinto político, mantuvo la ilusión de que era el gobierno el que dirigía la transparencia: era el único camino para evitar que la resaca barriera la legitimación, la popularidad y el apoyo de la inteliguentsiaque había obtenido en 1985. Mijaíl Gorbachov, en efecto, es el iniciador de la glásnost y ha alimentado la apertura, pero no la encabeza ni la dirige. La transparencia es una revolución desde abajo, su agente es la literatura; su arquitecto es el pueblo ruso: los millones de lectores que devoran millones de ejemplares de periódicos, revistas y libros.

(( El tiraje de las principales publicaciones soviéticas alcanza cifras altísimas. Tres ejemplos: el semanario Ogoniok tira 1.7 millones de ejemplares. Su director, Vitali Korotich, afirma, sin embargo, que si el gobierno no restringiera el tiraje de la revista este llegaría a 8 millones. Argumenti I Fakti, un semanario especialmente popular, publicaba 10 mil ejemplares en 1979, ahora tira 20.5 millones de ejemplares. Y la circulación del diario Pravda llega casi a la cifra de 10 millones de ejemplares.))

Es una revolución vieja y, a la vez, sin precedentes en la historia rusa. Proviene de épocas remotas porque sus preocupaciones son las mismas que desvelaron a distintos pensadores desde el siglo XVII, aún antes de que hiciera su aparición la inteliguentsia decimonónica. El corazón de la glásnost es repensar la historia, reescribirla, develar sobre todo lo que sucedió entre 1930 y 1953. El contenido moral de esta revisión histórica se remonta al reino de Catalina la Grande. Durante esos años, los precursores de la intelectualidad moderna, miembros de la aristocracia gobernante, padecieron un conflicto personal y moral entre la realidad y sus ideales, que desembocó en una “compulsión psicológica peculiar por comprometerse apasionadamente en la discusión de problemas éticos”.

((James H. Billington, The icon and the axe, Nueva York, Vintage Books.))

Pero no fue sino hasta el reinado de Nicolás I, en que Rusia asimilaba la invasión napoleónica y el contacto no menos traumático con Occidente, cuando la cuestión sobre el significado de la historia –la más polémica de las “cuestiones malditas”– ocupó en definitiva el centro del debate intelectual. Ávidamente, los rusos querían saber cuál era su lugar en la historia, cómo se dibujaría el destino de esa Rusia diferente y única que, en palabras del poeta Tiútchev, poseía “una grandeza que no podía medirse con patrones comunes”.

La glásnost es también un fenómeno antiguo porque está enraizada en la tradición cultural del siglo XIX, que convirtió a los artistas en la conciencia moral de la sociedad. Los escritores eran profetas. A través de su obra y de su vida los escritores profetas desplegaban su evangelio: revelar la verdad y, junto con los críticos literarios, propagarla. Nadie asumió mejor esta condición que Pushkin:

Tendido en el erial, inerte gleba,
he escuchado el llamado del Señor:
“Levántate, Profeta, presta oído,
y con mi espíritu circunda el tuyo,
vagando por el mar y oscuras sendas
con mi voz quema el corazón del hombre.”

El profeta (1826)

O Tolstói que, apenas treinta años antes de la Revolución de octubre, escribió:

El odio y el despecho de las masas oprimidas es cada día mayor […] el regreso a otros tiempos es imposible; para aquellos que no desean cambiar su manera de vida hay un solo camino: esperar que nada cambie mientras están vivos […] Esto es lo que hace la multitud de ricos ciegos pero el peligro crece y una catástrofe terrible se acerca.

¿Qué debemos hacer?

A través de su obra y de su vida los escritores profetas desplegaban su evangelio: revelar la verdad y, junto con los críticos literarios, propagarla.

Sin embargo, la glásnost es, al mismo tiempo, una revolución nueva. El estalinismo modificó el contenido de las añejas preocupaciones históricas de Rusia y generó desde 1985 un debate ético que involucra tanto a los sobrevivientes de la era de Stalin como a los jóvenes. Como los alemanes en 1945, los rusos se encontraron en 1953 presas de una obsesión de culpa: un pueblo sin historia, hijos de la nada. Inteliguentsia y gobierno buscaron inútilmente disociarse del estalinismo. El breve periodo de Jrushchov, que descorrió apenas el velo que ocultaba la magnitud de los crímenes de Stalin, dejó intacta la responsabilidad de millones de ciudadanos y funcionarios que participaron directamente en las purgas y se mimetizaron con el líder utilizando su parcela de poder para destruir “enemigos” inocentes en nombre del “bienestar de la patria”. La caída de Jrushchov restauró la mentira. Aunque Stalin no volvió a compartir el mausoleo de Lenin, durante la larga hibernación de la URSS bajo Brézhnev, su figura recobró un perfil heroico e irreal. Los artistas, conciencia moral de la sociedad, fueron amordazados, reducidos a publicar los famosos samizdat o, si tenían suerte, en Occidente. Así, en el deshielo o en la hibernación, el tiempo pasó echando tierra de silencio sobre la experiencia de todos aquellos que por temor o apatía habían sido cómplices de los crímenes de Stalin. Sin encarar su culpa colectiva, privada de memoria histórica, la URSS se hundió en una parálisis equidistante del escepticismo y del cinismo.

La novedad consistió en que esta culpa colectiva estallara en 1985. Paradójicamente, su disparador fue la crisis económica. El régimen podía haber mantenido al estalinismo en su inquieto sepulcro si la herencia económica de Stalin hubiera sido menos desastrosa. Como se sabe, el tronco del sistema consistía en una centralización absoluta de la política económica. La planificación estalinista, montada en el supuesto de que los recursos del país eran tan inagotables como la paciencia del pueblo, desembocó en una severa crisis a principios de los ochenta. Para entonces era claro que la tercera revolución industrial y tecnológica había dejado atrás a la economía soviética. El rezago económico fue la chispa que inició la perestroika y la glásnost.

Ambos procesos, el estallido del pasado y la difícil situación económica, resaltan al compararse con la experiencia inversa: la alemana. El bienestar económico ha ayudado a un sector del pueblo alemán a relativizar los crímenes de Hitler. Con el paso del tiempo se han discurrido formas simples o elaboradas de disociarse de la experiencia: se la identificó con un solo hombre o con un grupo de lunáticos, se la presentó como un avatar desafortunado o fatal de la historia, se la ha justificado presentando a Alemania como una víctima de las circunstancias, o, simplemente, se ha optado por enterrar el pasado bajo un muro de silencio. Muchos alemanes han arrastrado estas actitudes hasta la fecha. Un historiador alemán sostuvo hace poco que Auschwitz no es un crimen alemán y ni siquiera el producto del tradicional antisemitismo germano, sino, ante todo, una “reacción” frente a la amenaza bolchevique. Otro historiador contemporáneo equipara el sufrimiento alemán por la pérdida de territorio y el Tratado de Versalles con el sufrimiento de los judíos, borrando cualquier distinción entre ambas experiencias. La voz de Habermas es una de las pocas que se han levantado contra estos argumentos: pensar así, explicó, vuelve imposible de hecho la identificación de las verdaderas víctimas. Esta disociación con respecto a una experiencia colectiva ha desembocado en una enormidad: una buena proporción del pueblo alemán se concibe a sí mismo como una víctima de los dos protagonistas del mal en el siglo XX: Hitler y Stalin. El hecho de que una buena parte del electorado alemán haya llevado a Hitler al poder y aun más lo siguieran después, parece un dato sin importancia. No es casual que, en febrero de 1989, frente a la prensa extranjera, el mismísimo canciller de la República Federal de Alemania, Helmut Kohl, diera por concluido el debate sobre la historia inmediata alemana: los alemanes, sentenció no tienen pasado especial, “los alemanes no tenemos nada que ocultar”.

((Para un recuento de la última y amarga polémica sobre el pasado en Alemania que recoge los argumentos que cito, véase Anson Rabinbach, “German Historians and the Nazi Past”, Dissent primavera 1988, pp. 192-201 y Daniel Johnson, “New Megalomania or Old Patriotism?”, Encounter, vol. 77, abril 1989, pp. 3-7. Johnson recoge la declaración del canciller Kohl en la página 7.))

La analogía termina ahí. Es importante tan solo como telón de fondo para entender la glásnost. Alemanes y rusos cargan sobre sus espaldas los crímenes de sus antiguos líderes, pero la actitud de sus líderes modernos disuelve la comparación. Mientras Kohl bloquea el pasado, Gorbachov parece haber comprendido que, en un país sin memoria, aquel que la llena gana el futuro. Los soviéticos, ha dicho, sí tienen un pasado especial que ocultaron hasta hace muy poco, una historia que es preciso develar para “entender las causas de graves errores y acontecimientos trágicos, y extraer lecciones para el presente”.

{{Palabras de Mijaíl Gorbachov durante la reunión de enero del PCUS, Pravda, 13 de enero de 1988, en CDSP, vol. XL, núm. 2, 10 de febrero de 1988, p. 1.}}

 Gorbachov alentó a los soviéticos a llenar las “páginas en blanco” de la historia y resquebrajó la autocensura que impedía, aún en 1986, hablar y publicar en una atmósfera de total libertad. A partir de ese momento la glásnost se desenvolvió acelerada e intensamente por encima del gobierno. Derruyó el muro del silencio que ocultaba y distorsionaba la voz de los profetas y dejó en libertad a la palabra. La sociedad soviética se sumergió en un proceso de arrepentimiento y expiación inseparable del sentimiento religioso: ha encarado sin máscaras, ni justificaciones, una verdad histórica más dolorosa que cualquiera de las “cuestiones malditas” del pasado.

II

El primer paso para el arrepentimiento y la expiación es el reconocimiento del pecado. Ha tocado a los profetas –literatos, poetas, cineastas, portadores tradicionales de la verdad en Rusia– develar el pasado: aliviar el alma del pueblo, forzarlo “a ver con sus ojos, oír con sus oídos, entender con el corazón” (Isaías 6:10). La aceptación y el conocimiento desembocan en el rechazo que finalmente culmina en el apartamiento de los viejos caminos y el convencimiento de que no volverán a recorrerse. El arrepentimiento perfecto –como prescribe la escolástica– recibe la mejor de las bendiciones: modifica el pasado.

Esta es la naturaleza profunda de la glásnost. Por ello la sociedad soviética está obsesionada por la memoria. Los nombres y títulos que identifican a la transparencia hablan por sí solos: MemorialArrepentimientoVida y destinoHistoria y moralidadRestauraciónNo hay vuelta atrásRemordimiento de concienciaLa verdad y solo la verdad

((Estos son títulos de artículos, libros, películas y organizaciones que han aparecido en la URSS entre 1985 y 1989.))

Las preguntas fundamentales de esta cara de la transparencia, que Siniavski ha descrito como “un pathos acusador que descubre la verdad y la justicia”, son igualmente elocuentes:

¿Sufre la naturaleza humana –escribe Vasili Grossman– un cambio profundo en el marco de la violencia totalitaria?, ¿pierde el hombre su deseo innato de ser libre? Tanto el destino del hombre como el del totalitarismo depende de la respuesta a esta pregunta. Si la naturaleza humana cambia, entonces el triunfo global y eterno del Estado totalitario está asegurado; si el anhelo de libertad es constante, el Estado totalitario está condenado.

Vasily Grossman, Life and fate, Nueva York, Harper & Row, 1980, p. 216

Los historiadores rusos han sostenido que la historia es un proceso que tiene continuidad: el presente es el resultado del pasado. Recuperar la memoria histórica puede revelar el grado en el que el estalinismo suprimió en cada hombre el deseo de ser libre, pero puede mostrar también, como anhelaba Grossman, lo que no logró jamás: destruirlo. La memoria puede, además, salvar no solo a cada uno de aquellos que vivieron el totalitarismo de Stalin, sino a la nación rusa como tal.

Lo que nos convierte en un pueblo, en una nación –escribe el filósofo G. Volkov–, es nuestra memoria histórica. Es la asociación con la herencia espiritual del pasado. El reconocimiento de que somos herederos y continuadores de los actos de innumerables generaciones anteriores, de que somos parte de ellas. […] Nos enriquecemos en la riqueza de generaciones pasadas. Somos ricos en nuestra historia. Y si se quita un solo ladrillo todo el edificio quedará distorsionado: cada uno de nosotros será infinitamente más pobre.

Genrij Volkov, Sovetskaya Kultura, 4 de julio de 1987, p. 6.

Para reconstruir la historia es indispensable recuperar los ladrillos que Stalin escamoteó. Por ello las preguntas que han acompañado la búsqueda pública del pasado son innumerables: ¿Qué estructura económica, social y espiritual llevó a la sociedad a adoptar actitudes tan autoritarias y antidemocráticas y a tolerar la represión en los años del estalinismo? ¿Qué sucedió en la conciencia del pueblo ruso cuando aceptó que la realidad fuera suplantada por la mitología, los hechos por cuentos de hadas que Stalin creó con tanta habilidad y que nosotros mismos construimos para nuestro propio consuelo? ¿Cómo pudo suceder y con qué objeto la destrucción sistemática de la gente planeada desde arriba y que abarcó vertical y horizontalmente a todos y ocurrió en todo el país? ¿Por qué decidió Stalin en 1929 colectivizar por la fuerza al campesinado y eliminar a millones de mujiks? ¿Por qué la dinámica del terror entre 1935 y 1953 tuvo un patrón cíclico, con sus “picos” (1937), “oleadas”, etc.? ¿Preparó Lenin el camino a Stalin?

(( Entre las muchas preguntas que han acompañado la revisión histórica del estalinismo, elegí estas que se desprenden de los siguientes artículos: Igor Bestuzhev, “The truth and only the truth”, Nedelya, 1-17 de febrero de 1988; I. Bestuzhev, “Return to the truth”, Nedelya, 11-17 de abril de 1988, en CDSP, vol. XL, núm. 16, 18 de mayo de 1988, pp. 6-8; Otto Lacis, “Fairy tales of our time”, Izvestia, 16 de abril de 1989, en CDSP, vol. XL, núm. 16, 18 de mayo de 1988, pp. 1-4; I. Geler, “Stalinskii Narkom”, Ogoniok, marzo de 1989, núm. 13, pp. 19-32, y “Slovo chitatelia”, Ogoniok, mayo de 1979, núm. 9, p. 5.))

Si las preguntas abarcan todos y cada uno de los hechos pasados, las exigencias y condiciones para desenterrar toda la verdad y expiarla no son menos profundas. En marzo de 1988, cuando el debate sobre las desventajas o las bondades de revelar lo sucedido durante el estalinismo se aireaba con ferocidad en la prensa cotidiana, Pravda, el portavoz tradicional de la ortodoxia hasta 1985, estableció sin tapujos la necesidad de conocer la historia y aceptarla:

Esta es nuestra historia. Las grandes victorias y los amargos retrocesos nos pertenecen a todos. Olvidar la historia o solo usar partes convenientes de ella daña la atmósfera moral de la sociedad. Es necesario conocer de manera profunda y cabal la historia de la patria.

Pravda, “History and morality. Why we turn to the past”, 28 de enero de 1988, en CDSP, vol. XL, núm. 5, 2 de marzo de 1988, p. 1.

Una condición fundamental es que nadie escape del proceso de revisión histórica. Los rusos –escribió Grossman–, que cerraron los ojos por demasiado tiempo, ahora no solo tienen que admitir la dura verdad, sino, más difícil aún, asumirla: “es inmoral evaluar el pasado –concluye Pravda– desde la posición de un observador externo”, nadie puede olvidar su participación en la historia. Los críticos literarios jóvenes, herederos de Belinski, propagadores de la verdad, exigen a los participantes del estalinismo el reconocimiento de su pasada actuación y se preguntan si se requiere un valor sobrehumano para reconocer los errores del pasado. Una de ellos, Galina Bielaia, escribió que ha llegado la hora de la humildad, de parafrasear a Chéjov y exprimir “gota a gota el servilismo acumulado en nosotros”.

((Citado en “URSS. La perestroïka dans les lettres”, Magazine Littéraire, abril de 1989, p. 24.))

III

En la Rusia actual recuperar la memoria significa, en principio, desmontar la mitología ideada por Stalin para ocultar la verdad y remplazar la memoria artificial por la memoria colectiva. La desestalinización de los ochenta ha procedido a un ritmo acelerado, no solo por la urgencia de encontrar la verdad sino porque había una multitud de novelas, cuentos y ensayos escondidos en las gavetas de las editoriales soviéticas, en los cajones de los amigos cercanos a los autores prohibidos, en microfilms, en samizdat o en las casas editoras occidentales que publicaron, mucho antes de 1985, a Borís y Aleksandr Pasternak, Evgenia Ginzburg, Zamiatin, Bulgákov, Solzhenitsyn y varios otros. Por ello, en la presentación de la edición rusa de las Memorias de Nadiezhda Mandelstam, Mijaíl Polivanov reconoce explícitamente: “estamos recuperando la memoria. Está regresando en forma de libros…”.

((Citado en “The glasnost papers”, The New Republic, 20 de febrero de 1989, p. 34.))

Desde 1986, el gobierno se propuso tomar por asalto las asociaciones oficiales de escritores y artistas. Esperaba que los perestroichiki las controlaran y desde ahí alimentaran a la glásnost. El fracaso de esta estrategia, especialmente en la ultraconservadora Unión de Escritores, comprobó que los portadores de la perestroika y la glásnost no pueden ser las viejas burocracias enfermas de conservadurismo y opuestas por principio a cualquier cambio. Mientras el famoso cineasta Elem Klímov depuraba la Unión de Cinematógrafos, Yákovlev y Gorbachov sitiaron a la Unión de Escritores y colocaron en la dirección de las principales editoriales, diarios y revistas a fervientes abogados de la transparencia. Ellos han sido los canales de la glásnost.

Las publicaciones, películas y obras de teatro que han aparecido al cobijo de la transparencia penetran hasta los más oscuros rincones del estalinismo. El tema más importante y amplio que ha ocupado a los artistas es el de descifrar la naturaleza y el origen del régimen de Stalin. El fatalismo histórico, la fuerza de las circunstancias, la inestabilidad mental de Stalin, el adjudicar la responsabilidad a sus subalternos o tan solo en el propio Stalin, han sido desechados como posibles explicaciones del totalitarismo estalinista. Pocos han ido más lejos que Vasili Grossman en su novela Vida y destino, o que Abuladze, director de la magnífica película Arrepentimiento. Grossman equipara la fuerza destructora y la irracionalidad del estalinismo con el nazismo. Sus sonoras metáforas verbales describen una perversión paralela que corre desde los campos de concentración alemanes y soviéticos hasta el lenguaje. Ambos envilecieron la palabra: “la lengua de Goethe (en boca de los nazis) sonaba monstruosa y el ruso de los colaboradores sonaba aún más siniestro”.

((V. Grossman, op. cit., p. 198.))

Varlam, el dictador de Arrepentimiento que no puede morir en paz, es, a un tiempo y significativamente, Hitler, Mussolini y Stalin. Como ellos, arrastra a sus contemporáneos y a sus hijos en una espiral de complicidad y culpa que solo pueden ser borradas por el arrepentimiento radical. El terror, una de las claves del estalinismo, es el tema de muchas otras obras. Danil Granin describe en El uro la odisea de un científico en el gulag y recoge el tema que ha recorrido una y otra vez la literatura rusa de Dostoievski a Solzhenitsyn: el perdón. En su novela Los hijos del Arbat, Anatoli Rybakov pinta a un Stalin con un proyecto político y un conocimiento tan minucioso de lo que sucedía en la URSS que no puede sino estar lejos de toda patología. La novela vibra, como tal vez solo lo consiguió muchos años antes Andréi Bely, al ritmo de una premonición que contrapuntea los temas del libro a espaldas del lector. En Bely era el ritmo de una bomba en San Petersburgo o de el mal en La paloma de plata; en Rybakov es el del terror, protagonista oculto de la novela que brinca al escenario en la última página del libro que cierra con el anuncio del asesinato de Serguéi Kírov.

El terror es el tema de otras muchas novelas y poemas que han visto la luz desde 1985, entre ellos La facultad de las cosas inútiles de Dombrovski o Relatos de Kolimá de Shalámov. El vértigo de Evgenia Ginzburg y las Memorias de Nadiezhda Mandelstam describen sus experiencias personales del gulag y la persecución estalinista. Nadiezhda Mandelstam relata conmovedoramente el peregrinar que la llevó de pueblo en pueblo por casi veinte años con un solo objetivo: conservar la obra de Ósip Mandelstam depositada en la memoria de ella misma, su esposa, antes de la desaparición del poeta en los laberintos del gulag en 1938. La poesía es tal vez el mejor testigo de los horrores del estalinismo. La glásnost ha recuperado la de Gumiliov, Ajmátova (especialmente el Réquiem) y, por supuesto, la de Mandelstam, que incluye el poema que le costó la vida.

El medio específico que utilizó Stalin para colectivizar al campo fue el terror. Por ello, la colectivización ha sido desacralizada en multitud de relatos, cartas y escritos que han revelado la brutalidad con la que Stalin incorporó a millones de campesinos a las granjas colectivas y destruyó para siempre las instituciones y el paisaje tradicionales del campo ruso. La publicación de Anuncio de problemas de Vasil Bikov causó un verdadero revuelo en la prensa soviética. Mientras los artistas recogían y propagaban la verdad de la colectivización, historiadores y economistas pusieron en duda todos los motivos de Stalin. Nikolái Shmelev, uno de los más feroces críticos de la izquierda

{{La perestroika ha trastocado también las etiquetas. En la URSS de hoy están a la izquierda los que proponen fortalecer la iniciativa individual, las fuerzas del mercado y critican a Stalin. La derecha sueña con el restablecimiento del orden pasado y lucha por consolidar el gigantesco aparato estatal soviético.}}

 de la perestroika, arguyó convincentemente que la colectivización no fue resultado del sabotaje premeditado de los agricultores a fines de los veinte –como afirmó Stalin– sino de la irracional política de precios establecida en 1927, que forzó a los campesinos a reducir la producción de grano. La colectivización creó, según Shmelev, una “maquinaria monstruosa” que empobreció al campo ruso y provocó un descenso del 40% en la producción. Las cifras de las víctimas sobrepasan cualquier estimación occidental: Stalin deportó a 5 millones de familias kulaki.

Tal vez la condena más feroz a la colectivización se encuentre en la novela Mujiks y mujeres de Borís Mozhayev, que relata la resistencia violenta de los campesinos a la colectivización y rompe de una vez por todas con el mito estalinista de la incorporación voluntaria de los campesinos a los koljoses. Lo que sucedió en mi pueblo, dice Bikov, es comparable a lo que pasó en todo el país. Se pidió a todos los campesinos que ellos señalaran a los kulaki.

Era imposible identificar a los “chupadores de sangre” por sus propiedades. Nadie tenía mucha tierra. De cualquier forma, tres campesinos del pueblo, tan pobres como el resto, fueron “desposeídos”. El aktiv se reunió y discutió toda la noche y se quebró el cerebro para decidir a quiénes elegir. Entonces descubrieron que alguien tenía, no una vaca, sino una vaca y media; la vaca había parido un becerro y su nombre fue escrito en la lista de los que serían desposeídos. Otro campesino fue colocado en la ominosa categoría porque había contratado mano de obra: una mujer que era su pariente lejana le había ayudado durante la recolección. Un tercero fue señalado porque al parecer su yegua había dado a luz un potrillo. […] Las personas que llevaron a cabo estos actos arbitrarios no eran forasteros sino nuestros propios vecinos. Cundió la discordia entre gente que había convivido por generaciones en el mismo pueblo. De repente todo se desplomó, se rompió y los campesinos empezaron no solo a quererse poco sino a odiarse terriblemente. Todo porque unos pobres habían ejercido la violencia sobre otros pobres.

Entrevista con Vasil Bikov, “Vasil Bikov. If conscience measures up”, por I. Rishina, Literaturnaya Gazeta, 14 de mayo de 1986, en CDSP, vol. XXXVIII, número 25, 23 de julio de 1986, p. 11.

Frente a la amnesia estalinista, la glásnost ha mostrado, como ha dicho Lijachov, que “en Rusia la memoria es más poderosa que el tiempo”. La revisión en el campo de la historia es total. El redescubrimiento del pasado que se inicia en 1985 retoma el deshielo de Jrushchov, derruye el totalitarismo estalinista, derrumba la historia de bronce de Leonid Brézhnev y revalúa la década de los veinte. La vida de Bujarin y su relación con Lenin es el tema de Más luz, documental que llenó recientemente las salas de cine, y de multitud de artículos que recobran las ideas de Bujarin sobre la Nueva Política Económica, tan armónicas, por lo demás, con la perestroika. León Trotski empieza también a ocupar el vacío que dejó su desaparición forzosa en la historia escrita por Stalin. Trotski, escribió uno de los editores de Komsomólskaya Pravda en junio de 1988, “no fue un espía, ni un asesino. Sus obras deben publicarse: esta es también nuestra historia”. Pero la glásnost no se ha detenido en los años veinte: avanzó sobre los orígenes mismos del Estado soviético, la Revolución de Octubre y sobre el régimen que derruyó.

En su extremo, la transparencia ha llevado a Lenin al escenario. En dos obras teatrales de Mijaíl Shatrov, La dictadura de la conciencia y Adelante… adelante… adelante…, Lenin discute con Stalin y Trotski. Se representa no al líder todopoderoso que habla ex cátedra sino al Lenin de entonces, inmerso en un debate abierto con intelectos brillantes y frente a posiciones políticas opuestas. Finalmente, Lenin acierta siempre: elige la opción correcta en las negociaciones de Brest-Litovsk y condena a Stalin. Pero el Lenin de Shatrov no es el único Lenin: el que emerge de otras muchas obras cometió graves errores que tuvieron consecuencias aún peores. En un artículo publicado en Novy Mir en 1988, Vasili Selyunin expuso el impacto destructivo que tuvo la aplicación de las ideas marxistas en Rusia durante los años posteriores a la Revolución: al rechazar el principio del interés económico individual, los bolcheviques fortalecieron la resistencia campesina generando una espiral de coerción que culminaría en Stalin; el recurso de la compulsión como instrumento de gobierno llevó a la creación de los campos de concentración; el de Lenin que destruyó la libertad política en 1921, que estranguló la libertad de prensa y de debate aun dentro de las filas del partido bolchevique, colocó así la primera piedra para la construcción del totalitarismo estalinista. En el análisis de Selyunin resuena el eco del menchevique Chernetsov –una de las consciencias de los prisioneros bolcheviques en la novela de Grossman–, quien califica a Stalin como “el Lenin de hoy” y advierte que los dos echaron mano de la represión y la brutalidad para acallar toda voz disidente.

Por último, dos historiadores han contribuido a establecer los puentes entre el leninismo y el Estado totalitario de Stalin. El primero, N. Popov, afirmó que muchas de las precondiciones para el totalitarismo se consolidaron en los años de gobierno de Lenin. Por su parte, Roy Medvédev ha desglosado las medidas de Lenin que condujeron directamente al estalinismo: las restricciones a la actividad política, la construcción de un partido infalible (sustento del futuro culto a la personalidad estalinista) y, más importante que cualquiera, la relativización de todos los conceptos morales, la creencia de Lenin en que prácticamente cualquier acción era justificable si estaba al servicio de la lucha del proletariado.

{{Thomas Sherlock, “Politics and history under Gorbachev”, Problems of Communism, mayo-agosto de 1988, pp. 39-41.}}

 Esta revisión, que golpea nada menos que los fundamentos ideológicos del Estado soviético y del sistema creado por los bolcheviques, revela al verdadero Lenin: un revolucionario falible con la enorme responsabilidad histórica de haber sentado, en parte, las bases del estalinismo.

IV

La glásnost es un vasto movimiento espiritual cuyo buen fin, desafortunadamente, no depende solo de su dinámica propia sino del éxito de la perestroika. Si “el materialismo” vuelve a “abolir la materia”, como afirmaba Bely que había sucedido en 1920 cuando “no había nada que comer o que ponerse” y lo único que abundaba eran las ideas, la glásnost se verá en peligro. La glásnost ha nacido de la voluntad de millones de ciudadanos soviéticos, pero no hay que olvidar que no cuenta con un consenso pleno. Ha reconciliado a muchos con el pasado y ha roto el silencio culpable que envolvía al estalinismo, pero ha fortalecido también la resistencia de burócratas, funcionarios y panegiristas que se niegan a perder los privilegios adquiridos no en función de sus méritos sino de su lealtad ideológica y política. En este sentido, el destino de la transparencia depende de la capacidad de Gorbachov para llevar adelante la reforma y, por supuesto, para mantenerse en el poder.

Con todo, por su riqueza y profundidad, la glásnost es ya un movimiento irreversible. Ha logrado mostrar, con Grossman y Rybakov, que aun después de Stalin “lo que hay más humano en el hombre no está muerto”, que “el anhelo libertario pudo ser suprimido, pero nunca destruido”. Ha desacreditado para siempre al estalinismo. Al recuperar la memoria histórica, el pueblo ruso transita por el difícil camino de la expiación que lo conducirá seguramente a reconciliarse consigo mismo. Los profetas han recuperado la verdad de aquel mundo monstruoso oculto en las profundidades de la memoria y que pendía, como se lamentaba Borís Pasternak, “suspendido en el horizonte”.

{{Boris Pasternak, I remember, Nueva York, Pantheon Books, 1959, p. 117.}}

 Han seguido, además, la receta del propio Pasternak y han escrito sobre el estalinismo de forma tal “que el corazón deje de latir y los cabellos se paren de punta”.

{{Ibid., p. 122.}}

 En el diálogo de los profetas con sus lectores, día a día se logra el milagro: el arrepentimiento cabal modifica el pasado. ~

Originalmente publicado en Vuelta en agosto de 1989.

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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