Ilustración: Angélica Olavarría

Hablemos de mi relación con Nancy Fraser

Con cada libro ha emprendido más de una pelea: contra el capitalismo y el paternalismo de Estado, a favor del feminismo y la paridad en la deliberación pública. Conviene leer a Fraser no para constatar una idea sino para sentirse desafiado.
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a Regina L.

Nancy y yo

Cada que Nancy Fraser publica un libro, convierto mi recámara en un ring de box. Abro las persianas para que la luz traspase los ventanales e ilumine el cuadrilátero. Me arremango el top de la piyama. Los atletas reconocen la importancia de la hidratación, por eso dispongo de una jarra de café en una esquina. Hago tronar el lomo del libro y mi quijada, y leo con atención. No para asentir ante lo escrito. A Fraser le peleo hasta las comas.

–El feminismo se volvió la criada del capitalismo.

Fraser es una provocadora (una polemista, escribiría un autor más decoroso). Le gusta pelear sucio, a puño limpio, con golpes bajos. Su intransigencia, lo acepto, me repele a veces (o a la parte de mí que se escandaliza ante el radicalismo). Entonces ¿por qué la leo?, y sobre todo ¿por qué preordené su libro dos meses antes de que saliera al mercado? Porque disfruto estar en desacuerdo con ella: del modo en que Ann Snitow leyó a las feministas de los setenta (y del sabueso que adopté en febrero) aprendí que mientras más me repugne un olor, más debo comprometerme a clavar el hocico en él.

Supe hace unos días que confirmar nuestros prejuicios libera endorfinas. Escuchar de alguien más una opinión que coincide con la nuestra tiene en la mente el efecto más poderoso. Nos regala un éxtasis idéntico al de la comida, el sexo, la música o una inyección de heroína. De ser cierto, atender la opinión contraria, el punto opuesto de vista, sería un esfuerzo antibiológico. Algo tan heroico como irse a la cama sin cenar o apagar la música justo antes del drop. (¿Qué vida no necesita esos pequeños triunfos de la voluntad?)

Nancy y los demás

Y la he visto ponerse al tú por tú con los grandes. Cuando la conocí estaba moliendo a golpes a Jürgen Habermas. “De esta no se levanta”, pensé al ver la tenacidad con la que Fraser exponía –ante los ojos del mundo– cada premisa, división conceptual, paso lógico, argumento y conclusión de la teoría de Habermas que ignora la vida de las mujeres. Involuntariamente sonreí por la satisfacción –profunda, completa– que me causó verla conectar sus golpes con tal destreza.

Siempre hay alguien que disputa el marcador. “Habermas no teoriza el género”, alegaría ese personaje, “¿ya no es legítimo que los autores acoten su investigación? ¿Se puede juzgar una obra por sus omisiones?” Esa reconfortante y obstinada excusa –“¡pero si no son sus temas!”– pierde eficacia porque el filósofo se propuso teorizar a la sociedad que –se sabe– no solo integran los hombres. Para 1985, año de la pelea Habermas-Fraser, también se sabía que la “neutralidad de género” no consigue más que perpetuar nuestros problemas. Esa, por cierto, es la queja principal de Fraser: a la gran teoría del alumno de Frankfurt se le escapa la base económica de la dominación masculina y la subordinación femenina, la división del trabajo en productivo (remunerado) y doméstico (gratuito). Peor aún: hace su parte para neutralizarla.

–Racionaliza la ideología opresora –acusó una implacable Fraser.

–¿De qué nos sirve un pensamiento que excluye a la mitad de la población? –coreé sumándome a la porra.

Hay que reconocer el tipo de contrincante que es la entrenada en cuny y nacida en Baltimore. Fraser se toma su tiempo. Deja que Habermas hable. Lo va midiendo… (su lectura es tan minuciosa y atenta que se le podría juzgar de alevosa)… identifica de pronto un lado vulnerable y lanza la combinación que deja a su rival boqueando sobre la lona. Para ella, el idílico Habermas se engaña al suponer que lo que ocurre dentro de los hogares se inspira sobre todo en valores ajenos al frío cálculo de la esfera económica. Los parientes no siempre actúan por altruismo o solidaridad, se desatan riñas por dinero y poder, esposa y marido toman decisiones estratégicas –priorizando su interés y maximizando su utilidad como haría cualquier nacional de Wall Street.

–La teoría crítica no es crítica si no registra, en la familia y el mercado, la realidad económica de las mujeres.

K.O.

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A partir de entonces su nombre se quedó repicando en mis oídos, sin embargo aún no me contaba entre su fiel afición (no esperaba sus libros ni cazaba sus artículos y conferencias online). Después de todo, pensaba, su contemporánea Susan Moller Okin había hecho lo mismo con la célebre teoría liberal de John Rawls, la libertaria de Robert Nozick y Las esferas de la justicia de Michael Walzer.

((El título del libro es Justice, gender, and the family; lo escribo completo porque intuyo que será noticia para muchos liberales.
 
))

 Y más allá de la filosofía política, proliferaban las revisiones feministas del mundo intelectual (y pictórico y literario y farmacéutico y psicológico y…). Aquel primer artículo que leí demostraba que Fraser era capaz de hacer un uso demoledor del modus operandi de las feministas: insistir, insistir, insistir –así lo pide la historiadora Joan Scott– en las contradicciones de los sistemas que se pretenden universales y excluyen a las mujeres.

Si puse mi nombre en la lista de sus seguidores es porque Fraser le ve el diente al caballo regalado. ¿Qué digo el diente? La dentadura completa. A pocos se les ocurriría quejarse, por ejemplo, del Estado de bienestar. ¿Qué más quieren las feministas? ¿Qué más pueden pedir, si las agencias estatales reconocen sus demandas y se ocupan de cumplirlas? ¿No será esa la meta final de su lucha política? No para Fraser, quien, como una facción de la izquierda, unió su voz a la crítica contra el paternalismo del Estado y su burocracia.

Los reclamos de justicia suelen comenzar en la calle, entre manifestantes. Una parte de la sociedad se organiza en colectivas y otros grupos, se alía con algunas universidades, ONG y ciudadanos comunes: juntos dan la pelea por politizar un asunto. Buscan desprivatizar, por ejemplo, una actividad asignada por la tradición a las mujeres (el trabajo doméstico y la crianza infantil son las sanas obsesiones de Fraser) frente a quienes intentan mantener el statu quo. Imaginemos un escenario optimista: el movimiento resulta exitoso. Es justo entonces cuando hay que contener la sensación de alivio, porque el reclamo cambiará de manos. Los expertos y los burócratas reemplazan a las feministas y las instituciones a los grupos de conciencia. La facultad de algunos (los servidores públicos) para interpretar la necesidad que animó el reclamo y el remedio para satisfacerla se impone sobre el derecho individual y colectivo de definirla, o al menos de participar en ese proceso. Las activistas salen de cuadro y las mujeres se vuelven beneficiarias: simples receptoras de una transferencia monetaria, usuarias sin voz de un servicio. Asistimos, en los días y horarios establecidos, cumpliendo los engorrosos requisitos, a recibir algo que, con suerte, nos satisface a medias. Es lo que hay.

Apenas hace falta dar un paso más para percatarse de que esta manera de resolver los problemas de los gobernados termina por cancelar la política. Si una mujer es atendida por una psicóloga, una doctora, una servidora social, su “asunto” puede solucionarse a nivel individual, pero nada contribuye a que se politice, es decir, a que se integre a un grupo feminista, tenga acceso a libros, panfletos, diálogos que la alienten a seguir pensando lo personal como político. Más que ciudadanas de una democracia, las mujeres se vuelven clientes del Estado. Su autonomía desaparece por la coladera de la burocracia. “Pasamos del patriarcado privado al patriarcado público”, escribió Fraser al respecto. Decidí entonces que ella es una autora a la que debo leer.

Cuando tu visión del mundo pierde

En la vida de todos los campeones se instala una mala racha, el infortunio crónico. Pierden fanáticos, pelean en arenas de segunda. Cada día menos reporteros los persiguen. Se mudan de la primera plana a la mención ocasional en alguna página interior. El resplandor que ayer cegó a las audiencias hoy se extingue en frágil destello. Porque nadie sabe para quién trabaja. Fraser se percató de esto cuando ya era demasiado tarde.

Uno lanza una crítica a la arena pública. Lo hace con las mejores intenciones. Pensando que servirá para ampliar las demandas sociales, o profundizarlas. Para mejorar las soluciones. Jamás se imagina (o prefiere no pensarlo) que, si mete el dedo en los huecos del Estado de bienestar y lo acusa de paternalista y androcéntrico, otra clase de opositores podrían capitalizarlo a su favor. Fue lo que ocurrió, o al menos así lo entiende Fraser: los neoliberales aprovecharon nuestra crítica para promover su agenda. Finalmente, el Estado se replegó de la economía –y con él la compensación para los trabajadores, la regulación de los mercados, su presencia como sector público–. Fraser sintió que su postura política y su escuela de pensamiento perdían relevancia en el mundo.

No bajó las manos. Empeñó una década completa (en 1996 con las Tanner Lectures en Stanford, en 2003 con su conversación con el filósofo Axel Honneth y en los años siguientes con varios artículos) en idear –equilibrando concesiones y posturas irrenunciables, escuchando con inteligencia– una salida de la polarización entre quienes insistían en las reivindicaciones económicas y quienes se sumaron a la batalla de la identidad. (Todo reclamo político cabe en una cajita teórica, sabiéndolo acomodar.)

Uno reconoce, con el tiempo, los hábitos de sus conocidos, de las personas con que se relaciona. Si les regala suficiente atención, descubre cómo ordenan mentalmente la realidad, cómo entienden el mundo. Cuando una dicotomía la confronta, a Nancy le gusta imaginar una tercera vía.

La izquierda se dividió –y luego se desmoronó (hasta que cada quien se alejó, cargando su migaja)– entre los economicistas, lo suficientemente audaces como para alegar que cada injusticia se origina en las condiciones materiales (o las estructuras económicas), y los culturalistas, quienes sostienen justo lo contrario (todo se explica por los patrones de interpretación y representación). En algún punto, el primer bando exigió la redistribución de oportunidades y recursos a partir de un falso universal –sin considerar cómo entraban las minorías y las mujeres en esa ecuación general, o que introducirlas suponía reescribir la ecuación–. (Tengo para mí que ese fue el momento en que los liberales igualitarios perdieron el apoyo de incontables feministas.) Enseguida, como lo haría un espejo, la facción cultural concibió su propia explicación del mundo: la igualdad a rajatabla es una aplanadora, no un ideal; no siempre queremos abolir las diferencias (sería como pedirle a la comunidad lgbtiq que asimilara la norma heterosexual), debemos valorar la diversidad.

El pleito se reprodujo en el feminismo: las que comprendían el género como una identidad o construcción cultural se distanciaron de quienes preferían entenderlo como un producto de la división sexual del trabajo; las primeras querían valorar la cultura de las mujeres (sus prácticas artísticas, por ejemplo), mientras que las segundas clamaban por abolir el género. “El problema es el capitalismo”, “el problema es el androcentrismo”. Y de ahí a los reproches por la falsa conciencia de unas o la alianza patriarcal de otras. Por si fuera poco, las posestructuralistas sugirieron la deconstrucción, que supone prescindir de las famosas oposiciones binarias (hombre/mujer; blanco/negro; proletario/capitalista).

Hay que apreciar el extremo al que llegó Nancy para sentar a las izquierdas a la misma mesa. No fue un encuentro amigable: pertenecían a tradiciones filosóficas distintas (Marx contra Hegel, el liberalismo igualitario de Rawls frente a la diferencia entre sujeto y objeto, trascendencia e inmanencia de Simone de Beauvoir). Para conseguirlo, Nancy reconoció primero que la cultura no se subsume a la economía ni viceversa. Después, incluyó ambas reivindicaciones –la distributiva y la de reconocimiento– en una concepción bidimensional de justicia, y finalmente se decidió por un principio –la tercera vía– capaz de integrar a unos y otros: la paridad en la participación. Al hacerlo, esquivó la piedra que es culpable de un frecuente traspié (donde tropieza, por ejemplo, Pierre Bourdieu): no hace falta demostrar que la falta de reconocimiento –de las mujeres por parte de los hombres– es nociva para la subjetividad (podemos prescindir de la batería de exámenes psicológicos y tampoco importa si tú, en específico, no te sientes afectada). Sencillamente es injusto que algunos no tengan el mismo estatus que otros en las interacciones de la vida social, “es moralmente insostenible que, a causa de ciertos patrones culturales, las mujeres no puedan participar en la deliberación pública en pie de igualdad”. Nice move, Nancy.

((Conviene entender así la disputa por la voz pública de las mujeres, de eso va el mansplaining, el #MeTooMX.
))

 La filósofa hizo lo mismo respecto al debate entre las acciones afirmativas (las que pretenden cambiar los resultados de una mala distribución o promover una imagen positiva de las mujeres) y el camino de la transformación (las que se esfuerzan por abolir las diferencias o la estructura económica). En suma, ni una ni otra: ambas. Esa es la costumbre de Nancy.

Otra es la deliberación: a Nancy le fastidia el filósofo que imagina con su monólogo una sociedad que solo existe en un mamotreto. Su convicción, en cambio, es deliberar: lo hizo con Honneth para llegar a su concepción de justicia, con la filósofa Rahel Jaeggi en su conversación sobre el capitalismo y con Bhaskar Sunkara, el editor de Jacobin, en su libro más reciente, el que preordené con meses de anticipación (The old is dying and the new cannot be born). Fue ese tipo de gestos con los que Nancy dejó de ser Fraser y se ganó mi simpatía. No le habla a la sociedad desde el claustro de un cubículo, ni espera que el mundo se quede callado para recibir, con ambas manos, su inteligencia. Nancy discute, formula reparos y críticas, escribe réplicas. No evade, como otros sabios, la coyuntura, ni se rehúsa decorosamente a publicar su opinión: se ensucia en el lodo del ahora. Es combativa. La imagino tomando la palabra para interrumpir el pedante soliloquio de un hombre.

No me lo imagino, sé que lo hace. A veces adelanto mi lectura al apartado que contiene su bibliografía y me detengo en las notas de cada página porque cita a decenas de autoras. (Algo que casi no sucede cuando leo a los hombres.) Al hacerlo me regala otra experiencia del texto: una en la que constato –triunfal, conmovida– la creación de conocimiento por parte de las mujeres. Nancy y las demás. Nancy y nosotras.

Así no, Nancy

La noche que Estados Unidos se enteró de la victoria de Trump, mientras los demócratas y sus simpatizantes compartían mensajes de desconcierto, Nancy prefirió pensar las cosas dos veces. En vez de cobijarse en la indignación masiva contra sus votantes –por homofóbicos, islamofóbicos, racistas, machistas y otros epítetos del tan satisfactorio e inútil name-calling–, y en lugar de apresurarse a suscribir las razones que demasiado pronto se impusieron como las explicaciones de sentido común de la derrota de Hillary Clinton –la injerencia rusa, el poder de Facebook–, ella interpretó que el resultado de las elecciones confirmaba la más reciente crisis del capitalismo.

–Yo no he llorado ni una lágrima por la caída del neoliberalismo progresista.

Escribió esto cuando Trump apenas cumplía un mes en el gobierno (too soon, Nancy). “Ni voy a guardar luto por el colapso de la hegemonía neoliberal.” Para ella, quienes padecieron los gobiernos de austeridad, la desindustrialización, la desigualdad creciente y el mandato sin contrapesos del capital financiero por fin habían mostrado en las urnas su rechazo.

–Y eso –aseguró– es bueno para la izquierda.

La Unión Americana no tomó una desviación momentánea para regresar más adelante –después de quién sabe cuántos kilómetros por terracería– a la carretera liberal. El populismo no es un caso grave de hipo, sino el nuevo orden de las cosas. En este panorama, Nancy no piensa con desconsuelo sino con entusiasmo: cree que es una oportunidad para el reencuentro del feminismo, las minorías y los trabajadores. Y de nuevo apunta hacia una tercera vía: ni el neoliberalismo progresista ni el populismo reaccionario, sino el populismo progresista.

¿Puedo alojar a Nancy en México?, ¿hospedar aquí sus nociones? Dudo que nosotros hayamos vivido una hegemonía neoliberal progresista desde los ochenta. Nadie que tenga un pie en la realidad puede afirmar que estamos bajo el “imperio gay y feminista del 1%”. Nuestros presidentes, aun como candidatos, no se concentran en esas reivindicaciones. Apenas nos dan concesiones pequeñísimas, gestos efímeros. Si no hubo neoliberalismo progre, ¿puede haber populismo progre?

Intuyo que Nancy detestará que la haga de su ventrílocuo en México, pero tengo mis razones para hacerlo –muchos adeptos de López Obrador repiten que los críticos solo sabemos responder desde un liberalismo trasnochado, o desde la derecha fascista, con la que a veces lo confunden–.

((I actually make a practice of going over to the enemy’s camp –by way of reconnaissance, not as a deserter!, escribió Séneca, hace siglos y en otro idioma.
 
))

 No es así: algunos podemos oponernos desde su tradición, la izquierda. (O incluso a partir de las reglas del beisbol. Los tres strikes feministas de AMLO lo dejan fuera: los refugios para las víctimas de la violencia, su desprecio a las ONG, las estancias infantiles.)

((Las transferencias de dinero para que cada familia decida cómo gastarlo para cuidar a sus hijos no hace nada por desmontar la división sexual de ese trabajo, por el contrario, lo vuelve a asignar a las mujeres. Además, en su momento, esta revista también advirtió que el programa Jóvenes Construyendo el Futuro no consideraba las necesidades de las jóvenes.
))

 Haría falta otro ensayo para exponerlo (tengo el cronómetro en contra), pero diré que, si recluto las ideas de Nancy, les puedo asegurar que el nuestro no es un populismo progresista. La Cuarta Transformación no es la tercera vía que suprime las falsas antítesis. Partir de tajo a la población en liberales y conservadores, fifís y chairos, mafia del poder y pueblo, oculta (por enésima vez) las injusticias que padecemos las mujeres –nos pierden de vista en la batalla entre señores–. Apenas hace falta repasar las ideas de este ensayo para despertar estas sospechas: las medidas y omisiones de AMLO no nos acercan a la paridad participativa, es más probable que terminemos por ser clientas de su Estado.

Quizá Nancy me lo reproche –volver a astillar a la izquierda–, o quizá coincidamos. Con todo, los buenos lectores, como las amistades, se sobreponen a las peleas. Esta no será nuestra diferencia irreconciliable. Con cada libro suyo, acabo en el ring de mi cuarto, sobre mi cama que la hace de lona, con los párpados hinchados y la visión borrosa, los músculos entumidos, tras haber recibido el golpe de cientos de páginas. Derrotada pero feliz porque pude ver el mundo desde la perspicacia de otra mujer. ~

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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