Homo urbanus: una experiencia de la ciudad

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Qué tal si en vez de pensar que el tiempo es lo que rige nuestra vida, cediéramos esa operación al espacio. Los lugares en los que nos movemos propician estados de ánimo y relaciones interpersonales. Por ejemplo, las noticias de secuestros y acoso a las mujeres en el metro de la Ciudad de México dan cuenta de la forma en que ese sitio afecta la vida cotidiana de las usuarias. Hay que decir en voz alta que el espacio en la ciudad no se vive de la misma manera por todos sus habitantes. Homo urbanus es el nombre de una muestra, exhibida en el Museo de la Cancillería, compuesta por una instalación hecha principalmente con pinturas, en la que Mónica Herrera explora la Ciudad de México.

El ejercicio es interesante porque la artista se aleja de prejuicios geográficos para dar cuenta de su experien- cia personal al recorrer la ciudad y poner al centro su cuerpo reflexivo y su sensibilidad. Para Herrera la ciudad es “al mismo tiempo una jungla y una jaula. Un espacio que oscila entre lo anárquico y lo opresivo, en el que conviven lo improvisado y lo intencional, lo impredecible y lo inevitable”. Las oposiciones que enumera son resultado de una coordenada específica: Herrera caminó de su casa hacia el centro y a partir de las impresiones del recorrido hizo las pinturas.

Además de su experiencia personal, Herrera partió de un modelo en la historia del arte para desarrollar un posicionamiento propio. “Durante la transición entre la Edad Media y el Renacimiento algunos pintores –por ejemplo, Fra Angelico o Piero della Francesca– experimentaron con imágenes secuenciales en un mismo plano, la denominada pintura narrativa, en la que los personajes aparecían varias veces en un mismo cuadro, como desplazándose en distintas escenas por el espacio.” Herrera partió de la pintura narrativa para generar una inflexión: en su trabajo, el espacio citadino es el protagonista, no hay personajes. En entrevista comentó que ella ve la ciudad como un sinnúmero de perspectivas, estilos, colores y épocas que se mezclan en diferentes planos. “Tomé diferentes visiones de un mismo punto y las ‘prolongué’ jugando con la perspectiva”, explicó. Del pasado medieval también utilizó la técnica del temple al huevo sobre creta; esta decisión contrasta con los colores, los cuales son una abstracción de aquellos que observó en su recorrido. En las pinturas vemos líneas negras que trazan la retícula necesaria para producir “las diferentes visiones de un mismo punto”. Los colores iluminan los espacios entre las figuras. Preponderan el rosa, el azul, el naranja, el verde, el rojo y el amarillo. Entre estos resaltan espacios en blanco que dejó la artista, insinuando una zona neutra.

Al entrar a la exposición se experimenta cierta incertidumbre, no es claro si estamos ante dibujos arquitectónicos o si lo que vemos son pinturas. La mirada recorre líneas que forman diferentes espacios en una superficie, como si la misma escena vibrara de manera diferente dependiendo del sitio donde se ubique el cuerpo, la vista y el oído. En las obras también hay elementos que podemos reconocer como arcos, puentes, bocetos de fachadas y ventanas.

El mayor acierto de las pinturas es que producen ciertas sensaciones: una línea nos puede llevar a una repetición de medios círculos que funciona como pretexto para imaginar un movimiento o un ruido. Yo pensé en los taladros gigantes que por las noches horadan tanto mis oídos como la avenida de José María Izazaga, en el Centro Histórico. Poco importa que la artista haya pensado en el taladro. El arte tiene la facultad de invitar al espectador a interpretar, cuando esto sucede se completa la obra para aquel que la mira. Ya no se trata de información visual, sino de una experiencia personal.

Herrera eligió, además de los cuadros convencionales, rectángulos separados por pequeños espacios, que juntos forman un plano, como la retícula de una colonia formada por manzanas y vista desde el aire. En algunos de ellos hay cuadrados dorados empotrados sobre el soporte, yo lo interpreto como un guiño a las iglesias que hay en el centro y a sus acabados en hoja de oro, presentes en los marcos de las pinturas, en la arquitectura y en algunos elementos de las esculturas de santos y vírgenes.

Las pinturas de Homo urbanus llevan por título Transición y se distinguen unas de otras por un número. En la muestra también encontramos un políptico formado por varios cartones, titulado Ciudades imaginarias I-X: se trata de imágenes de la ciudad transferidas al cartón, a las cuales se añaden grabados. El color de la imagen en tensión con el negro del grabado enfatiza la relación entre naturaleza y arquitectura. La ciudad se construye a partir de acciones y decisiones que tomamos respecto al territorio en el que vivimos.

La muestra presenta un elemento lúdico. Tránsito es una obra interactiva, hecha con fragmentos de fotografías digitales a color, que invita al visitante a jugar con pequeñas piezas para formar su propia imagen de la ciudad. Finalmente, hay una escultura de doce cubos hechos de masa de maíz y cartón que sirven como superficie para la transferencia de fragmentos de un mapa de la ciudad. En uno de ellos reconocemos el nombre de un sitio específico: Iztacalco.

Al salir de la exposición pensé en la belleza de las pinturas. Disfruté los colores brillantes y los espacios diversos, producto de la actualización de la pintura narrativa. Sin embargo, no logré identificarme con esa ciudad, no en- contré la sobresaturación en las calles, el miedo a los automovilistas y a los ciclistas que se pasan los altos. Tampoco hubo alusión a la publicidad y a la mirada de los otros. Que mi vivencia de la ciudad sea distinta a la de Herrera no disminuye el valor de la exposición, pues da cuenta de un recorrido personal llevado a la pintura y a la instalación. Lo que Homo urbanus hace es abrir la puerta a la intimidad de una artista al tiempo que provoca una reflexión sobre nuestra particular manera de vivir la plasticidad de la ciudad en la que habitamos. ~

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