Se bromea con la ingente cantidad de diarios del confinamiento que aparecerán durante los próximos meses. Es cierto que escribir un diario de momentos significativos de la vida, ya sean embarazos, cuarentenas, estancias en el extranjero o incluso una enfermedad, es ante todo una actividad terapéutica, tanto para escritores profesionales –llamados a hacerlo por vocación– como para cualquiera que necesite dejar constancia escrita de sus experiencias. Pero también existen otros diarios de largo aliento, que ocupan varios años de vida y que recogen tanto experiencias cotidianas infraordinarias –así las llamaría Georges Perec– como vivencias de índole histórica. Esta combinación de sucesos de todo calibre la encontramos en los diarios de Virginia Woolf y Kafka, pues ambos fueron testigos de la Primera Guerra Mundial, tal como comenta el poeta y narrador mexicano Daniel Saldaña París en su reciente artículo “Una pandemia íntima”.
De las dos modalidades de diarios a las que me acabo de referir se han publicado ejemplos en castellano recientemente. De la primera tenemos el del argentino Alberto Giordano, titulado El tiempo de la convalecencia (Kriller71) y centrado en su recuperación paulatina tras una larga depresión. El diario se publicó previamente en Facebook por entregas (es decir, por “posts”), y por esta razón se encontraría en las antípodas de Lo que fue presente (Alfaguara), la colección de diarios de Héctor Abad Faciolince que recoge una amplia selección de veintiún años de escritura confesional en cuadernos del autor colombiano.
Al leer en papel las entradas de Facebook de Giordano, por un momento olvidamos que fueron difundidas masivamente antes de su recopilación y publicación. En ellas asistimos a discusiones telefónicas con su tía Ema, a charlas con amigos escritores y también a reflexiones sobre la naturaleza de los posts de Facebook y de su posterior conversión en libro (“¿cómo pude abandonar un hábito tan entretenido, acaso saludable, como el de anotar algo en Facebook, nada más por la necesidad de cumplir con exigencias profesionales?”), lo que nos recuerda que estamos irremediablemente ante un diarista del siglo XXI que practica lo que él mismo denomina el “intimismo espectacular”.
Héctor Abad, en cambio, confiesa haber desenterrado estos diarios (que abarcan desde 1985 hasta 2006) no sin temor a las reacciones ante su publicación. En ellos encontramos una montaña rusa de experiencias vitales: el nacimiento de sus hijos, el asesinato de su padre en Medellín, pero también sus fantasías eróticas, sus inseguridades, así como reflexiones que dan fe del aprendizaje vital (“cuando alguien dice que te va a invitar a su casa, jamás te va a invitar […]. Los que ofrecen y anuncian quieren recibir, mágicamente y por anticipado, el agradecimiento”). La nimiedad y el suceso notable cobran la misma importancia en este diario, que podría servir como ejemplo arquetípico de lo atrayente que resulta la escritura confesional de calidad, pues aunque en un principio seamos ajenos a los protagonistas y a los escenarios que conforman la vida del autor, los lectores seguimos pegados a la narración de sus vicisitudes y disyuntivas como si estas fuesen los episodios de una serie exitosa de hbo.
La abundante presencia en las librerías de la llamada “escritura del yo” ha favorecido la proliferación de talleres y cursos que guían a quienes desean convertir en caracteres con espacios los hechos más elocuentes de su propia vida. Pero ¿se puede enseñar a escribir un diario? Daniel Saldaña París, profesor de varios talleres de escritura diarística (uno organizado por el Festival Hay y otro por la editorial mexicana Antílope), proporciona algunas pautas al respecto. Para empezar, parte precisamente de no considerar este tipo de texto como un género literario: “El diario es más un objeto, un soporte literario. Puede incluir ficción, ensayo, crónica de viaje, memorias…. Más que delimitar fronteras, para mí se trata de ampliar el género del diario. Viendo las impurezas del formato es donde se puede abrir un universo para el taller.”
La teoría sobre el diario y, en general, sobre la escritura autobiográfica, nos lleva a ensayistas como los franceses Philippe Lejeune o Beatrice Didier y, en castellano, a Laura Freixas y Anna Caballé. Además, en los últimos meses se ha ampliado el elenco de autoras que le dedican su atención a lo confesional en sendos ensayos en lengua castellana. Son Andrea Valdés en Distraidos venceremos (Jekyll & Jill) y Begoña Méndez en Heridas abiertas (Wunderkammer). El primero es un ensayo creativo sobre la escritura del yo que funciona a su vez como texto metaautobiográfico. Comienza Valdés dedicando atención a los diarios de Rosa Chacel y de la brasileña Maura Lopes Cançado, para seguir con el análisis de crónicas autobiográficas de autores como los argentinos Héctor Libertella y María Moreno. Mientras tanto, el lector asiste a las propias vicisitudes personales de la autora durante su proceso de investigación sobre los escritores cuyas obras examina en su ensayo.
Méndez, por su parte, estudia en Heridas abiertas los diarios de diez escritoras. El ensayo se abre con el Libro de la vida de Santa Teresa y se cierra con el delicioso y delirante Diario de una princesa montonera (Marbot Ediciones) de la argentina Mariana Eva Pérez, también publicado en internet con anterioridad. “De la fusión entre lenguaje y vida se deriva otra de las características fundamentales de los diarios: la identificación entre cuerpo y escritura”, afirma Méndez en el prólogo, y este vínculo entre los diaristas y su cuerpo ya lo advierte Daniel Saldaña, quien les propone un ejercicio al respecto a los participantes de su taller: “Me gusta empezar haciéndoles reflexionar acerca del acto de escribir: si lo hacen a mano, en hojas sueltas o en la computadora. Es una reflexión sobre el cuerpo que ya aparecía en El discurso vacío de Mario Levrero, donde el autor trataba de modificar su caligrafía para así modificar su ánimo.” La novelista y cronista Sabina Urraca, que lleva años impartiendo talleres de escritura autobiográfica, también se muestra de acuerdo en lo esencial del cuerpo a la hora de escribir diarios, e incluso de leerlos: “Cuando leemos los diarios de Katherine Mansfield en el taller les pido que se imaginen a la propia Mansfield escribiendo eso desde la cama. Les digo: ‘quiero que la veáis en camisón, enfermísima, escribiendo estas páginas’. Intento que se percaten del cuerpo de la escritora desnudándose de esa manera.”
Si algo se echa de menos en la escritura autobiográfica en castellano son los diarios de lecturas. Obviamente, en todo dietario de un escritor profesional se encuentran numerosos párrafos centrados en textos de otros autores. Alejandra Pizarnik escribió más de uno sobre El Quijote: “El Quijote no me hace reír. A veces sonreír, pero solo a veces. Cap. v: Sancho y su mujer. Sancho se revela ya completamente quijotizado.” Julio Ramón Ribeyro también mostraba sus enojos literarios con toda libertad en sus diarios (“¡Qué fatigante resulta Salinger en Franny & Zooey con su pequeña familia de personajes inteligentes! Gide vio justo cuando dijo que no había nada peor que crear personajes intelectuales: solo se logra hacerles decir asnadas”), pero en el mercado editorial en castellano no es fácil encontrar un diario específicamente dedicado a la lectura de un autor o autores. Por eso el extenso libro del ensayista y poeta Moisés Mori sobre sus lecturas de la obra de Annie Ernaux es una rareza. Titulado Escenas de la vida de Annie Ernaux, en sus 832 páginas Mori hace una exhaustiva lectura de la obra de la escritora francesa publicada hasta 2008. Los textos de este diario, además de ser un estudio pormenorizado de la escritura de Ernaux, son también reflexiones morales del propio Mori, que, con total libertad y fluidez, establece paralelismos entre los dilemas vividos por la autora y los suyos.
En su Diario de lecturas (Alianza Literaria), el escritor argentino Alberto Manguel parte de una premisa muy distinta. En él se impone la tarea de registrar la relectura de doce libros, uno por mes, para así “obtener algo parecido a un diario personal y a un volumen de notas, de reflexiones, de impresiones de viajes, de retratos de amigos, de comentarios sobre acontecimientos públicos y privados, todo ello provocado por mis varias lecturas”. Y eso logra, no solamente comentando la lectura, sino también recordando cómo llegó a sus manos cada libro en cuestión (Kim de Rudyard Kipling, El libro de la almohada de Sei Shonagon….). Además, el diario de Manguel funciona claramente como soporte literario, pues contiene numerosas imágenes y notas manuscritas. Todo esto lo convierte en un fantástico cajón de sastre que provoca muchas ganas de hacerse con un cuaderno de buen papel y comenzar a escribir y a pegar recortes pero, ante todo, ganas de acercarse de nuevo a viejas lecturas. ~