Jeanne Moreau, amateur del cine

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El mes que viene se cumplirán 95 años del nacimiento de Jeanne Moreau, la mejor actriz del mundo según su amigo Orson Welles, que la dirigió en El proceso (fue ella la que le sugirió utilizar la estación de Orsay como set), en Campanadas a medianoche y en la fabulosa en varios sentidos del término Una historia inmortal, cuyo primer plano recorre un Macao de ensueño recreado en la plaza mayor de Chinchón, plantando así desde el principio el armazón de la película, que va de lo que contamos y lo que imaginamos, y de cómo se arma lo real. Más avanzado el metraje ya aparece Jeanne Moreau algo brumosa, atisbada tras unos visillos, rodada como si su personaje se representase no solo a sí mismo sino toda una manera de acercarse al mundo, la manera de relacionarnos con lo que nos rodea, lo que damos de nosotros y lo que nos atrevemos a tomar.

Pero por supuesto todos los buenos personajes y objetos artísticos tienen esa doble identidad y quizá ya se manifestaba esa intuición cuando se comparaba a los actores clásicos con los dioses del Olimpo, que a la vez han servido para delinear los arquetipos, igual de íntimos e huidizos. Tres de mis tíos abuelos me recordaban poderosamente a sendos actores, o viceversa, pero aquí van los términos famosos: Lauren Bacall, John Wayne y Jeanne Moreau, clavada a la hermana mayor de mi abuela materna (“Abuela, ¿por qué crees que T. nunca se casó?” “Ay, hija, no sé. Era muy rara. ¡Quería que la adorasen!” Transcribo esa lejana conversación con esta puntuación tajante, pero no estoy segura de si mi abuela indicaba como prueba de que su hermana era muy rara el hecho de que quisiera que la adorasen, en cuyo caso habría convenido un punto y coma además de un enamorado salido de un poema de Amado Nervo, o bien si las dos declaraciones son independientes. Lo dejo así).

Intuyo que su presencia, las de aquellos tíos abuelos, debía de estar emanando algo inasible pero captable desde la infancia que no levantaba ni un metro del suelo, algo de lo que ellos no eran conscientes, familiar pero no tan carnal como en la filiación directa, y universal pero individualizado como la relación con una diosa griega o con un actor de Hollywood, y de ahí esas comparaciones, porque aunque yo los recuerdo iguales de cara, a veces cuando lo comento en familia me responden “¡Si no se parecían nada!”. ¡Pero eso les da igual a las asociaciones!

Entre 1976 y 1983, entre sus 48 y sus 55 años, la actriz dirigió tres películas (LumièreL’Adolescente y Lillian Gish), que la Fundación Jeanne Moreau ha restaurado entre los años 2021 y 2022. Recibo la primera noticia de ellas a través de un librito conmemorativo recién editado a cargo de Jean-Claude Moireau, de nombre parecido al suyo. No he encontrado las películas online pero el libro (Jeanne Moreau Cinéaste) se detiene en cada una de ellas, y en resaltar que fue por aquella época, a mitad de los setenta, cuando algunas actrices que ya estaban en la edad en que las dejan de llamar se lanzaron a la dirección, coincidiendo el descenso de trabajo con el alto nivel de conocimiento amasado a lo largo de años de rodajes. El caso más evidente es el de Delphine Seyrig, que el mismo año en que protagonizó Jeanne Dielman, de la muy joven Chantal Akerman, estrenó también su primera película como directora realizada en conjunto por el colectivo Les insoumuses: Maso et Miso vont en bateau.

También ese año se estrenó Lumière, la película en que Moreau reunió a un grupo de actrices (Lucía Bosé, Francine Racette, Caroline Cartier y ella misma) para que interpretasen precisamente a un grupo de actrices que se reúnen en una casa de campo. Parece que se trata de una película de conversaciones, en la que los personajes están veteados por las experiencias de sus intérpretes, y por eso tiene algo documental. Su siguiente película la escribió a medias con la novelista Henriette Jelinek. L’ Adolescente es una película de iniciación y de época: cuenta la historia de una adolescente que llega de París con su familia a pasar las vacaciones del verano de 1939 en un pueblo auvernés, pocas semanas antes de que comience la Segunda Guerra Mundial. Sin duda es la más clásica de las tres películas, y la imagino como parte de ese género francés en el que se insertarían otras como Lacombe Lucien o Adiós, muchachos, las dos de Louis Malle, y que registra la guerra desde los ojos de un adolescente, en el campo neblinoso. La protagoniza otra gran actriz: Simone Signoret.

Por último Moreau, que durante su desapacible matrimonio con William Friedkin vivió en California, rodó una larga entrevista con Lillian Gish, que por aquel entonces rondaba los noventa años. Moreau quiso hacer una serie de entrevistas a actrices y también a actores de Hollywood, pero por falta de financiación no llegó a grabar más que la de la última representante del cine mudo.

Leer sobre las tres películas de Jeanne Moreau me dio muchas ganas de verlas, pero como no las encontré vi a cambio la prodigiosa Eva, en la que Joseph Losey rueda el Gran Canal de Venecia como rodaban las calles del París nocturno en la Nouvelle Vague, y di también con un capítulo de la serie Vive le cinéma! grabado en el Ritz de París que registra una conversación entre ella y Orson Welles. Ella no quiere beber, pero él dice que beber solo es muy triste. Sin duda por la alusión al alcohol, ella se acuerda de Hemingway, al que conoció en el bar del hotel, a lo que Welles contesta que el día de la liberación de París, Hemingway liberó el bar del Ritz. Luego Welles dice algo bonito: que odia la palabra “profesional”, y que hay que ser siempre un amateur. Y eso me anima y creo que debo recordarlo. Todo suele suceder más o menos así: buscando algo encontramos otra cosa. ~

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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