La espectacular decadencia argentina tiene, como toda tragedia histórica, algunas paternidades y varios comienzos. Pero podríamos elegir aquí y ahora una figura determinante y una época decisiva: los días en que el joven oficial Juan Domingo Perón se paseaba por la Italia fascista y estudiaba de cerca el “socialismo nacional”, la Carta del Lavoro y los trucos del caudillismo carismático. Luego Perón regresó a su patria, formó parte de una secta contraria a los aliados que terminó dando un golpe militar nacionalista, y con ese trampolín consiguió a continuación autolegitimarse en las urnas y encumbrarse como presidente electo y médium del alma del “pueblo de Dios”. Fue allí cuando puso en práctica lo que había aprendido en Roma; se lo dijo sin remilgos a un grupo de emigrados italianos: “Me propongo imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores.” Había recursos acumulados en esa Argentina todavía opulenta y Perón los repartió rápidamente para asentar su propio mito hasta que ese mismo despilfarro lo condujo a una previsible crisis económica y a la inflación. Su intención ideológica era muy clara: el Movimiento Nacional Justicialista, que había fundado, tenía como objetivo luchar contra lo que él entonces denominaba el “demoliberalismo”.
Perón se convierte así en uno los maestros del populismo latinoamericano, y no importa tanto seguir el derrotero de su victoriosa fuerza política sino resaltar el hecho de que su impronta marcó a fuego a la sociedad argentina, que durante todo el siglo XX despreció unánimemente la democracia liberal: allí se alternaron oscuras dictaduras castrenses con gobiernos débiles que aceptaban proscripciones, y con distintas reencarnaciones del peronismo a derecha e izquierda. Porque el maridaje de marxismo y nacionalismo, que Cuba prohijó y que muchas décadas después el chavismo llevaría hasta sus últimas consecuencias, fue consentido por Perón en su exilio de Madrid, y porque de allí surgen el “peronismo de izquierda” y su fase guevarista: los Montoneros, que se rebelaron contra el propio caudillo y a cuya organización guerrillera este ordenó, con despecho, perseguir y masacrar durante los últimos días de su vida. A continuación, la siniestra dictadura de Videla y de Massera llevó a cabo un plan sistemático de tortura y desaparición de personas, y liberales que no creían tampoco en la democracia (fascistas de mercado, diría Paul Samuelson) se plegaron a esa nefasta tiranía y, como los militares siempre han tenido genes estatistas, acabaron produciendo más estragos económicos. Solo después de esa larga noche y del desastre de la guerra de Malvinas hubo una cierta conciencia de que el partido militar estaba acabado y podíamos probar con una democracia republicana. Ese fue el proyecto ganador de 1983 y lo encarnó el socialdemócrata Raúl Ricardo Alfonsín. Allí se vio, sin embargo, que sindicalistas millonarios de la Carta del Lavoro lo cercaban (le hicieron trece huelgas generales) y que distintos caciques peronistas no le permitían llevar a cabo plenamente sus ideas. Acorralado y obligado a las permanentes concesiones, Alfonsín se fue quemando en la hoguera de la hiperinflación. De aquella debacle surge triunfante otro peronista: Carlos Menem. Que de la noche a la mañana cambia su folclor nacionalista por un neoliberalismo salvaje a tono con el Consenso de Washington. Un “heredero de Perón” que se colocaba en las antípodas de Perón, privatizaba empresas del Estado a veces para entregárselas a monopolios privados y conseguía, con la fe de los conversos, años de estabilidad relativa y también pobreza honda y lacerante. A veces, lo contrario de una estupidez puede ser otra estupidez. Aquel caudillo neoliberal con mayoría automática en la Corte Suprema de Justicia y obsesión total por el poder quiso ser reelegido y entonces descuidó la disciplina fiscal y comenzó a endeudarse. La bomba le explotó a su sucesor, un mediocre radical llamado Fernando de la Rúa, que no supo desarmar el explosivo, chocó el carrusel y debió abandonar la Casa Rosada en medio de humo, muerte y protestas de todas las clases sociales. El exótico pero efectivo sistema de “cambio fijo”, que era la convertibilidad (un peso, un dólar) había volado por los aires. Y no solo por impericia, sino porque era un método agotado hacía años y porque nadie fue capaz de ver a tiempo su decadencia y de trazar un programa para salir cuidadosamente. La salida fue, en cambio, una nueva catástrofe financiera y social: la crisis de 2001 pauperizó aún más a las franjas bajas y medias de la población, dinamitó el sistema de partidos políticos y alumbró a Néstor Kirchner, rancio señor feudal de la Patagonia que jamás se había preocupado por los valores del progresismo ni por los derechos humanos, pero que tenía una frase secreta y estratégica: “La izquierda da fueros.” Si eres de izquierda, estás protegido. Con esa impostura –reivindicar retóricamente el peronismo de izquierda de los años setenta– creó un “relato épico”, se metió en el bolsillo a los sectores progres y a la cultura, estableció amistad con Hugo Chávez y otros neopopulistas del momento, y dividió a la Argentina entre amigos y enemigos. Su meta era reproducir a nivel nacional lo que había logrado en la pequeña provincia de Santa Cruz, donde se apoderó del Estado y lo convirtió en una agencia de colocaciones, sometió a los empresarios, canceló al periodismo independiente, copó la justicia, modificó la Constitución, manipuló el sistema electoral y consiguió que la oposición se transformara a partir de entonces en un mero sparring: se presenta, hay pelea, pero jamás puede ganar. De lejos parece así una democracia, pero solo es una cáscara vacía y engañosa. Este régimen de partido único consagra la “democracia hegemónica” y destroza la democracia liberal, tal y como deseaba Perón.
La resistencia contra ese gran proyecto a nivel nacional fue construyendo en la acera de enfrente un partido nuevo que conducía un hombre de negocios y del mundo del fútbol (fue presidente de Boca en épocas de Maradona) llamado Mauricio Macri, inserto luego en un espacio plurideológico más amplio pero unido por la idea republicana. Este concepto –republicano– no alude al partido de la derecha de Estados Unidos, sino más bien a la idea española de una república transversal. En lo concreto, un “país normal” donde existen las alternancias virtuosas, funcionan las instituciones independientes, hay plena libertad de prensa y de empresa, y se propende a una economía equilibrada y abierta al mundo, y al final a un Estado de bienestar.
Néstor Kirchner no necesitaba reelección; tenía un proyecto de fondo: alternar con su esposa Cristina en el poder durante veinte años. Pero se murió de un ataque cardíaco en 2010 y su viuda no solo siguió adelante, con un temperamento más virulento aún que el de su marido, sino aceptando los consejos de Chávez y Fidel Castro, y radicalizándose hacia un esquema bolivariano de bajas calorías. Con múltiples errores macroeconómicos fue gastándose todos los stocks y vaciando todas las cajas, agrandando el déficit fiscal y destruyendo el valor de la moneda. También impidió, en parte, que los argentinos se refugiaran en el dólar colocando un estrambótico cepo cambiario que todavía hoy espanta a los inversores y traba todo crecimiento. A un rosario de chapucerías hechas en nombre de la “emancipación” y a la instalación de una cultura de la gratuidad, unió un Estado insolvente que sin embargo daba subsidios insólitos –prácticamente regalaba el gas, el agua, la luz y el transporte–, mientras contrataba millones de empleados públicos, la mayoría de ellos militantes fanatizados. El castigo a su estridencia y a sus yerros sucedió en 2015 cuando Macri y su coalición de socialdemócratas, liberales y conservadores asumieron la presidencia con el mandato de reordenar la economía. Para hacerlo tenían una encrucijada: un ajuste drástico e inmediato o ampliar la deuda para realizar recortes de manera gradual y hacer más digerible el programa. Macri eligió la segunda opción, que funcionó hasta que el mercado internacional sospechó equivocadamente que no iba a poder seguir adelante y le retiró su apoyo. La Argentina regresó así al prestamista de última instancia: el Fondo Monetario Internacional, y de nuevo el cimbronazo económico puso a su administración al borde del abismo. Desde 1928 ningún gobierno civil no peronista había logrado acabar en tiempo y forma su mandato: por golpe o por destitución, esos presidentes volvían a casa antes de tiempo y cimentaban así la idea de que “solo el peronismo puede gobernar”. Este apotegma no es disparatado, puesto que muchos empresarios argentinos de mercados regulados, acostumbrados a cazar en el zoológico, comen de la mano del kirchnerismo; casi todos los sindicalistas de la Carta del Lavoro –vueltos multimillonarios– solo respaldan a los candidatos de su camiseta partidaria, y la mayoría de los piqueteros –gerentes de la pobreza con planes sociales que manejan a discreción– es contemplativa con las gestiones peronistas. Desde el primer día del mandato de Macri se intentó deslegitimarlo con la mentira de que su proyecto era una continuación de las dictaduras militares (sic), se le pronosticó una destitución y se lo acosó día y noche, incluso con catorce toneladas de piedras: esa fue la carga de una intifada contra el Congreso de la Nación que le dedicaron para abortar desde la calle el debate de una ley. Fue un intento de golpe al Parlamento argentino y quedó impune. Macri no supo evitar el descalabro, aunque sí terminar su mandato constitucional, y Cristina Kirchner “contrató” un peronista “moderado” para hacer campaña y no asustar a los que temían una nueva chavización. El resultado fue la presidencia de Alberto Fernández, que lleva casi cuatro años al frente de la Casa Rosada y que logró una inflación anual del 120%.
El peronismo, que fue el que más gobernó, creó el reglamento de la política y juega con la cancha inclinada a su favor; ha logrado institucionalizar sus lógicas y ha colonizado, con clientelismo y adoctrinamiento, a vastos sectores del país. Perón, con todos sus incontables defectos, pretendía Estado, orden y justicia social en 1945. Al cabo de cuarenta años de democracia parcial, sus herederos construyeron un Estado fallido que brinda pésimos servicios de salud y educación –devastaron la escuela pública–, así como también de seguridad: han sido conniventes con la policía gansteril y con el narcotráfico; asimismo, han tendido a preocuparse más por los delincuentes –“víctimas del capitalismo”– que por los ciudadanos inermes. Contrariando incluso a aquel primer Perón generaron un desorden absoluto, al que se añade una creciente economía en negro –hay territorios en los que esta alcanza el 50%–, y donde las conquistas sociales de antaño han quedado pulverizadas. Hoy se multiplican la miseria y las dádivas. Este modelo desastroso fue refrendado en las urnas varias veces y ha sido objetivamente derrotado por la realidad. Y, lejos de articular una autocrítica sin ambages, estos progresistas que no creen en el progreso le siguen echando la culpa al “neoliberalismo”, los “poderes concentrados”, “los medios hegemónicos”, “la oligarquía” y la sinarquía internacional. Adoran los sistemas de partido único –se babean por el PC chino y son putinistas de corazón– y acuden presurosos en auxilio de cualquier populismo autoritario de América Latina. Buscan destruir los vestigios de una democracia liberal plena que los argentinos en realidad nunca hemos llegado a tener. Y aquella prédica de Perón, en ese único y trascendental sentido, caló muy hondo: demonizaron y arrollaron el proyecto “demoliberal” en la Argentina. Se autoperciben izquierdistas, pero la verdad es que Il Duce estaría orgulloso de su faena. ~
(Buenos Aires, 1960) es periodista y escritor. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras.