Para Simone Weil la amistad es “el milagro en el que un ser humano acepta mirar con distancia y sin acercamiento alguno al ser que le es necesario como alimento”, una suerte de amor en el que ambos amigos brillan en su independencia; la amistad como una larga e intensa conversación.
El 18 de abril de 2013, en la sala María Zambrano de la Consejería de Educación de España en México, José Emilio Pacheco, Javier Sicilia, Minerva Margarita Villarreal y José Javier Villarreal rindieron homenaje a Gabriel Zaid. A cargo de Agapito Maestre, entonces agregado cultural de educación de la embajada de España, se desarrolló el seminario “Otras visiones de la educación”, cuya tercera ronda estuvo dedicada a Gabriel Zaid. Ahí, en la mesa titulada “Educación y poesía en la obra de Gabriel Zaid”, Sicilia y los Villarreal evocaron su relación poética con Zaid. José Emilio Pacheco exaltó el lugar de la amistad intelectual como el sitio por excelencia del aprendizaje, cuyos espacios trascienden las aulas de clase y se trasladan a cartas, tertulias, caminatas. La amistad entre dos grandes inteligencias toma forma en una larga e intensa conversación.
Aquí se reproduce parte del homenaje que José Emilio Pacheco dedicó a Gabriel Zaid, una amistad que lo marcaría ética y estéticamente.
-DHS.
Cuando Harold Bloom recibió el Premio Alfonso Reyes me mencionó. Yo me sentí muy avergonzado de haberlo atacado. Hay una enseñanza indispensable más allá de la ansiedad de las influencias, o de la idea de Octavio Paz sobre la tradición de la ruptura, que es la del aprendizaje a través de la amistad. La ansiedad por las influencias o la ruptura solo se puede dar entre los miembros de una generación, pero la amistad literaria va más allá. Esto es cierto con respecto a mi relación con Gabriel Zaid. Entre los poetas de mi generación se formó ante todo una amistad. Pero ¿cuál es nuestra generación? ¿A qué generación pertenecemos? Fuimos muy amigos de la generación del 32, la de la Casa del Lago y de la del 39. Pero realmente nunca pertenecimos a ninguna generación, siempre fuimos bastante marginales. La mayoría de nosotros se conoció en la preparatoria o en las revistas estudiantiles. En cambio, conocí a Gabriel Zaid (a través de sus poemas y artículos) de forma muy estrecha, aunque personalmente tardía. Cuando hablo de mi encuentro con Gabriel siento que estoy hablando de un médico del siglo XVI. Hablar de él es muy difícil porque como decía el poeta Edward FitzGerald: “Juntos poseemos el incomunicable pasado.” Al recordar nuestra amistad me doy cuenta de que el pasado es realmente incomunicable.
Lamento mucho dos pérdidas del pasado. La de las caminatas, porque caminábamos y conversábamos mucho. Es una tradición que viene de Alfonso Reyes y de Pedro Henríquez Ureña. Yo caminé mucho con Gabriel, lo acompañaba. “Te voy a dejar a tu casa”, me decía. “Pues yo te voy a llevar a tu casa de regreso”, le replicaba. Pasábamos toda la noche caminando y conversando sin ningún peligro. Me gustaba muchísimo caminar. Cuando yo era joven vivía cerca del Parque México y tenía que atravesarlo. Ese parque es parte de mi vida literaria. También establecí relaciones por correo desde mi adolescencia. Lamento hondamente que el correo haya desaparecido: me parece lamentable y fatal para los escritores.
Cuando era joven, en 1958, apareció en una revista de Monterrey llamada Kátharsis un poema de Gabriel Zaid: “Fábula de Narciso y Ariadna”, poema que repliqué en la Revista de la Universidad. Entonces no conocía a Gabriel. Cuando comencé a frecuentar al grupo que hacía esa revista en Monterrey, Gabriel estaba en Europa. A propósito de ese poema comenzamos a enviarnos cartas. Tiempo después me mandó La poesía en la práctica, cuando él ya colaboraba en el suplemento de Siempre! y estaba en la Ciudad de México. Lo extraordinario es que nos encontrábamos a unas cuadras de distancia. Él tenía su oficina cerca de Reforma y yo trabajaba en La Cultura en México, que estaba en un edificio espectral, en la calle Santiago.
Mantuvimos muchos años de amistad, ya no epistolar, sino propiamente literaria. Nos mandábamos nuestros libros y los comentábamos. No fue una amistad basada ni en el interés ni en el elogio mutuo. En su obra crítica hay muchas notas muy generosas sobre mí, pero también muy críticas. Algunas no del todo justas, por ejemplo, de El reposo del fuego dice que es “un libro entero sin la palabra tú”. Y sí aparece.
A partir de ese momento establecimos una amistad. Una vez me llamó por teléfono y me dijo: “Vamos a conocernos, estamos a dos cuadras de distancia.” A mí me daba mucho miedo ver en persona a aquellos con los que tenía una relación epistolar, porque pensaba que, si ya nos habíamos comunicado por carta, al vernos frente a frente íbamos a quedarnos en silencio. Pero no ocurrió eso con Gabriel Zaid. Inmediatamente comenzamos a hablar y a comentar muchas cosas. Esto ocurrió en los años 1966 o 1967. En ese entonces apareció el libro de José Carlos Becerra, de quien nos hicimos muy amigos. Juntos luchamos para que se le incluyera en la antología de Poesía en movimiento. Nuestras reuniones de entonces son para mí una utopía de la amistad literaria, conversaciones de muchísimo aprendizaje. Nos reuníamos todos los lunes en un lugar nada literario, en el Sep’s de Insurgentes y Antonio Caso.
Creo que hemos cometido una gran injusticia al olvidar por completo la labor editorial de Fernando Benítez: en el suplemento de Siempre! colaboró gente muy importante para la cultura en México, como Elena Poniatowska y Emmanuel Carballo, pero el más destacado fue Gabriel Zaid. Hacía un periodismo literario distinto, un ensayo periodístico totalmente nuevo. Fueron Monsiváis, Zaid e Ibargüengoitia los que introdujeron un enfoque literario distinto.
En La Cultura en México los lectores aprendimos a leer tanto las imágenes como las palabras. Los artículos críticos publicados en ese medio fueron muy explosivos, sobre todo los de crítica literaria. Desgraciadamente se ha perdido la costumbre de que en los suplementos culturales se reseñe la poesía, solo se cubren la novela, el teatro y el cine. En los setenta, por ejemplo, apareció una serie, de título absurdo, que se llamaba Nuevos escritores mexicanos presentados por sí mismos, todos con prólogo de Emmanuel Carballo. Entonces Gabriel Zaid publicó un ensayo absolutamente demoledor que se llamaba “El arte de convertir solapas en minifaldas”. Después publicó otro: “¿Quién es el escritor más vendido de México?”, que resulto ser Martín Luis Guzmán porque tenía el talento para escribir los libros, pero también era el dueño de la editorial que los publicaba, de las librerías que los vendían y de las revistas que les hacían publicidad.
Yo trabajaba entonces en el suplemento de Siempre!, que se convirtió en el oasis de la crítica y de la libertad por todo lo que se podía publicar en él. Solía leer los textos que publicábamos en compañía de José Carlos Becerra. Esto fue para mí una lección inapreciable ya que pude luchar contra mis prejuicios. Recuerdo esa época como una época de amistad y de aprendizaje. Esa época duró muy poco, como todas las épocas de oro. Se fue José Carlos a Europa y murió en Italia. Luego de su muerte estuvimos trabajando Gabriel y yo todos los fines de semana para darle forma a su libro. Tenía el temor de que pasara el tiempo y se olvidara cuando apenas estábamos recopilando su obra inédita.
Han pasado ya cuarenta años de eso. Quizás ahora alguien vaya a decir que hicimos mal ese trabajo. No teníamos ninguna guía, pero la prueba de que lo hicimos bien es que hasta el momento no ha habido otra edición. Claro, al lado de la generosidad, tan humana, también está la mezquindad: no pudimos reunir todos sus textos. Para recopilar toda su obra publicamos un aviso en el periódico pidiendo a todas las personas que tuvieran poemas de Becerra que nos hicieran el favor de enviárnoslos. Nosotros los fotocopiaríamos y los devolveríamos, además de darles el crédito. No mucha gente lo hizo. Siempre me pregunté qué derecho teníamos de publicar un libro que él no terminó con un título que no eligió.
Una cosa muy triste en el ambiente literario, y de la vida en general, es que uno hace amigos de joven y los pierde de viejo, sobre todo en la Ciudad de México, porque es imposible reunirse con ellos. Todo mundo tiene mucho trabajo. Nos hablamos por teléfono para decirnos: “Nos vemos la semana próxima.” Esa es la fórmula infalible para postergar encuentros. A propósito del teléfono, creo que sostuve con Gabriel la conversación telefónica más larga de la historia, que debe de haber durado unas quince horas.
Soy enemigo de dar a leer mis manuscritos antes de publicarlos, así como de leer manuscritos ajenos, porque se tiende a dejar huella en ellos. Solo una vez lo he hecho. Les dije a Gabriel y a José Carlos: “No quiero discutir con ustedes, lo único que les ruego es que pongan una cruz a todo lo que consideren basura y lo voy a tachar.” Leímos entonces un poema que estuvimos revisando como tres horas para concluir diciendo: “No sé si es bueno o malo, pero es un poema de la realidad.” Me pregunté hasta dónde cuenta la voluntad del autor, pues al final el poema hace lo que quiere. Se trata del poema “Halcones”. Cuando lo escribí en 1967 era un poema sobre esas aves, pero esa expresión cambió de sentido luego de la matanza de estudiantes de 1971, después de la cual se convirtió en un poema político. Antes de que ocurriera ese suceso era un poema muy difícil de interpretar, porque yo veía el mundo desde el punto de vista de la luna y Gabriel desde el punto de vista del halcón. No había forma de ponernos de acuerdo. Gabriel Zaid introdujo muchas cosas nuevas en la crítica literaria, debido a su formación. Tenía una gran intuición crítica. De Poesía en movimiento dijo que estaba destinada al fracaso y a la discordia, como en efecto ocurrió.
Aún me encuentro con Gabriel Zaid en El Colegio Nacional cuando él va, pero la cercanía que había en nuestra juventud ya no existe. La juventud es el momento de hacer amigos y la vejez, de perderlos. Si no es por discordia, el tiempo nos va apartando. Pero, claro, nada de eso borra lo que se hizo antes ni el aprecio ni la deuda inmensa que tengo con Gabriel Zaid. Es una deuda que se mantiene viva ya que sigo leyendo sus colaboraciones en Letras Libres y en Reforma. Sigo aprendiendo de Gabriel Zaid. ~
Transcripción y nota de Diana Hernández Suárez.