Parte de prosa ha de tener el verso

Canción segunda

Fabio Morábito

Ediciones Era

Ciudad de México, 2025, 120 pp.

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La poesía de Fabio Morábito surge como un desplazamiento tectónico (“Chocan entre sí las placas tectónicas / adentellándose en los bordes”, dice en el poema final de este libro), una conmoción que cimbra la corteza, aunque esa alteración sea leve y solo con el tiempo se adviertan las consecuencias. Desde el asentamiento de Lotes baldíos (1984) –título cuya reverberación revelaba tanto la impronta arquitectónica como la elección marginal– hasta Canción segunda no parece concentrarse, imantarse por un eje, y por ello desacató el unitario credo bajo el que se urdieron tantos libros de la poesía mexicana. Desplazamiento inverso, el corpus, todos los movimientos que componen esta escritura –novela, cuento, ensayo y prosa variopinta– entrañan una unidad, más que temática, de motivos que, al modo musical, se insinúan, emergen, reaparecen y recuerdan a otras líneas ya escuchadas, así sea con variaciones.

Cansado de estas frases que rondan el anacoluto, el impaciente lector seguramente exclama: ¿Y por qué no anotar simplemente que es un autor que baraja un anecdotario común tanto en su poesía como en su prosa, sean relatos o ensayos? Primeramente, porque estamos frente a una estética surgida del desplazamiento; la figura esencial bajo los revestimientos articulados por una crítica basada más en el name dropping que en la comprensión: nomadismo, extranjería, dislocación… Pese a su levedad, a su contención deliberada, esta escritura se halla en perpetua fuga, bordeando límites y perímetros, a la manera de esos figurantes que pululan en sus versos (vagabundos con guitarra, niños en bicicleta, jóvenes albañiles, novios en los parques, extras de película), en tránsito de la periferia al espacio urbano o de la urbanización al despoblado, evitando detenerse y solo rozando ciertos puntos, nunca definidos y, por ello, susceptibles de ser revisitados una y otra vez.

Esta obra indica direcciones, señales para no extraviarse, acaso también para aclarar que no son acopios misceláneos. Poseen una unidad dúctil, que envuelve el conjunto sin constreñirlo, como si en la concepción formal palpitara una armonía impuesta por el desarraigo. En sus intersticios no hay reiteración o repetición, pues en cada nueva incursión reconocemos un acento mientras percibimos las diferencias y de cuando en cuando las disonancias. Por esas notas que rompen la secuencia, el ciclo que esperaba el oído, el poeta continúa escribiendo y encontrando resquicios para respirar.

En uno de los poemas de este séptimo libro –si contamos La ola que regresa (2006)–, Morábito confiesa que nada le importan los títulos, epígrafes, prólogos, epílogos…, esos espacios liminares que Gérard Genette denominó paratextos. Pese a tal proclama, este autor, tan renuente a intitular sus poemas, es un maestro para bautizar sus libros. Como en otras obras, el título de este procede de un poema: “Canción segunda”. El acento está en la condición secundaria, no únicamente la señalada, la canción que en el despliegue de los créditos de una película se escucha después de la principal, sino también la del hermano menor y de las piedras en una edificación, con lo que retoma nudos conocidos: la historia familiar y la arquitectura como metáfora existencial y ars poetica:

Muros, puentes, casas se hacen
de segundas y terceras piedras

o de cascajo, para decirlo pronto.

La índole secundaria se manifiesta, además de en el orden del linaje o en la sucesión melódica, en elementos imperceptibles para una imaginación menos alerta. Así, el hermano mayor ha “dejado en el agua / un rastro fino que sentí en seguida”. La percepción de aquello que permanece relegado bajo el conjunto o las apariencias es una de las virtudes mayores de la poesía de Morábito: escuchar el agua en las tuberías; reparar en la incursión de una hormiga que, a la manera de un avanzado explorador, husmea en la alacena; o bien, encontrar en dos corredores el vacío que los separa como pareja. Dar cuenta de las transformaciones; así advierte la desaparición de una isla, la tala del árbol del vecino, la inminente caída del árbol podrido en el jardín propio. No un poeta menor, sino un poeta que –reciclando la definición de Deleuze y Guattari– busca desterritorializar la lengua dominante, abrir surcos, madrigueras a fin de socavarlo. Y vaya que, con esa paradójica argamasa de prosaísmo y combinaciones métricas, lo ha conseguido.

Además de ver, escucha y por ello cuestiona si únicamente es música la armonía de los sonidos o la música comienza en la inminencia, en la afinación –otra atención a los preámbulos, en este caso, musicales–; repara en el descenso de las escaleras eléctricas que se hunden en el subsuelo o se pregunta sobre el tema de las conversaciones entre Caín y Abel. Corpus que evade los límites, la precisión, y se resiste, escapa a la sujeción de los términos; cuerpo vivo, palpitante, que indica los cambios, que prefiere el estado intermedio, el momento de despertar, para la lírica.

Si para el lector familiarizado con esta voz las tematizaciones –baldíos, vecinos, aviones, árboles, memorias de infancia– de Canción segunda en modo alguno resultarán inéditas, sí lo son, en cambio, los matices. Ateo en lo religioso y moderno más que clásico –aunque la regularidad de sus estrofas, la índole musical de sus versos parezcan desmentirlo–, el poeta sabe que el poema no es ajeno a las circunstancias vitales. En vez de trazar una biografía, perfila una experiencia de vida. Si antaño, pese a quejarse del ruido, comprendía que esta atribución de la ciudad permeaba su mirada (véase “Ruido” en De lunes todo el año, 1992), ahora se queja del inquilino del piso superior (“pasos de quien cree que el piso / es solo suyo / como si no hubiera un techo, / el mío, que lo sostiene”). En el poema más extenso, entabla un diálogo con Giuseppe Ungaretti y declara que si él “buscaba un país inocente, / yo busco un país sin ruido”. (En este y en uno que habla de limones –“No me imagino el mundo / sin limones, dijo”–, Morábito remite a dos de sus maestros, el mencionado Ungaretti y Eugenio Montale; ambos traducidos por él.)

Mientras en las zonas comunes se advierte el cambio de percepción, ahora emerge un nuevo tema: el paso del tiempo en el propio cuerpo. Registro ya comenzado en libros anteriores, “Sueño que pierdo los dientes” recuerda a un poema de A cada cual su cielo (2022) o esa arte poética –en un poeta tan lírico sorprende el empeño metapoético– que proclama:

¿Para qué subrayar libros
cuando eres viejo?
El que subraya
cuenta con regresar
y tú a estas alturas
de cada página leída te despides.

Y si bien importa la condición vital, las circunstancias, que le permiten al lector entender por qué la constancia en los asuntos de la mudanza, el extranjerismo o la impronta nómada, por otro lado, poco importa para el resultado. En la plenitud de la edad, Morábito continúa ofreciendo poemas que son un remanso urbano y fulguraciones para la conciencia. Eso es lo que importa. ~


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