La actual Dorotea futura

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Un señor se robó de una sex shop en Australia una sexomuñeca llamada Dorotea: mide 168 centímetros rubios, cuesta cinco mil dólares, y es una colección de globos vestidos de encajes bajo una peluca frondosa.

Supe así de la pujante industria que vende esas hechuras fabricadas con tecnología de punta para ser amadas por los iEróticos. Hay de todo, desde la llorosa niña manga hasta la severa enfermera, neumáticas todas, hetairas de malvavisco que sustituyen la piel por “elastómero termoplástico”.

Las sexomuñecas son calladas, sumisas, indiferentes a la degradación. Y lo único que hay que hacer es lavarlas con una toallita y ponerles talco. Las hay desde mil quinientos dólares, si bien la última generación cuesta hasta cincuenta mil: los sexobots que hablan, hacen mohínes y cargan un software para fingir “emociones”.

Toda la información menciona a Ovidio, obviamente, cuyas Metamorfosis incluyen la leyenda de Pigmalión, escultor talentoso que, harto de las mujeres malas, extrajo del mármol a una linda señorita de la que se prendó su narcisismo. “Blanca como la nieve”, Galatea parece viva, alerta y “deseosa de moverse”. Ya la acaricia el pigmentócrata, ya la viste, la enjoya y le da regalitos. Y ocurrió que durante las fiestas de Venus, entre rezos y sacrificios, le pidió a la diosa una amante similar. Y Venus concedió: al volver a casa y untarla de arrumacos, Galatea parpadeó y su mármol se esponjó en carne: la estatua corpus erat! Y luego ya se casaron y fueron muy felices y tuvieron un hijito y todo.

No siempre funciona. Oskar Kokoschka, recién desdeñado por la fogosa Alma Mahler, mandó hacer una réplica que salió horrible: una pajarraca con melones. Pero advirtió que la obsesión por copiarla lo había liberado; organizó una borrachera con los amigos y, al amanecer, se la llevó al jardín y la decapitó para siempre.

Me hizo evocar un relato que Luis Buñuel metió a Ensayo de un crimen (1955), película vagamente extraída de la muy buena novela de Rodolfo Usigli. El artista tortuoso Archibaldo, deseoso de la guapa Lavinia, descubre que trabaja de modelo para fabricantes de maniquíes. Como la real es evasiva, Archibaldo se hace de su maniquí, al que viste, peina y manosea. Cuando tiene a las dos Lavinias en su casa, una de ellas (¿la real o la similar?) le dice: “¡Óigame, señor, o la una o la otra!” Como el sinuoso elige al maniquí, la original hace mutis, celosa de su sucedánea. corte a: Archibaldo mete al maniquí a un horno y, con gesto babeante, la mira derretirse. Un horror.

Supongo que animado por La Eva futura (1886), la preciosa novela de Auguste de Villiers de l’Isle-Adam en la que Thomas Alva Edison crea a la androide Hadaly (ahí nació la palabra), Juan José Arreola publicó en 1952 un texto asombrosamente anticipatorio. Es el “Anuncio” de una compañía que vende a domicilio, y a gusto del cliente, las muñecas “Plastisex”, cuyo empleo es recomendable “dondequiera que la presencia de la mujer es difícil, onerosa o perjudicial”. Con armazón de magnesio, diseñada por artistas refinados y “técnicos en cibernética y electrónica”, la versátil Plastisex canta, baila, “dice que sí en todos los idiomas”, emana los aromas necesarios, se humedece, gime y orgasmea.

Asegura el “Anuncio” que los matrimonios entre humanos y muñecas siempre son felices. Y se jacta de que hay en Marsella una casa que ya no es de mala nota “porque funciona exclusivamente a base de Plastisex”. Pero lo mejor de todo, asevera, es que libre por fin de los roles impuestos por los hombres, la Plastisex nos permitirá asistir “a la eclosión del genio femenino, tan largamente esperada”.

Bueno, pues en 2017 ya hay burdeles en Europa cuyas anfitrionas son todas sexomuñecas. Tienen un gran éxito. Y el teórico David Levy (en Love + sex with robots) calcula que antes del año 2050 serán legales los matrimonios entre hombres y mujeres, doroteas y doroteos.

¿Dirán que sí? ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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