Placeres y riesgos de ser víctima

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En su obra The Seventh Million, el periodista israelí Tom Segev describe una visita de un grupo de estudiantes de enseñanza media a Auschwitz y a otros antiguos campos de exterminio en Polonia. Algunos de esos estudiantes proceden de escuelas laicas, otros de instituciones religiosas.
El Ministerio de Educación ha impartido a todos una amplia preparación para la visita: leyeron libros, vieron películas y conocieron a sobrevivientes del Holocausto. Con todo, a su llegada a Polonia, Segev advierte cierto grado de aprehensión entre los estudiantes: ¿Se desmayarán de pronto? ¿Saldrán "transformados" de esta experiencia?1 No es irracional este temor, porque se ha preparado a los estudiantes para creer que este viaje producirá un profundo efecto en su "identidad" de judíos e israelíes.
     Estos viajes habituales de estudiantes a los campos de exterminio forman parte de la educación cívica de Israel. El mensaje político es muy directo: Israel se fundó en las cenizas del Holocausto, pero si Israel ya hubiera existido en 1933, el Holocausto no hubiera ocurrido. Los judíos sólo pueden estar seguros y ser libres en Israel, lo demuestra el Holocausto. De modo que las víctimas de Hitler murieron como mártires de la patria judía. En realidad, como ciudadanos israelíes en potencia, y el Estado de Israel es a la vez símbolo y garantía de la supervivencia de los judíos.
     En esos sitios glaciales, donde el pueblo judío estuvo a punto de ser aniquilado, se hace énfasis en este mensaje exhibiendo la bandera de Israel y cantando el himno nacional. Pero Segev advirtió también un singular aspecto religioso, o seudorreligioso, de los campos de exterminio. A su juicio, los estudiantes israelíes estaban en Polonia como los peregrinos cristianos en Jerusalén, ajenos a todo menos a los lugares sacros. Andaban por las vías del tren en Auschwitz-Birkenau como los cristianos por la Vía Dolorosa, llevando consigo libros de oraciones, poemas y salmos, que musitaban ante las cámaras de gas en ruinas. Tocaban cintas de música compuesta por un sobreviviente del Holocausto llamado Yehuda Poliker, y en uno de los campos se encendió una vela en el crematorio, donde los estudiantes se arrodillaron para orar.
     Hay quien dice que se trata de una forma de religión laica. El historiador Saul Friedlander fue más drástico y lo clasificó como mezcla de kitsch y muerte. Yo mismo tuve un arrebato del sentimiento kitsch en mi única visita a Auschwitz, en 1990. No me refiero a algo cursi o afectado, sino a la expresión desplazada de un sentimiento, dirigido a un objeto equivocado o, para usar por una vez esa palabra tremenda, inapropiado. No soy hijo de sobrevivientes del Holocausto. Mi madre era judía, pero vivía en Inglaterra, y los nazis no mataron a ninguno de mis parientes cercanos. Pero no pude evitar un sentimiento fugaz de indirecta virtud, en especial al toparme con turistas de Alemania. Ellos eran los malos; yo, la víctima en potencia. Pero ¡cielos! —pensé—, también yo hubiera podido morir aquí, ¿o no? Se me ocurrió algo todavía más grotesco: ¿cómo quedaba yo en las leyes de Nuremberg? ¿Era un mischling de primer grado o de segundo? ¿Bastaban dos abuelos judíos o había que llenar más requisitos para ostentar el nefasto honor de ser un mártir? ¿Cuándo me hubieran deportado? ¿Me hubieran deportado? Y demás, hasta que me despertó de estos pensamientos petulantes y morbosos la vista de un hombre alto, vestido de indio norteamericano, seguido de un joven japonés, alemanes y varias otras personas de diversas nacionalidades, que tocaban panderos y gritaban algo sobre la paz mundial.
     Todo lo que digo parece muy diferente del temor de Primo Levi al olvido. Una de las maldiciones más crueles que un oficial de las ss lanzara a las víctimas judías en Auschwitz fue la promesa de que aunque un judío sobreviviera al campo, nadie le creería lo que le había pasado. Ese hombre de las ss se equivocaba, claro está. No podemos concebir el tormento de las víctimas, pero no dudamos del mismo. Y lejos de olvidar el capítulo más reciente y horrible del largo libro del sufrimiento judío, su recuerdo aumenta de volumen conforme más se apartan los acontecimientos en el pasado. Proliferan museos y monumentos al Holocausto; hay películas y series de televisión muy taquilleras sobre este tema. Cada vez más personas visitan los campos, cuyas barracas en ruinas se han restaurado cuidadosamente para ser monumentos y escenarios cinematográficos.
     Curiosamente, el Holocausto judío ha motivado a otros, porque la historia tiene cuentas pendientes con casi toda comunidad, trátese de un país, una minoría étnica o sexual. Todos han sido objeto de injusticias, y todos quieren cada vez más, a mi juicio en forma alarmante, que se les reconozca pública, ritual y, en ocasiones, económicamente. Lo que me parece alarmante no es la atención que se nos pide conceder al pasado. Sin la historia, comprendidos sus episodios más dolorosos, no podemos entender quiénes somos, ni quiénes son los otros. La falta de sentido de la historia se traduce en falta de perspectiva, y sin ésta se titubea en la oscuridad y se cree en cualquier cosa, por vil que sea. Así que la historia es buena, y está bien recordar a las víctimas que murieron solas y en sufrimiento. Además, algunas minorías siguen siendo víctimas, por ejemplo los tibetanos. Pero lo alarmante es la medida en que tantas minorías han llegado a definirse ante todo como víctimas de la historia. Me parece que esto demuestra, precisamente, una falta de perspectiva histórica.
     A veces parece que todos quisieran competir con la tragedia judía, como dijo un amigo judío, en una olimpiada del sufrimiento. ¿Me equivoco al percibir cierta envidia al leer que Iris Chang, la escritora sinoestadounidense de un best seller reciente sobre la violación de Nanking en 1937, quiere que Steven Spielberg le haga justicia a ese acontecimiento? (su libro tiene por subtítulo "The Forgotten Holocaust of World War II"2). Parece que a los sinoestadounidenses no les basta que se les considere herederos de una gran civilización, quieren que se les reconozca como herederos de su propio holocausto. En una entrevista sobre su personaje célebre, Chang narró cómo una mujer se le acercó llorando después de una conferencia y le dijo que su relato de la masacre la había hecho sentirse orgullosa de ser sinoestadounidense. Peregrina razón de orgullo.
     No sólo los sinoestadounidenses son presa de semejantes sentimientos. Ser víctimas también tienta a los nacionalistas hindúes, a los armenios, los afroamericanos, los indios norteamericanos, los nipón-estadounidenses, y a los homosexuales que han adoptado el sida como insignia. El libro de Larry Kramer sobre el sida, por ejemplo, lleva como título Informes del holocausto. Hasta los plácidos, prósperos holandeses, en particular los que hoy son adolescentes o andan en sus veinte, demasiado jóvenes para haber sufrido atrocidad alguna, han reducido su perspectiva histórica al sufrimiento por la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial. No es una sorpresa, ya que la historia anterior al siglo XX prácticamente se ha abolido del programa de estudios por juzgarse improcedente.
     Recurrir al nombre de Spielberg, desde luego, es revelador, ya que la forma favorita de sentir el sufrimiento histórico es en el cine. Hollywood da realismo a la historia. Cuando Oprah Winfrey salió de esclava en la película Beloved, le dijo a la prensa que se había desplomado en el escenario, llorando y temblando. "Me puse tan histérica —dijo— que me conecté con el asunto mismo. Fue el momento clave. Lo material, las golpizas, ir a las labores del campo, el maltrato cotidiano, no eran nada en comparación con llegar a entender que uno no era dueño de su propia vida".3 Y eso que no era sino una película.
     No pretendo hacer menos el sufrimiento de otros. La masacre de Nanking, en la que las tropas japonesas asesinaron a decenas, quizá a cientos de miles de chinos, fue un acontecimiento horrendo. Nunca hay que olvidar la vida brutal y la muerte violenta de incontables hombres y mujeres de África y China, vendidos como esclavos. No se puede negar el asesinato en masa de armenios en el imperio otomano. Los invasores musulmanes destruyeron numerosos templos y vidas hindúes. Se ha discriminado a las mujeres y los homosexuales. El reciente asesinato de un estudiante universitario gay en Laramie, Wyoming, es un recordatorio brutal de todo lo que nos falta por recorrer todavía. Y si hay o no razón de llamar a Colón asesino de masas el día de su aniversario, no cabe duda de que los indios norteamericanos fueron diezmados. Todo eso es cierto, pero es cuestionable que una comunidad nacional, étnica o religiosa funde su identidad por completo en la solidaridad sentimental de la conmemoración de su condición de víctimas. Porque ahí está la miopía histórica y, en casos extremos, aun la vendetta.
     ¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Por qué tantas personas quieren reconocerse como víctimas indirectas? Claro que no hay una respuesta general, los casos son distintos, así como la forma de utilizarlos. Los recuerdos, imaginarios o reales, de una condición común de víctimas formaron la base de gran parte del nacionalismo decimonónico. Pero el nacionalismo, aunque no siempre esté ausente, no parece ser la principal causa de las víctimas indirectas de hoy. Se trata de otra cosa. En primer lugar está el silencio de las víctimas reales: el silencio de los muertos, pero también de los supervivientes. Cuando llegaron a Israel los sobrevivientes de los campos nazis de exterminio en embarcaciones oxidadas y abarrotadas, la vergüenza y el horror impedía a la mayoría de ellos hablar de su sufrimiento. Las víctimas ocuparon un sitio precario en el nuevo Estado de héroes judíos. Era como si hubiera que borrar la mancha de ser víctimas y no tomarla en cuenta, así que un gran número de judíos no habló. Algo parecido ocurrió en Europa Occidental, sobre todo en Francia. De Gaulle dio un techo a todos los supervivientes de la guerra: oficialmente eran ciudadanos de la eterna Francia, y todos habían resistido contra el enemigo alemán. Como lo último que querían los judíos franceses era que se les volviera a agrupar de nuevo como categoría aparte, los supervivientes aceptaron esta ficción y callaron.
     Aunque no puede compararse con la destrucción de los judíos europeos el sufrimiento de los nipón-estadounidenses, denominados japs por su propio gobierno, su reacción después de la guerra fue extraordinariamente parecida. Como a los judíos franceses, les dio gusto que se les reincorporara como ciudadanos y tendieron de buen grado un velo de silencio sobre la humillación sufrida. La situación de China era más política. En la República Popular se hizo poco sobre la masacre de Nanking porque no había héroes comunistas en la capital nacionalista en 1937. En realidad, ahí no había entonces comunistas en absoluto. Muchos de los que murieron en Nanking, o en Shanghai, o en cualquier otra parte del sur de China, eran soldados del ejército de Chiang Kai-Shek. Ya era bien difícil para los supervivientes que no pertenecían a la clase adecuada o tenían antecedentes políticos indebidos sobrevivir a las purgas maoístas, como para preocuparse mucho por lo que había pasado con los japoneses. Le tocó a la siguiente generación, a los hijos e hijas de las víctimas, romper el silencio.
     En el caso de China, hizo falta una transformación política: la política de puertas abiertas de Deng Xiaoping hacia Japón y Occidente tenía que envolverse con un manto nacionalista; la dependencia respecto de la capital japonesa se compensaba con navajazos a la conciencia nipona. Apenas después de 1982 el gobierno comunista prestó atención a la masacre de Nanking. Pero, dejando por un momento de lado a China, ¿por qué los hijos e hijas de otros sobrevivientes decidieron hablar en los años sesenta y setenta? ¿Cómo explicar la obstinación de un hombre como Serge Klarsfeld, cuyo padre fue asesinado en Auschwitz, y que ha hecho más que ningún otro francés por hacer pública la historia de los judíos franceses?
     Hay una piedad universal en el recuerdo de nuestros padres, es una forma de honrarlos. Pero recordarlos, en especial si su sufrimiento quedó en silencio y sin reconocimiento, también es una forma de afirmarnos, de decir al mundo quiénes somos. Es comprensible que los judíos franceses o los nipón-estadounidenses quisieran incorporarse en silencio a la vida común y ocultar sus cicatrices, como si su experiencia hubiera sido igual a la de todos, pero a sus hijos y nietos no les bastó con esto. Es como si el silencio de sus padres les hubiera amputado una parte de sí mismos. Hablar francamente del sufrimiento común de algún antepasado —judíos, nipón-estadounidenses, chinos, hindúes, etc.— es una forma de "presentarse"; por así decirlo, de reconocer la propia identidad. La única forma en que una nueva generación puede identificarse con el sufrimiento de las anteriores es el reconocimiento público de ese sufrimiento, una y otra vez. Esta opción es en particular atractiva cuando quedan pocos o ningún otro elemento de identidad común, a menudo precisamente por el deseo de los sobrevivientes de integrarse. Cuando lo judío se reduce al gusto por las películas de Woody Allen y los bagels, o lo chino a las novelas de Amy Tan y a comer dim sum los domingos, la casi autenticidad del sufrimiento común comienza a cobrar interés.
     El académico de Harvard K. Anthony Appiah lo señaló espléndidamente en un análisis en sus páginas sobre la política de identidad en los Estados Unidos contemporáneos.4 Los idiomas, las creencias religiosas, los mitos y la historia de los países de origen tienden a perderse conforme los hijos de los inmigrantes se hacen estadounidenses. Esto a menudo produce un reclamo defensivo de Otredad, en especial cuando hay poca Otredad que defender. Como dijo Appiah de los estadounidenses descendientes de inmigrantes, comprendidos los de origen africano: "Sus descendientes de clase media, cuya vida familiar se desenvuelve en inglés y tiene un estilo ecléctico que va desde ver Seinfeld hasta consumir alimentos chinos para llevar a casa, se sienten frustrados al considerar que su identidad carece de sustancia, en comparación con la de sus abuelos; y algunos temen que, a menos de que los demás reconozcamos la importancia de su diferencia, pronto no quedará nada que reconocer". Añade que "lo que se dice ahora sobre la 'identidad' a menudo parece una promesa de formas de reconocimiento y solidaridad que podrían suplir la falta de las abundantes ventajas de la etnicidad". Sin embargo, esas formas con demasiada frecuencia parecen la combinación de kitsch y muerte descrita por Saul Friedlander. La identidad cada vez descansa más en la seudorreligión de ser víctimas. Lo que dice Appiah sobre las minorías étnicas podría aplicarse incluso a las mujeres: mientras más se emancipan, las feministas más extremas comienzan a definirse como víctimas indefensas de los hombres.

Claro que las nacionalidades no son lo mismo que las minorías étnicas de los Estados Unidos, mucho menos las mujeres.

Por supuesto que no. En conjunto, las personas de diferentes nacionalidades siguen hablando idiomas distintos, tienen gustos culinarios diversos y no tienen la misma historia ni comparten mitos. Pero estas diferencias se desdibujan cada vez más constantemente. En cierta medida, en especial en los países más ricos, todos estamos convirtiéndonos en un mundo cada vez más parecido a los Estados Unidos, en el que vemos Seinfeld comiendo comida china para llevar. Pocos países se definen hoy en día por su religión, aunque algunos, como Irán y Afganistán, se empeñan en revivir esa definición. Y se está aboliendo la historia nacional, que celebra a los héroes nacionales, en pro de los estudios sociales, que han sustituido la propaganda nacional de la continuidad histórica por la celebración del multiculturalismo contemporáneo. Los cánones literarios, aunque quizá menos acosados en Europa que en los Estados Unidos, también se hacen cada vez más obsoletos. En combinación con una abundante inmigración en países como la Gran Bretaña, Alemania, Francia y Holanda, estos acontecimientos han desgastado las ventajas de la etnicidad que quedaban en los países europeos.
     Acaso el elemento de fusión más fuerte, liberador y letal que ha unido a las comunidades nacionales es la forma en que escogemos o se nos impone ser gobernados. Algunos países se han definido sobre todo por sus sistemas políticos. Por ejemplo, los Estados Unidos. En ocasiones, en las monarquías se combinan la política y la religión. En ningún lado la política carece por completo de elementos irracionales: las costumbres, la religión y las singularidades históricas dejan huellas. Fue de lo más petulante, a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa, pensar que las utopías políticas pudieran basarse exclusivamente en la razón. Y el nacionalismo ha sido parte de eso, en el sentido de rendir culto a un Estado-nación como expresión de la voluntad popular. La política tuvo como propósito sustituir los lazos de la religión, la región o la raza, lo que fue positivo en parte, pero también hizo mucho daño. Las catástrofes gemelas del comunismo y el fascismo mostraron lo peligroso de ver al Estado-nación como expresión pura de la voluntad popular. En todo caso, la separación ideológica entre la izquierda y la derecha, promovida por la división ocurrida en la Asamblea Nacional Francesa de 1789 y posteriormente endurecida por la Guerra Fría, se desplomó con la desaparición de la Unión Soviética. Y los efectos del capitalismo mundial y de los acuerdos políticos multinacionales, en especial en Europa, han socavado en cierta medida la percepción de que los países se definen por la forma de su gobierno. Porque ya no parece importar cómo están gobernados, las decisiones siempre parecen tomarse en otra parte. La actual obsesión británica con la cultura de lo inglés se da justamente cuando es mayor la integración de ese país en las instituciones europeas.
     Así que ¿a dónde vamos en este mundo desilusionado, de ideologías, religiones y delimitaciones nacionales y culturales descompuestas? Desde un punto de vista laico, internacionalista, cosmopolita, no parece un mundo tan malo. Claro, siempre que uno viva en el Occidente rico y liberal. Sin duda es bueno que se hayan descartado las narraciones históricas nacionalistas, que los homosexuales puedan salir y participar en la vida común, que las mujeres puedan desempeñar actividades hasta ahora reservadas a los hombres, que los inmigrantes de todo el mundo enriquezcan nuestras culturas, y que ya no nos aterren dogmas religiosos ni políticos. Medio siglo de cambios laicos, democráticos y progresivos ha sido sin duda un gran éxito. Por fin nos hemos liberado de los consuelos étnicos irracionales. Sin embargo, pese a todo eso, cada vez más personas tratan de volver precisamente a esos consuelos, y la forma que revisten a menudo es la seudorreligión de lo kitsch y la muerte. Tom Segev sostiene que la moderna tendencia israelí a convertir el Holocausto en religión cívica es una reacción contra el sionismo laico. El "hombre nuevo" —socialista, heroico, emprendedor— resultó inadecuado. Cada vez más, las personas quieren redescubrir sus raíces históricas. Pero exige mucho tomar la religión con seriedad. Como dice Segev:
      
     La conciencia emocional e histórica del Holocausto proporciona una forma mucho más fácil de volver al cauce principal de la historia judía, sin imponer necesariamente una real obligación moral personal. El 'legado del Holocausto' es, pues, en gran medida una forma de los israelíes laicos de expresar su conexión con el legado judío.5
      
     Lo mismo vale para muchos de nosotros, judíos, sinoestadounidenses o lo que sea. El resurgimiento del nacionalismo hindú en la India, por ejemplo, reviste particular fuerza entre los hindúes de clase media, que reaccionan contra la visión de Nehru de una India socialista y laica. Como muchos hindúes urbanos de clase media conocen superficialmente el hinduismo, un resentimiento agresivo contra los musulmanes resulta una opción más fácil. Así se da la peculiar situación en la India de una mayoría que se siente atacada por una minoría más pobre y con mucho menos poder.6 Pero también hay otro contexto más amplio, en particular en Occidente. Así como el idealismo romántico y el culto a la cultura de Herder y Fichte vinieron después del racionalismo laico de los filósofos franceses, nuestra atracción al kitsch y la muerte anuncia una nueva era romántica, antirracional, sentimental y comunitaria. Se advierte en la política de Clinton y Blair, que ha sustituido la ideología socialista con llamamientos a la comunidad de sentimientos, donde todos compartimos el dolor de los demás. Esto se vio en las extraordinarias escenas que rodearon la muerte de la princesa Diana, cuando el mundo, según nos informó la televisión, se unió en el duelo. La princesa Diana era, en efecto, la encarnación perfecta de nuestra obsesión con la condición de víctima. No sólo se identificaba ella con las víctimas, a menudo en formas encomiables, estrechando a pacientes con sida por aquí y a personas sin techo por allá, sino que además era vista ella misma como una víctima que sufría: por el chovinismo masculino, el esnobismo de la Corona, los medios, la sociedad británica y demás. Cualquiera que se sintiera víctima de algún modo se identificaba con ella, en especial las mujeres y los integrantes de minorías étnicas. Y dice algo del Estado británico —profundamente transformado por la inmigración, la penetración del estilo de vida estadounidense y la europeización, todavía incierto de su situación en Europa— que tantas personas se sintieran unidas como país sólo al morir la princesa del dolor.
     Compartir así el dolor ha penetrado también en nuestra forma de ver la historia. La historiografía cada vez se trata menos de descubrir cómo ocurrieron realmente las cosas, o de explicar cómo sucedieron. Porque la verdad histórica no sólo es improcedente, sino que ha llegado a ser común pensar que ni siquiera existe. Todo es subjetivo, o una construcción sociopolítica. Y si algo nos enseñan las lecciones de civismo recibidas en la escuela es a respetar las verdades construidas por otros o, como suele decirse, el Otro. Así que estudiamos la memoria, es decir, la historia según se percibe, en especial según la perciben sus víctimas. Al compartir el dolor de otros, aprendemos a entender sus sentimientos, a entrar en contacto con los propios.
     Vera Schwarcz, profesora de estudios de Asia oriental de la Universidad Wesleyan, recientemente escribió un libro titulado Bridge Across Broken Time, en el que asocia sus propios recuerdos de hija de supervivientes del Holocausto judío con los de las víctimas chinas de la masacre de Nanking y la violenta ofensiva de 1989 en la plaza Tian An Men. Con las imágenes de 1989 frescas en la mente, Schwarcz visita Yad Vashem, monumento al Holocausto situado en las afueras de Jerusalén. Ahí se da cuenta de la inmensidad del sufrimiento que no podía conmemorarse en China después de 1989, y de la masacre de Nanking de 1937 con sus innumerables muertos que dejarían huella en la memoria común de Japón y los Estados Unidos. "También percibí la magnitud de mi propia pérdida, que no podía mitigarse con la luz de una vela, así se reflejara un millón de veces".7
     Ahora bien, no pongo en duda la nobleza de los sentimientos de la profesora Schwarcz, pero me pregunto si este tipo de experiencia —incluso la poesía de Maya Angelou tiene una presencia especial en su libro— tiene algún propósito ilustrativo en cualquier sentido histórico. En realidad es ahistórico, porque las experiencias mismas de las víctimas históricas se mezclan en una especie de sopa de dolor. Aunque sin duda es cierto que los chinos, los judíos, los gays y otros han sufrido, no es cierto que hayan sufrido todos en la misma forma. Las distinciones tienden a perderse. Es muy típico de nuestra era neorromántica que un famoso bailarín de ballet y novelista holandés llamado Rudi van Dantzig anunciara en un panfleto publicado por el Museo de la Resistencia de Amsterdam que los homosexuales y otras minorías de los Países Bajos deberían tomar a los protagonistas de la resistencia antinazi como modelos en su lucha contra la discriminación social.
     Pero es probable que aquí no se trate de ilustrar nada. Más bien, ahí hay autenticidad. Cuando toda la verdad es subjetiva, sólo los sentimientos son auténticos, y sólo el sujeto puede saber si sus sentimientos son verdaderos o falsos. Una de las afirmaciones más extraordinarias a este respecto es obra del novelista Edmund White. En un artículo acerca de la bibliografía sobre el sida, sostiene que las expresiones literarias de esa enfermedad no se pueden juzgar con normas críticas. Como dice, un tanto histriónicamente: "Apenas puedo defender mis sentimientos más allá de decir que me parece indecente calificar a hombres y mujeres al borde de la tumba". Posteriormente se extiende de la literatura sobre el sida al multiculturalismo en general, y afirma que no sólo éste es incompatible con un canon literario, sino que "iría todavía más allá y digo que el multiculturalismo es incompatible con hacer valoraciones críticas altas y bajas". En otras palabras, nuestras facultades críticas no puede aplicarse a las novelas, poemas, ensayos u obras de teatro que expresen el dolor de los Otros. Como dice White sobre la literatura sobre el sida: "No permitiremos que nos evalúen nuestros lectores; queremos que se revuelquen con nosotros, que se empapen de nuestro sudor nocturno".8
     Lo que nos vuelve auténticos, pues, como judíos, homosexuales, hindúes o chinos, es sentirnos traumados y, en consecuencia, nuestra condición de víctimas, que no puede ponerse en duda. Destaca el freudianismo vulgar de este punto de vista en una época de desprestigio de Freud. En efecto, el esfuerzo de Freud fue en sí mismo un brillante producto de la política decimonónica de la identidad. Para los judíos alemanes y austriacos laicos y burgueses asimilados, el psicoanálisis era el camino lógico al descubrimiento de sí mismos. Lo que Freud hizo por sus pacientes vieneses es, en cierta forma, lo que Edmund White y otros políticos de la identidad hacen ahora por sus diversas "comunidades", y los políticos reales están tomando en préstamo su lenguaje.
     Aparte del sentimentalismo que esto inyecta en la vida pública, las nuevas religiones de lo kitsch y la muerte son perturbadoras por otros motivos. No obstante lo que dice Vera Schwarcz de construir puentes entre las comunidades en duelo, me parece que la tendencia a definir la autenticidad en el sufrimiento común en realidad impide que las personas se entiendan mutuamente. Porque los sentimientos sólo pueden expresarse, no discutirse ni debatirse. Esto no puede producir un recíproco entendimiento, sino sólo la aceptación mutua de lo que las personas quieran decir sobre ellas mismas, o un violento enfrentamiento. Lo mismo vale para el discurso político. La ideología ha producido mucho sufrimiento, qué duda cabe, en particular en los sistemas políticos cuya ideología se impuso por la fuerza. Pero sin ideología política el debate político se queda sin coherencia, y los políticos invocan sentimientos en vez de ideas. Todo esto puede dar lugar fácilmente al autoritarismo, ya que, de nueva cuenta, no se puede discutir con sentimientos. No se denuncia a los que lo intentan por equivocarse, sino por ser insensibles, indiferentes, por ser malas personas que no merecen que se les escuche.
     La respuesta a estos problemas no consiste en decirle a las personas que regresen a sus lugares tradicionales de culto, tratando de sustituir las seudorreligiones por las ya establecidas. No me opongo a la religión organizada en principio, sino que como laico no me corresponde promoverla. Tampoco me opongo a construir monumentos a las víctimas de las guerras o persecuciones. La decisión del gobierno alemán (sujeta a aprobación del Parlamento) de construir en Berlín un museo del Holocausto es encomiable, porque también tendrá una biblioteca y un centro de documentación. Sin ese centro se trataría sólo de un monumento colosal. En el nuevo plan, la memoria estará unida a la instrucción. Debería tener su lugar la bibliografía, de literatura y documental, sobre el sufrimiento personal y de la comunidad. La historia es importante. En realidad, debería haber más historia. Y sería perverso discrepar del propósito de fomentar la tolerancia y el conocimiento de otras culturas y comunidades. Pero perturba la sustitución constante de la discusión política en la vida pública con la tranquilizadora retórica de la curación.9
     Así que ¿cómo tratar este problema? Se puede comenzar a resolverlo trazando distinciones donde hoy las hay pocas. La política no es lo mismo que la religión, o la psiquiatría, aunque pueda recibir la influencia de ambas. La memoria no es lo mismo que la historia, y conmemorar es diferente de escribir historia. Compartir un legado cultural es más que "negociar una identidad". Quizá sea hora de que quienes hemos perdido los lazos religiosos, lingüísticos o culturales con nuestros antepasados lo aceptemos y nos desprendamos de eso. Por último, me parece que esto llega a la esencia del problema: hay que reconocer que la verdad no es un mero punto de vista. Hay hechos que no se han inventado sino que son reales. Y pretender que no hay diferencia entre los hechos y lo inventado, o que toda escritura es ficción, es paralizar nuestra capacidad de distinguir entre la verdad y lo falso. Y esta es la peor traición a Primo Levi y a todos los que sufrieron en el pasado. Porque el temor de Levi no era que las futuras generaciones no llegaran a compartir su dolor, sino que no lograran reconocer la verdad. –— Traducción de Rosamaría Núñez

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(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ámsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.


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