La caja del apocalipsis

Tras una larga trayectoria no exenta de peripecias, la caja de manuscritos de Céline –robada de su domicilio en 1944– ha empezado a salir a la luz. Dos novelas inéditas, publicadas por Gallimard el año pasado, confirman la visceral originalidad de un autor al que ninguna etiqueta política lo explica.
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En noviembre de 1961 Lucie, alias Lucette, viuda de Céline, colocó sobre la tumba de su marido en el cementerio de Meudon una inscripción que decía: “Louis-Ferdinand Céline / Docteur L. F. Destouches / 1894-1961 / Lucie Destouches / Née Almansor / 1912-19…” Al mandar grabar esos nombres y esas cifras, quien había sido esposa del escritor desde 1943 ignoraba que su propia vida se prolongaría bien entrado el siglo XXI. La muerte de Lucette, ocurrida el 8 de noviembre de 2019, permitiría culminar la travesía de una caja de manuscritos desaparecida en 1944 y que contenía, junto a otros valiosos documentos personales, GuerreLondresLa volonté du roi Krogold Casse-pipe (1952), esta última en su versión definitiva. Gallimard publicó en 2022 las primeras dos novelas, del todo inéditas, y anuncia que, en 2023, hará lo propio con el otro par de libros.

En los años ochenta, la familia heredera de un connotado miembro de la Resistencia, Yvon Morandat, contactó al periodista y crítico teatral Jean-Pierre Thibaudat (entonces ya un veterano del diario Libération) para poner en sus manos la ya legendaria caja que impedía cerrar –otra vez– el tiempo transcurrido entre la veloz derrota de la Tercera República ante los ejércitos hitlerianos, en junio de 1940, y la liberación aliada de París, en agosto de 1944.

El departamento de Céline (el apellido pseudónimo, nombre propio de una de sus abuelas, que Destouches tomó al publicar su primera novela) fue requisado por los vencedores, como muchos otros inmuebles de quienes habían colaborado con la ocupación alemana. Ese piso de Montmartre fue entregado a Morandat, más tarde político gaullista, quien se tomó el trabajo de hacer un primer inventario de los bienes del anterior inquilino, de resguardarlos en una bodega y de hacerle saber al ya muy conocido escritor –entonces arrestado en Copenhague junto a su mujer y a su célebre gato Bébert– que sus cosas estaban a buen recaudo y a su disposición, siempre y cuando pagara los gastos de almacenamiento. Desde ese momento Céline, no solo un antisemita patológico sino una persona despreciable desde casi cualquier punto de vista, acusó a Morandat, a los resistentes (que él llamaba burlonamente “los purificadores”) y, desde luego, a los judíos, de haber saqueado su departamento (4, rue Girardon) y destruido sus manuscritos.

((Jean-Pierre Thibaudat, Louis-Ferdinand Céline, le trésor retrouvé, op. cit.))

Pero Céline sabía la verdad. Una vez que él huyó precipitadamente de París, el 17 de junio de 1944, temeroso de ser juzgado y probablemente fusilado por la Resistencia, un conocido suyo llamado Oscar Rosembly, judío de origen corso y amigo del pintor Gen Paul, muy próximo a Céline, entró al departamento y robó el tesoro literario que hoy trastorna a la literatura francesa. La pista de la caja de 75 x 46 centímetros, para no hacer el cuento largo, se perdió hasta 1997 cuando la hija de Rosembly, ladrón bien conocido durante la Liberación y pretendido agente doble, contó su versión. Pero seguía sin saberse dónde estaba la caja de madera clara con esas 6,000 páginas manuscritas de Céline, para desesperación del abogado François Gibault, su biógrafo principal y consejero de la viuda Destouches. Gracias al testimonio del propio Thibaudat (Louis-Ferdinand Céline, le trésor retrouvé, 2022), sabemos que la caja permaneció inadvertida en la cava de los Morandat (y no en la bodega donde el jefe de familia remitió las cosas del escritor en 1944) durante más de medio siglo.

Cuando la familia supo de esa inesperada herencia, contactó al crítico de Libération para deshacerse de un fardo tan pesado, el cual, además, comprometía la memoria de un héroe de la Resistencia. Los Morandat le entregaron la caja a Thibaudat con dos condiciones: que bajo ninguna circunstancia vendiera el contenido y que tampoco se la entregara a la heredera legal, madame Destouches, antigua bailarina. Los Morandat, conscientes del valor histórico involuntariamente resguardado por su padre, se negaban a que se hiciese dinero con el legado del célebre colaboracionista. También temían que la viuda Destouches ocultara, destruyera o manipulara el presunto contenido antisemita de los manuscritos. Por cálculo o por atrición, debe decirse que Lucette siempre se opuso a cualquier tipo de publicación de los panfletos antisemitas, prohibidos hasta la fecha en Francia, de su marido: Bagatelles pour un massacre (1937), L’école des cadavres (1938) y Les beaux draps (1941).

((Pueden leerse sin problemas en la edición francocanadiense, seria y anotada: Louis-Ferdinand Céline, Écrits polémiques. Mea culpa. Bagatelles pour un massacre. L’école des cadavres. Les beaux draps. Hommage à Zola. À l’agité du bocal. Vive l’amnistie, monsieur!, edición de Régis Tettamanzi, Quebec, Éditions 8, 2012.))

Y como la viuda vivió hasta los 107 años, Thibaudat –que no era ningún especialista en Céline– tuvo tiempo de inventariar todo el material y transcribirlo cuidadosamente durante sus vacaciones, entrando, gracias al azar, en la diabólica religión celinesca. Una vez muerta Lucette, el periodista se vio liberado de la palabra empeñada a los Morandat, hizo público un secreto que solo él conoció durante años e ingenuamente pensó que bastaría con entregar el tesoro a la Biblioteca Nacional o al prestigioso archivo de la edición francesa (el IMEC). Pero, una vez conocido el hallazgo, él y su abogado fueron interrogados por la policía en Nanterre, acusados de tráfico ilegal de bienes culturales. Amparándose en que recibió la custodia del material siendo periodista, Thibaudat se libró de los cargos, así como de la obligación de informar sobre quiénes se lo habían entregado, tratados en calidad de “fuentes”. No pudo impedir, empero, que la caja fuese a dar a los legítimos herederos testamentarios de los Céline: el abogado Gibault y Véronique Robert-Chovin, ahijada de Lucette y además biógrafa de la difunta viuda centenaria. Gallimard, casa editorial de Céline desde la posguerra (su primer editor y descubridor, el notorio colaboracionista Robert Denoël, fue asesinado en París en 1945), ha emprendido la publicación del legado en su famosa “Collection blanche” aunque en realidad sea de color beige.

Gibault, a quien de alguna manera se le escapó la liebre durante décadas, reeditó al vapor su biografía de Céline (1977-1985), convencido de que las “novedades no cambian en nada la vida del escritor”,

{{François Gibault, Céline. Nouvelle édition revue et augmentée, París, Bouquins, 2022, p. VII.}}

 rehusándose a modificar su libro y dejando el asunto a la filología, mientras Thibaudat se queja en su opúsculo de la transcripción profesional hecha por Gallimard y defiende la suya como un trabajo ajeno al comercio editorial. Termina por suplicarle a Gibault y a Robert-Chovin que no dispersen ni malbaraten el tesoro, mismo que ya fue expuesto, en buena medida, en la Galerie Gallimard entre mayo y julio de 2022.

((Céline. Les manuscrits retrouvés. Iconographie commentée, París, Gallimard, 2022.))

A un contrariado admirador de la prosa de Céline como lo soy yo, entre miles, no le quedó más remedio que leer Guerre y Londres, y compararlos, con el agravante del escaso tiempo propio del reseñista literario, con Guignol’s band (1951-1964), la novela sobre Londres que Céline se vio obligado a reescribir tras la desaparición de sus manuscritos, así como buscar el testimonio de su breve (y obviamente traumático) paso por la Primera Guerra Mundial, materia única de Guerre, en Viaje al fin de la noche (1932), y sobre todo, en Muerte a crédito (1936).

Compulsé, también, la biografía llamada de referencia, la de Gibault, así como las de Maurice Bardèche (muy tendenciosa y publicada en 1986), Frédéric Vitoux (1988 y la más literaria, en el mejor sentido de la palabra), así como el par publicadas en 2011 con motivo de los cincuenta años de la muerte de Céline: la exageradamente celinesca de Philippe Alméras y la de Henri Godard, su editor en la Pléiade, académica y un tanto aséptica. Hice esa consulta biográfica no solo por morbo sino porque, como en pocos casos, la vida y la obra de Céline fueron dispuestas por él mismo como un sistema de trincheras propio de la Gran Guerra con pasadizos secretos, salidas a la tierra de nadie, confraternización con el enemigo y fango, mucho fango, muerte, muerte, mucha muerte. Curiosamente, tras una acción temeraria que le valió ser condecorado, el oficial de intendencia Destouches fue herido en el brazo derecho el 27 de octubre de 1914. Evacuado de un frente al que no volverá, a Céline no le tocó la guerra de las trincheras. Ni casco usaban los soldados franceses en esa fecha.

(( Maurice Bardèche, Louis-Ferdinand Céline, París, La Table Ronde, 1986; Frédéric Vitoux, La vie de Céline. Nouvelle édition revue et augmentée, París, Gallimard, 2005; Philippe Alméras, Céline entre haines et passion. Biographie, París, Pierre-Guillaume de Roux, 2011; Henri Godard, Céline, París, Gallimard, 2011.))

Ni Guerre ni Londres son borradores, sino versiones muy avanzadas aunque inconclusas de novelas bien concebidas, las cuales fueron abandonadas por Céline hacia 1934-1936, cuando decidió “contar” su vida en un orden cronológico, concentrándose en su niñez, hijo de comerciantes dedicados a la bisutería, las antigüedades y las baratijas, en Muerte a crédito. El plan de Céline era una trilogía de la cual Guerre y Londres serían la segunda y la tercera partes, derrotero que abandonó para escribir sus panfletos.

La crudeza de Guerre se debe a que la versión de la caja pareciera no haber recibido la pátina de “la pequeña música” con la cual Céline revolucionó la novela francesa (y otras, si se recuerda que el hoy olvidado y cancelado Henry Miller fue su discípulo estadounidense) o “la eyaculación precoz estilística” propia de su prosa, como la llama Philippe Muray en su Céline (1981).

{{Philippe Muray, Céline, París, Gallimard, 2001, p. 141.}}

 El relato de los hechos en torno a la fractura del brazo en la acción ocurrida en Poelkapelle, Bélgica, es, a la vez, realista y alucinatorio; paradójicamente (y eso ya lo sabían todos sus biógrafos) el apuesto brigadier Destouches, en los albores de la Gran Guerra, tiene la fortuna de ser un hijo de familia, pues, una vez evacuado y tras pasar por dos hospitales de campaña donde impide que su miembro le sea amputado, sus providentes padres se acercan al frente para consolarlo y llevárselo con ellos a París, gracias a los buenos oficios de su tío el facultativo Charles Destouches, influencia decisiva para que el futuro novelista estudie medicina, en Rennes, a partir de 1920.

((Philippe Alméras, Dictionnaire Céline. Une œuvre, une vie, París, Plon, 2004, p. 274.))

En Guerre, al mismo tiempo, aparece por primera vez la mistificación mil veces repetida por Céline: también herido en la cabeza, habría sido trepanado, llevando de por vida metal en el cráneo, lo cual le provocaría dolores de cabeza y hasta alucinaciones. Esa trepanación no ocurrió y, como muchos otros soldados, Céline sufrió las consecuencias de los bombazos en el oído bajo la forma de tinnitus. Pero esa fantasía logra que en Guerre aparezca una frase decisiva: “Siempre he dormido, desde diciembre 14, con ese ruido atroz. Atrapé la guerra en mi cabeza. Está encerrada en mi cabeza.”

{{Céline, Guerre, op. cit., pp. 26-27}}

 Párrafo que concierne a toda una generación europea. No en balde, no muy lejos de donde cayó herido Céline, un soldado del regimiento bávaro número 16, llamado Adolf Hitler, recibía su “bautismo de fuego”.

((Gibault, Céline, op. cit., p. 111.))

Pero la lección que el primer Céline toma de 1914 en nada tiene que ver con el heroísmo técnico de Ernst Jünger (a quien Céline querrá demandar en 1952 por calumniarlo en sus diarios), ni con idea alguna de purificación mediante el combate. En Guerre, todo es horror y solo la amistad entre combatientes o el sexo ocasional con enfermeras le otorga algún sentido a una experiencia de corte nihilista. La guerra hará del escritor un médico dedicado a curar pobres y un pacifista decidido, lo cual no impidió que la síntesis resultase terrorífica: dedicado a la difusión de la higiene, el doctor Destouches pronto llegará a la conclusión genocida de que el mundo debe ser librado de los judíos, el Mal absoluto identificado con el Gran Dinero, a lo cual seguirá, en Bagatelles pour un massacre, que la paz para Francia solo puede obtenerse en alianza, a toda costa, con Alemania, porque el judaísmo y la guerra son sinónimos para él. El higienismo es un racismo: nacido en 1894, cuando estalla el caso Dreyfus, Céline crecerá en el típico hogar de clase media baja permeado de resentimiento antisemita, siendo su padre suscriptor de La Libre ParoleLa France aux Français!, el periódico de Édouard Drumont, autor de La France juive (1886). Todo en él se precipita para volverlo el vocero del oprobio.

El elenco de personajes de Guerre aparecerá en su continuación, Londres –en la vida real tras tres meses en París se refugia Céline en la capital británica, su ciudad favorita–, y, perdidos los manuscritos, en Guignol’s band. Sorprende a los comentaristas, menos que la indecisión en el nombre de este o aquel personaje, que las venturas y desventuras de cada uno cambien tanto, confirmando la imaginación del novelista, quien, guiado por un flujo verbal aún crudo pero ya no incipiente, parece no conocer límites a la hora de recrear incesantemente sus narraciones. En ese sentido, Guerre y Londres son novelas bien distintas a las que deberían ser sus secuelas; la segunda, de más de quinientas páginas, fue abandonada por Céline estando muy cerca de ser concluida y presenta la corte de los milagros de Leicester Square, llena de revolucionarios, soplones, proxenetas y cirujanos aborteros, hacia donde se traslada el protagonista, Ferdinand, herido en 1914. Están Borokrom, anarquista o comunista fabricante de bombas caseras, que reaparecerá en Bagatelles pour un massacre y en Guignol’s band; el capitán inglés Lawrence Gift dedicado al alcohol y al contrabando, o varias prostitutas, entre las que destaca Angèle, en una novela donde la aspereza en la descripción de las relaciones sexuales era del todo novedosa en la literatura europea. Georges Bataille señaló alborozado que Céline era el primer escritor ajeno de raíz a la piedad cristiana.

((La comparación con Sade se impone. El llamado Divino Marqués –prosemita, por cierto– imaginó un infierno. Céline, con premeditación, alevosía y ventaja, lo profetizó.))

La originalidad celineana, empero, no está en la novela de los bajos fondos, género que cultivaban también otros contemporáneos suyos como Francis Carco sin innovar gran cosa, sino en la manera en cómo, leyendo Londres, la extrema violencia es el resultado de un trabajo con el lenguaje cuyo único símil está en James Joyce. El uso extensivo del argot y de neologismos es solo la apariencia latente del profundo cambio en la sonoridad y en el régimen gramatical realizado por Céline, quien aseguró siempre que su lengua de escritor era un destilado artístico y no una reproducción de habla popular alguna. Sus novelas resultan adictivas por su musicalidad, como presumía el autor, y en pocos casos se aplica mejor el argumento como la suma de los procedimientos formales del novelista, verdad manida que comprueba el buen lector de esa vasta saga iniciada con Viaje al fin de la noche y finalizada con Rigodon (1969), la novela póstuma, y que hoy completan Guerre y Londres.

Cualquier manual de literatura francesa dice que, así como Marcel Proust viene de Racine, Céline sigue el camino opuesto, el de un François Rabelais. Esa otra vía, callejera, antiacadémica, vulgar, miserabilista es en la que se reconocerá el autor de Londres, en la línea de Restif de la Bretonne, cierto Victor Hugo novelesco, Eugène Sue y su Judío errante, su admirado Émile Zola o influencias hoy despreciadas, como la de Henri Barbusse, de la cual Céline se sentía muy orgulloso.

Fue Céline el más visceral de los enemigos del clasicismo y el único que evadió lo romántico como remedio; también es uno de esos pocos escritores que no pueden ser leídos sin la política y al cual no le queda ninguna etiqueta. El doctor no fue orgánicamente nazi (sus libros fueron prohibidos por el Tercer Reich por inmorales) ni “revolucionario conservador” ni “anarquista de derechas”. El temor de la familia del resistente Morandat, en cuanto a que la caja contuviese más infamias antisemitas de las publicadas por Céline en vida sin haberse arrepentido jamás, resultó infundado: casi no hay nada de eso en Guerre ni en Londres y al parecer tampoco lo habrá en el resto de los inéditos.

En Londres aparece, solamente, el médico judío Athanase Yugenbitz, iniciador de Ferdinand en la medicina y trasunto devastador de Ludwig Rajchman, generoso jefe de Céline en el servicio de higiene en la Sociedad de Naciones, en la que trabajó a partir de 1929. El retrato de Rajchman en calidad de practicante de abortos en Londres es otra prueba de la proverbial ingratitud y mala sangre del novelista, pero no es propiamente antisemita.

{{Vitoux, La vie de Céline, op. cit., p. 253.}}

 Escasean, en la obra de ficción de Céline, los judíos. ¿Por qué se abstuvo de incluirlos en sus novelas habiendo escrito ese delito de odio que es Bagatelles pour un massacre? Si su antisemitismo fue una patología monstruosa que lo llevó, cuando se abrían los campos de exterminio en toda la Europa nazificada, a quejarse de que, tras esa “ilusión”, los judíos seguían dominando el mundo, dejarlos como materia de un libelo criminal y desaparecerlos de sus novelas es el verdadero misterio de Céline, según Muray. El antisemitismo no es una opinión, como creía Jean-Paul Sartre al acusar a Céline de recibir dinero de los nazis, dice Muray. Es, agrega este último en su Céline, una religión paralela a la historia universal que carece de templos porque se origina en los basureros y en los patíbulos. ¿Habría decidido Céline amputar de su obra lo que su mala conciencia consideraba incalificable o tan solo, perdida la guerra, decidió guardar un silencio culposo?

((Muray, Céline, op. cit., pp. 130-133 y 138-139.))

Con la aparición de esta caja de Pandora, una vez más el apocalipsis alcanza a Céline en su posteridad. El antimoderno Muray (uno de sus más finos lectores y a la vez el típico reaccionario francés que se siente amenazado en su identidad por Disneyland París) afirma que el apocalipsis es siempre el fin de una ilusión, el llamado a prever la confrontación del hombre con la enormidad de sus crímenes, frente al Dios de Muray, que no de Céline, el ateo, enemigo de la Iglesia por ser hija de la sinagoga.

((“¿La cruz, antídoto? ¡Vaya farsa!”, vocifera Céline en Bagatelles pour un massacre [Céline, Écrits polémiques, op. cit., p. 543].))

En la obra de Louis-Ferdinand Céline se concentra el apocalipsis de nuestra centuria, cuyas radiaciones no han dejado de contaminarnos. Me atrevo, finalmente, a ofrecer la traducción de unas líneas de Londres (“Cuando tenemos la atrocidad en nosotros mismos, no estamos tan interesados en hacérselas disfrutar a los otros. Son como niños tentados de arrojarse al fuego”)

{{Céline, Londres, op. cit., p. 267.}}

 y otras de Guerre. Estas últimas, me parece, fueron escritas por él para exorcizar aquello que encontró en los laberintos de la Gran Guerra donde se tituló como hombre horrible del horrible siglo XX: “Habiendo pasado tantos años es un esfuerzo acordarse de las cosas. Todo lo que la gente dice se convierte en mentiras. Hay que desconfiar. El pasado tan jodido se derrite en la ensoñación. Va recogiendo por el camino pequeñas melodías que nadie le ha pedido. Regresa a nosotros mientras deambula maquillado de lágrimas y de arrepentimientos. No es serio el pasado.”

((Céline, Guerre, op. cit., p. 117.)) ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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