Me imagino un mundo que, de la mano de la informática y de las bases de datos, consiga un sistema con seguridad jurídica absoluta: todo estaría perfectamente reglado, y cada comportamiento o situación de la vida cotidiana tendría una respuesta predeterminada, un código de conducta adecuado y una respuesta judicial clara y rotunda en el caso de que se produjese una desviación de la norma, por mínima que fuese. En este contexto, la solvencia del sistema se asentaría sobre dos pilares. Por un lado, requeriría la judicialización exhaustiva de cada acción humana: los ministros y políticos dimitirían cada día por nimiedades y no podrían trabajar, la gente sería expulsada de su trabajo por niñerías y la cartera de parias de la tierra se vería constantemente engrosada por los excesos de la justicia y de la burocracia. Por otro lado, dependería del éxito de la estandarización, tanto en los comportamientos humanos como en la producción de objetos y en el consumo, y casi todo podría ser fácilmente intervenido desde las esferas del poder. Las guerras comerciales dejarían de competir por la vía de la inflación o devaluación de la moneda y los aranceles serían, en lugar de impuestos, estándares regionales diferentes para todas aquellas cosas que deben encajar en otras. Esto tomaría un relieve mayúsculo en lo referente a las intervenciones robóticas sobre el cuerpo humano, es decir, en las piezas cíborg que transformarían nuestra apariencia y cambiarían nuestro funcionamiento interno y nuestra manera de relacionarnos con el exterior. Por supuesto, seguiría habiendo fronteras, pero cada vez serían menos necesarias, porque las verdaderas fronteras estarían en la cárcel de nuestros actos y en los barrotes de nuestro cuerpo.
es escritora. Este año ha publicado Tres maneras de inducir un coma (Seix Barral)