Entrevista con Cynthia Ozick:“La escritura está ahí desde el principio, está contigo”.

Ensayista y narradora, admirada por David Foster Wallace y Alice Munro, Cynthia Ozick es “la estilista literaria más consumada y elegante de nuestro tiempo”.
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“Evita el lado de la valla blanca: esa puerta da al sótano. La verdadera puerta principal está en el lado de la verja de hierro forjado, donde verás una entrada marcada con un número que da acceso a un camino. Sube por ese camino hasta la doble puerta principal. ¡Y perdona tanto detalle! (Pretende ser salvífico)”, me indicó por correo electrónico la mejor escritora norteamericana viva, Cynthia Ozick (Nueva York, 1928).

Ensayista y narradora, admirada por David Foster Wallace y Alice Munro, John Sutherland la considera “la estilista literaria más consumada y elegante de nuestro tiempo”. Sobre ella James Wood ha escrito: “Sus ensayos inventan un lenguaje… y ese lenguaje –frenético, arrebatado, voluntarioso– es congruente con el de su ficción.” Cuentos reunidos (Lumen) recoge una muestra representativa de sus relatos; Mardulce ha publicado novelas como La galaxia caníbal o Los papeles de Puttermesser (Lumen sacó Los últimos testigos y la jamesiana Cuerpos extraños), así como las colecciones Metáfora y memoria y Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios. Allí hay piezas sobre la alta cultura y la modernidad, ensayos sobre Tolstói, Virginia Woolf, Susan Sontag y Sylvia Plath, sobre Kafka, Truman Capote, Lionel Trillling, W. H. Auden o Martin Amis.

Ozick, que este año ha publicado In a yellow wood (Everyman’s Library), me recibe en la planta baja de su casa de New Rochelle, donde vive desde hace cincuenta años. Dice: “Estoy un poco sin aliento, porque acabo de bajar las escaleras.” Lleva un vestido azul oscuro, es menuda y frágil pero vivaz. Tiene el pelo blanco; no lleva las gafas negras con las que aparece en muchas fotografías. Hablamos de la introducción a In a yellow wood, donde cita a Joan Didion, Karl Ove Knausgård y Rachel Cusk y habla de la autoficción, “que considero menos un engaño inofensivo que un truco habilidoso”. Critica que Knausgård titulara su libro en noruego Min Kamp: “Estoy segura de que hay una palabra en noruego que suena menos parecida a Mein Kampf.” Sobre Cusk dice que prefiere que la literatura hable de más cosas. Luego vamos a un comedor junto a la cocina. Sobre la mesa rectangular, con un mantel verde, hay unos vasos, unas tazas y unos platos. La señora que trabaja en la casa nos ofrece té.

–Come, es todo para ti –dice Ozick–. Esto es Camembert y esto son unas galletas saladas suecas, sorprendentemente buenas. Y hay estas uvas. Y como esto es una reunión literaria he sacado estas magdalenas por Proust.

“Voy a empezar entrevistándote yo”, dice. Se interesa por mi viaje, por mi apellido y por un intercambio que tuvimos hace unos años, para una entrevista en Letras Libres. Dudo antes de grabar –prefiere que le manden cuestionarios–, le pregunto por la combinación inusual de In a yellow wood: diecisiete relatos y trece ensayos.

–Fue el encargo que me hicieron. Soy consciente de que mucha gente cree que mis ensayos son mejores que mis relatos. Pero me siento más cerca de los cuentos porque creo que se corresponden más con lo que es un escritor. Es injusto: muchas grandes obras son ensayos. Pero la ficción es, para empezar, más difícil en general. Y es más interesante, más emocionante. Hay mucho que no sabes. Y, como he dicho demasiadas veces, cuando escribes un ensayo, trate de lo que trate, tienes un tema. Tienes algo. Cuando empiezas un cuento, esencialmente no tienes nada: te encuentras en un estado de ánimo, piensas en una posición psicológica, alguien ha dicho algo chocante, has leído un cuento que te motiva. Así que, por supuesto, quiero que mis cuentos sean mejores que mis ensayos –explica.

La extensión de sus relatos es variable: algunos son muy extensos. “Algunas se han adscrito al género de la novella, novela corta. Hay una diferencia entre un cuento largo y una novella porque la última es un poco más compleja. Y un relato solo tiene un resultado y no tantos elementos entretejidos.”

La ficción de Ozick está asociada a la experiencia judía en Estados Unidos y a la influencia de Henry James, un autor al que dedicó la tesis de su máster, y que también brillaba en el género de la novela corta. “Para mi sorpresa, he vuelto a él hace unos días. Hacía mucho que no le prestaba atención, porque hubo una época en que la gente no paraba de decir: Henry James y tú, Henry James y tú. Así que dije: nada de Henry James. Pero he releído dos relatos suyos. Uno es un cuento maravilloso: ‘The real thing.’ Estamos en el siglo XIX, por supuesto, y en esa época los libros tienen ilustraciones, y el narrador es un ilustrador de libros que usa modelos. Va a verlo una pareja; son muy elegantes y llevan ropa preciosa, su forma de hablar es de clase alta. Y piensa que han ido a posar para él, a que les haga un retrato. En realidad, han ido porque pasan por un mal momento y necesitan dinero. Él es escéptico y los contrata. Y lo interesante, y es una observación un tanto metafísica, es que no funcionan. El artista tiene un modelo cockney y una italiana disoluta que ni siquiera habla inglés. Y esos modelos pueden hacer de reyes, pueden hacer cualquier cosa. Pero la pareja elegante no. No resultan auténticos como modelos. Las ramificaciones de esta idea pueden llevarte a cualquier sitio. Ese relato es un milagro.”

La otra relectura le aportó una enseñanza distinta: “Se titula Sir Dominick Ferrand: es una novella muy larga y muy decimonónica. En ella alguien compra un escritorio, tiene un muelle y algo se abre y aparece un misterioso gabinete oculto con montones de cartas. Vive en una pensión, y llega una viuda joven con un niño adorable y él le confiesa que ha encontrado su escondite, ella reacciona, etc. Es un relato malísimo, increíblemente malo. Una historia de detectives del XIX y una historia de amor.”

–Y, por supuesto, a mitad del cuento el lector sabe que un desconocido que vive en la pensión tiene una conexión misteriosa con esas cartas. Es un cuento espantoso y me enseñó algo importante sobre Henry James, que todo el mundo sabe pero parece olvidado, y es que Henry James, ese gigante literario, ese genio, también era un escribidor que trataba de ganarse la vida. Y aunque yo sabía que necesitaba el dinero y que trabajaba para eso, ver que hacía cosas horribles, donde notas cómo va alargando la trama, porque, por supuesto, si te pagan por palabras más palabras es más dinero… Así que fue emocionante: la prueba de que Henry James era un escribidor –dice.

–¿Cómo descubrió a James?

–Mi hermano trajo a casa de la biblioteca pública un libro de cuentos de ciencia ficción. Él estaba en el lado científico de la vida, en términos prácticos e intelectuales. Y me sorprendió encontrar esa historia, yo nunca había oído hablar de Henry James. Estaba en el instituto y confinada al currículum. Y así es como encontré a Henry James a los diecisiete años: inesperadamente, en un libro de ciencia ficción.

–Siempre quiso escribir.

–Había un escritor en la familia –se refiere al poeta hebreo Abraham Regelson–. Desde muy pronto, sabía que estaba ahí. Y siempre estaba escribiendo: desde antes de saber leer y escribir. Mi madre apuntaba cosas. Tú lo sabes por ti: la escritura está ahí desde el principio, está contigo.

In a yellow wood contiene dos ensayos autobiográficos. Uno, “Drugstore Eden”, trata de la tienda de sus padres. Eran judíos de origen ruso. “Mi madre tenía nueve años cuando vino. Pero mi padre había ido al gymnasium, había una diferencia. Las familias son interesantes, los antepasados son interesantes. Y podemos saber algo de nuestros antepasados, pero no podemos predecir a nuestros hijos. Podemos influirlos, pero eso no es tan fiable”, dice Ozick, que enviudó en 2017; su hija y su yerno son arqueólogos. El otro ensayo autobiográfico cuenta su llegada a Washington Square en 1946, para estudiar en la New York University.

En “Ella: retrato del ensayo como cuerpo tibio”, que cierra In a yellow wood y abre Metáfora y memoria, da una explicación de lo que esta forma significa para ella. Dice que el ensayo es una obra de la imaginación y que está más cerca de la poesía que ningún otro género. “Podría ser. Pero también puede estar más cerca del periodismo. Tú también estás bifurcado, ¿no? El periodismo te da pan y queso. ¡Y carne, a veces!”, responde.

–¿Sigue escribiendo?

–Acabo de empezar un cuento. Últimamente he estado distraída por muchas cosas. Entrevistas, de hecho. El director de The Jewish Review of Books me bombardeó con preguntas de abril a junio. Y publicó una entrevista muy larga, con demasiados detalles. Parecían notas a pie de página para una tesis. Nadie la leyó pero me llevó mucho tiempo. Y ahora hay un proyecto en el que estoy colaborando, también con entrevistas, para hablar de la editorial Knopf y su historia. Knopf es maravillosa con las traducciones, ha traído a muchos escritores extranjeros, algo que antes no se hacía. El mundo editorial estadounidense era muy insular. Knopf y su mujer cambiaron el panorama.

–Me ha sorprendido que cuando escribió su ensayo sobre Bruno Schulz, que también es importante en su novela El mesías de Estocolmo, su obra no estuviera en inglés.

–Fue Philip Roth el que hizo que se conocieran todos esos nombres. Uno de los mejores de esos escritores es Norman Manea. Me siento muy privilegiada por considerarlo mi amigo. Nos conocimos en Bard College. Estaba sentado con su mujer y yo estaba allí. Hablamos; no nos conocíamos. Algo de ellos dos me afectó de manera asombrosa, me sentí impresionada por ellos, por lo que habían sufrido. Como sabes, era niño en Transnistria. Los rumanos lo despreciaban. Lo llamaban “ese enano judío”. Luego, cuando se libraron del dictador, le dieron una medalla, pero no sé si eso compensa. Sufrió bajo Hitler, sufrió bajo el comunismo. Fue a Alemania, desde donde lo trajo Philip Roth. Le cambió la vida. Viene a América y mira lo que está pasando en América ahora. Es un gran escritor. En Rumanía tenía que escribir metafóricamente. En cambio, en un libro como El regreso del húligan es directo, accesible. Tiene mucha ironía, siempre cargada de dolor.

“Y luego”, dice “me hicieron una entrevista en The Wall Street Journal, la hizo un hombre encantador que también es un pensador muy serio y distinguido. Me pregunté por qué querría hablar con alguien como yo. Y luego resulta que eran básicamente trivialidades. Pero, bueno, pude recitarle mi colección de historias del lecho de muerte. Te la voy a decir a ti. Si conoces alguna más, dímela. Gertrude Stein dijo: ¿Cuál es la cuestión? Goethe dijo: Más luz. Esa es la famosa. Y Henry James dijo: Ah, esa cosa distinguida. Esa es la que yo pienso decir. La cosa distinguida va a venir muy pronto. Lo sé. Tú has sido muy amable por no mencionarlo, porque todo el mundo lo hace. Yo no pienso en eso, pero es lo único en lo que piensa la gente. ¡97, 97! Pues te lo voy a definir. Es igual que cualquier otro momento de la vida. Hasta que, y por eso no debes hacerlo nunca, te miras en el espejo. Entonces es cuando ves la diferencia. Y por eso no debes hacerlo nunca. Así que acuérdate para el futuro, aunque en los hombres eso no importa.”

La prosa de Ozick, que en sus ficciones a menudo trata la identidad judía y que en el ensayo defiende la imaginación y el arte elevado, no está exenta de humor. Es amable pero puede ser ácida. Recuerdo su aparición audiovisual más célebre, en el documental Town bloody hall, un debate entre varias defensoras del feminismo y el escritor Norman Mailer. Ozick aparece entre el público y hace una pregunta al autor de Los desnudos y los muertos. “En Advertisements for myself usted decía, cito: ‘Un buen novelista puede prescindir de todo, menos de lo que le quede de cojones.’ Durante años y años me he preguntado, señor Mailer: cuando usted sumerge los cojones en tinta, ¿de qué color es la tinta?”

Me pregunta qué escritores estadounidenses contemporáneos me gustan, y yo le pregunto por los que le gustan a ella. “De los que has dicho, Joshua Cohen me parece un genio. Pero no leo tanto a escritores contemporáneos. Lo he hecho, y ¿cómo podría no hacerlo? Es el mundo en que respiro. Pero releo. Posiblemente es una característica de la longevidad. Me gusta releer a E. M. Forster. Creo que Pasaje a la India es un libro increíble y muestra que la literatura de verdad puede trascender su momento político. Porque cuando se publicó ese libro, el Reino Unido controlaba la India. La escena de las cuevas de Marabar es increíble. Hay otro momento de pura sociología, cuando Aziz, que tiene un hijo y una hija, menciona a su hijo pero nunca a su hija. Y se muestra de pasada, integrado en una conversación normal. Forster cuenta tantas cosas filosófica, sociológica y metafísicamente. Es un libro excelente. Y lo leería antes que a mis contemporáneos. Enséñame algo que sea tan bueno como Pasaje a la India y me arrodillo delante de ti.”

Ozick ha escrito varios textos relacionados con Philip Roth en los últimos tiempos. Reseñó positivamente la biografía de Blake Bailey, retirada por sus acusaciones de abuso. “Escribió después un libro lleno de humillación, humildad y disculpas. Me mandó una postal, que solo decía: ‘Gracias, gracias, gracias.’ He leído en algún sitio que dijo a un amigo al leer la reseña: ‘Esto es inmejorable.’ He escrito en The Wall Street Journal un homenaje a Philip Roth, y hace poco ‘Like peeling off a glove’, una crítica publicada en la revista de Leon Wieseltier, Liberties. Generó reproches en The Nation, que por supuesto es una revista de extrema izquierda. La persona de la que me burlaba en mi artículo se llama Hannah Gold, escribe ficción y ensayos y es joven… Por supuesto, para mí todo el mundo es joven. Oigo ‘setenta años’ y digo: ‘¡Quién los pillara!’ Esta persona escribía hace años en términos de adoración total hacia Philip Roth, decía que lo quería ingerir, que formase parte de su cuerpo… En su crítica de mi crítica decía que yo me desmayaba ante Roth. Pero, si te pones, desmayarse no es tan malo como querer ingerirlo.”

In a yellow wood recoge también ensayos sobre Bernard Malamud y Saul Bellow, otros dos de los grandes autores judíos estadounidenses, algo mayores que ella. “Herzog es extraordinario. Y siempre he admirado El planeta de Mr. Sammler”, dice. “Como tantos, Bellow era trotskista de joven. Luego empezó a criticar lo que sucedía en los sesenta. Publicaciones como The Nation siguen en ese tiempo.”

–Esta escritora, Hannah Gold, escribió en uno de esos sitios de comentarios sociales a los que ni me acerco que le había dicho a su abuela: creo que soy comunista. Y que la abuela había dicho: el comunismo falló porque solo lo dirigían hombres, no mujeres. Cuando leí eso pensé: sí, Hannah, eres comunista, tu madre lo era y tu abuela también. Por eso escribes para The Nation. Pero tú ya sabes cuál es mi postura política. ¿Te traerá problemas hablar con una sionista?

–No creo.

–Me alegra mucho oír eso. No sé si debería habértelo dicho. Hay un proverbio yidis que casi se traduce solo: Was is afen lung, is afen tsum. Lo que está en tu pulmón, o sea, en tu corazón, está en tu lengua. La idea es que dices algo que quizá no deberías decir.

Le pregunto si le preocupa que la opinión sobre Israel haya cambiado en Estados Unidos. Responde que ha cambiado en el Reino Unido, en los países escandinavos, en todas partes. Dice que su nieta ha estado este verano con unas amigas en España y que le impresionó lo bonito que es el país en las fotos. “Por supuesto, eran cosas turísticas: fotos de la Alhambra, de alguna sinagoga. A veces quedaban solo unas columnas y balcones, otras partes se habían renovado. Se había prestado atención: aunque fuera para los turistas y para ganar dinero, sigue siendo impresionante”, dice. “No puedo pensar en España sin la historia, como cuando te he preguntado por tu familia. Y pienso en ese tipo alto que dice esas cosas horribles. El que dijo: ‘No tenemos armas nucleares. Si tuviéramos armas nucleares podríamos detener el genocidio.’ ¡Qué cosa! Y lo miro y pienso: igual eres judío y no lo sabes.” Le digo que es el presidente del Gobierno. “Sí, sí”, responde.

La historia de España aparece en algunos de sus relatos, como en “Levitación”, donde un personaje está obsesionado con un pogromo en la España medieval, o “The conversion of the Jews”, donde el protagonista investiga la figura del judío converso Pablo Christiani, que participó en la disputa de Barcelona. “Europa es mucho más interesante para pensar, en algunos sentidos terribles también. América es nueva en comparación. Esta casa, que era un granero en el siglo XVIII, es más vieja que New Rochelle. Esto es antiguo en esta ciudad. Cuanta más historia, más horror, más cosas mágicas en que pensar.”

Habla también del relato “The story of my family”. Trata de la Inquisición en Italia: Pío XI hace que un niño de seis años sea secuestrado y llevado a la casa de conversión de Roma. Se hizo sacerdote. El cuento, dice Ozick, era una historia horrible sobre los esfuerzos que hace su padre por liberarlo. De pequeño, tenían una criada que, para salvar su alma, le había echado agua y le había dicho las palabras del bautismo. Eso le daba autoridad al papa. Se basaba en una historia real. “Después de que se publicara la historia, me llegó una carta. El nombre del niño era Edgardo Mortara. Recibí a una profesora de literatura norteamericana en la Universidad de Roma que se llamaba Elena Mortara. Era descendiente de la hermana pequeña del niño. Me decía que había habido un movimiento para canonizar al papa Pío XI y ella era muy activista contra eso. Pero también había defendido otras causas liberales en Italia. La ficción toma cosas de la vida para hacer ficción. En este caso, la ficción no sabía que había vida ahí fuera. Y resulta que la había. Mi personaje era una sobrina nieta de Edgardo Mortara. Y ella es una sobrina bisnieta.”

–En sus relatos es frecuente que algo de la memoria o de la magia surja de pronto y llegue a lo cotidiano. Un recuerdo, un gólem, una especie de obsesión.

–Tengo que pensarlo. No me había dado cuenta. Pero vale, me estás diciendo algo nuevo.

“Por cierto”, continúa, “me contó un medico judío estadounidense que fue a un congreso médico en España, y se hizo amigo de un médico español, y el médico español le dijo: ¿Quieres que te enseñe la ciudad? Por supuesto el estadounidense estaba agradecido, fueron a una catedral muy antigua y justo antes de entrar el médico español murmuró algo y entraron. Luego el médico estadounidense le preguntó qué había dicho. Y el español le respondió: ‘Es una cosa que me enseñó mi madre para que lo dijera cada vez que entrase en una catedral.’ Por supuesto, el estadounidense le pidió que lo repitiera, y por supuesto estaba muy corrompida y mezclada, pero reconoció una maldición hebrea: Maldito sea este lugar, o algo así. ¿Crees que es cierto? ¿Vino un médico y se inventó esa historia? Quién sabe. Igual es una invención. ¿Tú lo crees?”

–Casi prefiero creerlo…

–Maldiciones hebreas antes de entrar en una catedral, porque antes eso era una sinagoga o lo que sea… Esos relatos vienen de los giros y meandros de la historia. Probablemente es muy malo por mi parte contártelo. Es una historia insultante para los españoles católicos devotos, de los que hay unos cuantos.

–Pero cada vez menos. España era muy católica y ahora es muy secular –le digo. Ella quiere saber más de los cambios en las últimas décadas.

Cuenta que hace poco le preguntaron cómo reacciona al antisemitismo en la literatura. “Mi respuesta general es: no hay que tirar al niño con el agua sucia.”

“El caso de Dickens”, explica, “es muy interesante. Su padre fue encarcelado por deudas. Es una solución bastante tonta: si alguien debe dinero, lo metes en la cárcel, y entonces no puede ganarlo, ¿cómo va a pagar? En cualquier caso, el hijo tuvo que dejar la escuela, porque nadie iba a pagarle la matrícula, y consiguió un empleo en lo que se llamaba una blacking company, es decir, una empresa que fabricaba betún de zapatos y lo embotellaba para la venta. Este hijo era el joven Dickens, estaba muy bien educado y hablaba de manera muy distinta a los chicos de la fábrica, claramente pertenecía a otra clase social, lo cual en Inglaterra importaba muchísimo, especialmente entonces. Y los chicos lo trataban muy mal. Pero había un muchacho que resultó ser judío, y se llamaba Fagin.”

“Fue el único que acogió al joven Dickens, que lo trató con gran bondad. Y eso lo cambió todo. Pudo sobrevivir gracias a Fagin. Luego Dickens crece, escribe Oliver Twist y crea a ese horrible personaje negativo llamado Fagin. ¿Por qué Fagin? ¿El único que había sido amable con él? Psicológicamente es muy extraño. Así que, después de publicar Oliver Twist, una de sus lectoras más devotas en Londres, una mujer judía, le escribió una carta muy dolida, en la que le decía: ‘Usted me ha herido de veras. Lo admiro tanto, señor Dickens.’ Y Dickens escribió otra novela, en la que inventó al señor Riah, otro personaje judío, de carácter casi santo. Se lo tomó en serio e intentó enmendarse. Claro que nadie conoce al señor Riah. Todos conocen a Fagin. ¿Realmente reparó el daño? Esa es una historia”, dice.

–¿Y la otra?

–Tiene que ver con Henry James, que, fiel a su clase, a su tiempo, a la manera en que fue educado, nunca dejaba de mencionar la nariz judía. Así que la gente dice: era un antisemita. Yo lo defiendo, porque no lo era en lo que realmente cuenta. Cuando estalló el caso Dreyfus, James escribió en su diario que no podía dormir. Y Edith Wharton, su amiga –que también le resultaba un tanto fastidiosa–, hizo algo extraño. Ella ganaba dinero a manos llenas, y él no. Y le dio dinero a su editor para que se lo entregara a James fingiendo que eran derechos de autor que había generado.

“Cuando él se enteró, se enfureció, pero eso no rompió la amistad. Ella tenía un amigo, un escritor francés muy famoso entonces, Léon Daudet, que era un antisemita feroz y antidreyfusista. Wharton mantuvo esa amistad. Pero la relación entre James y Daudet ya era estrecha y James la rompió. Entonces, ¿qué importa más? ¿Hablar de la nariz judía como un detalle pasajero, y a quién le importa? Mucha gente que no es judía tiene narices grandes: la gente del Levante, del Mediterráneo… No, lo que importa es lo otro. Que no pudiera dormir, que rompiera una amistad con un antisemita violento”, concluye.

Hay una excepción a la regla: Ezra Pound. “Porque él cometió traición. Y no pudieron condenarlo, así que lo mandaron a un hospital psiquiátrico porque no querían meterlo en la cárcel, pero lo merecía. Y pienso que los Cantos que escribió no son un niño lo bastante valioso como para salvarle.”

–¿Le preocupa el antisemitismo en la actualidad?

–Por supuesto. Pero ¿conoces ese chiste sobre un tipo que quiere ser piloto y resulta que es miope perdido? Es tan corto de vista que no puede caminar sin chocarse contra una pared, y se queja: “Ah, yo quería ser piloto, pero son muy antisemitas…”

Ozick cree que sigue demasiado la política estadounidense. “Estoy enganchada y terriblemente alterada por lo que hemos visto en la calle, por lo que pasa.” Es crítica con Zohran Mamdami, el nominado demócrata como alcalde de Nueva York: entre otras cosas, por su propuesta de supermercados públicos. “Probablemente va a ganar. Y eso acabaría con las pequeñas tiendas; la ciudad está llena de ellas. Son gente humilde que intenta ganarse la vida. Forman parte del tejido y de la belleza de esta ciudad, porque en un colmado puedes encontrar de todo. Y además es algo tan personal. Eso va a desaparecer. Así que la ciudad está en problemas.”

Muchos de sus relatos tratan de escritores o gente con profesiones parecidas. En ocasiones aparecen autores célebres: un cuento humorístico habla de enseñarle cómo escribir a T. S. Eliot (al que también dedicó un ensayo excelente), otro de las mujeres a las que dictaban Henry James y Joseph Conrad. La rivalidad profesional es uno de sus temas: está en “Usurpación” o en “Envidia, o el yidis en América”.

–Es una pena –dice–. Es mucho mejor saber del mundo. Yo solo sé de leer y escribir, que Lewis Carroll llama reeling and writhing (tambalearse y retorcerse). Es una descripción muy buena. Solo sé de eso, es lo único que tengo. En el cuento que escribo ahora intenté no tener una persona creativa, un escritor, artista, escultor, historiador. Pero soy una vasija vacía. No puedo, limita mucho y lo lamento. Esto me lleva de nuevo, perdón, a Henry James, que lo hacía una y otra vez. Pero también hacía muchas otras cosas. Hasta escribió Princess Casamassina, que trata de política y revolución. Conocía a gente y yo ni siquiera conozco a gente. Barbara Probst Solomon conocía a gente. Tú eres periodista, tienes océanos de materiales fuera del bolígrafo o el ordenador. Es un límite, no puedo escapar. Lo intento. Pero no tengo otro sitio donde ir. Bueno, ya está, basta de quejas.

–¿Cómo se titula el cuento?

–“El beso”. Como, por cierto, un cuento ruso, de Chéjov. Te lo contaría entero pero entonces el impulso desaparecería. Seguro que conoces ese peligro. Si hablas de algo, dejas de tenerlo: lo entregas.

“Espero que sea corto. Mi agente querrá que salga en una de las revistas más famosas. Yo estoy encantada con que me publiquen en cualquier sitio. Me gusta lo impreso y creo que es cierto que nada está terminado, nada está totalmente consumado mientras no se ha impreso. Los papiros han durado mucho tiempo. ¿Quién sabe dónde irán las publicaciones electrónicas? Decir esto, supongo, es ludita por mi parte.”

–Pero escribe en un ordenador. ¿En un portátil?

–No. En un ordenador normal, en la mesa de cocina de mi madre, que tiene la altura adecuada.

–¿Hay horas en las que trabaja más?

–Sí, por la noche, y me levanto tarde. Hoy, por ti, me he levantado pronto, a las once. Me gusta la noche. Hay silencio. No suena el teléfono. Aunque si vas a una editorial hoy en día, es muy distinto. Probablemente los periódicos son diferentes, pero antes ibas a una editorial y oías el ruido de las máquinas de escribir por todas partes. Y ahora vas y está en silencio, por los teclados. Es extraño ¿Qué hace la gente? Mirar. ¿Qué significa esto? ¿Qué pensaría alguien que llegara de Marte? Diría: ¿qué es esta locura? Imagina leer. Qué tipo de comportamiento es ese. O piensa en reír. Somos como monos. Comemos, enseñamos los dientes, eso es una señal de placer. Reír, sonreír, qué cosa tan tonta. Y luego piensa en las orejas. Y, sobre todo, en la variedad de las narices.

–También le quería preguntar por el artículo sobre Kafka, donde critica la idea de lo kafkiano.

–¡Sí! Todo es kafkiano. Estas galletas son kafkianas porque no son lo que parecen. Estas uvas gordas son kafkianas porque parecen ciruelas: se están enmascarando. ¿Quieres tomar una magdalena en honor de Proust?

–Claro.

–Antes de probarlas, pensaba que una magdalena sería una cosa increíble. Y resulta que solo es una galleta de mantequilla. Pero eso es lo que hace la escritura: puede convertir lo cotidiano en magia. ~


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