Qué pasaría si tuviera lugar un golpe de Estado de la ultraderecha en Estados Unidos? ¿Qué cambiaría? ¿Veríamos tanques desfilando por la Avenida Pensilvania en Washington, D. C.? ¿Tomarían el ejército y sus cómplices corporativos las estaciones de televisión y radio? ¿Cerrarían las escuelas, el correo y Disneylandia? ¿Ardería el Reichstag o, en este caso, el Congreso, y se culparía al terrorismo islámico radical o a los anarquistas globalifóbicos? Mientras nos hacemos estas preguntas los participantes en ciertas comunidades de internet celebran lo que consideran el colapso de la democracia estadounidense y la inminente destrucción del espíritu humanista de la Ilustración. Quizá no son muy numerosos y tal vez se trata simplemente de puñados de radicales introvertidos y troles que se ocultan detrás de seudónimos provocadores para elogiar a Hitler, discutir cómo eliminar a la población negra e hispana de Estados Unidos y planear el próximo genocidio de izquierdistas. Pero a pesar de ser pocos, estos ciberfascistas han tenido una poderosa influencia en el curso de la política planetaria reciente debido a sus campañas de desinformación y propaganda en línea en favor del candidato Trump.
Donald Trump no es precisamente un nacionalsocialista, pero desde que se apropió de la causa del “birtherismo” –la cual intentaba demostrar que Obama no había nacido en Hawái sino en Kenia y por lo tanto era un presidente ilegítimo– los militantes de extrema derecha comenzaron a verlo como un aliado. La campaña que cuestionaba el acta de nacimiento del expresidente fue una estrategia profundamente racista que adoptó el Tea Party, cuyo eslogan era “Take America back”, en un llamado nada sutil a rescatar el país de las garras de un presidente negro. Trump retomó esa idea en su “Make America great again”, plagiado de la campaña de Reagan y Bush de 1980.
Durante la elección presidencial, Donald Trump fue reconocido por la extrema derecha digital o alt-right como el portavoz de algunas de sus ilusiones y como un individuo capaz de unir a las diversas corrientes de la derecha. Si bien entendían que se trataba de un candidato inexperto, ignorante e impredecible, apostaron por su supuesto carisma y se envalentonaron con el ejemplo de su desparpajo engreído e incendiario. Trump prometió beneficiar a los desposeídos y los olvidados al establecer un gobierno de triunfadores. La agresividad, incoherencia e improvisación de su plataforma política dio cabida a algunas de las ideas segregacionistas, autoritarias y procorporativas de la extrema derecha. Trump anunció su candidatura en un mensaje divagante y caótico cargado de nostalgia patriotera, entre acusaciones paranoicas en contra de México (por “no enviar a sus mejores ciudadanos”, sino mandar criminales y drogadictos). Más adelante confirmó su xenofobia cuando prometió que de llegar a la presidencia impondría un veto a la inmigración musulmana. Estos enemigos fácilmente satanizables servían como pretexto para exigir el fortalecimiento del Estado policiaco. Más tarde, Trump reclutó como su asesor principal a Steve Bannon, el entonces director del sitio propagandístico Breitbart, que él mismo definió como la plataforma del alt-right. Con la radicalización de sus pronunciamientos, Trump se fue volviendo sordo a las críticas, inmune al decoro y alérgico a la racionalidad, la verdad y la empatía. Mientras que la mayoría de los re- publicanos buscaban distanciarse de él, numerosos individuos y grupos identificados con la ultraderecha (desde el KKK hasta los neonazis pasando por blogueros conspiranoicos de varias denominaciones, como Alex Jones) lo apoyaron en sus páginas web y en actos públicos. Al ser cuestionado al respecto de estos controvertidos seguidores, Trump fingía no saber quiénes eran pero insistía en que para distanciarse o rechazarlos tenía antes que investigarlos, cosa que evidentemente no hizo. Esto era entendido por esos fanáticos como un claro guiño de complicidad.
El derechismo de Trump, con sus tintes circenses y contradicciones descaradas entre valores conservadores y populismo estridente, logró entusiasmar a decenas de millones de votantes al presentarse más como una ruptura con el mainstream político que como una elección consciente. Al elegir a un outsider estaban rechazando la continuidad del sistema bipartidista, en el que los programas políticos republicanos y demócratas tenían cada vez más coincidencias y menos preocupación por las bases. Entre otras cosas, el voto por Trump reflejaba la admiración babeante por una celebridad televisiva menor; el rechazo a Hillary (por ser mujer, por su turbio historial y por representar la continuidad del régimen de Obama); un reconocimiento del fracaso de ciertos ideales de convivencia, tolerancia y respeto; una desesperante búsqueda de un héroe que pudiera corregir no solo los descalabros económicos recientes sino el curso de la historia humana; y un deseo de poder expresar en voz alta y sin pudor opiniones cavernícolas. La elección de Trump puede interpretarse como un repudio al humanismo liberal, uno de los dogmas del filósofo reaccionario y ateo Leo Strauss, quien paradójicamente pensaba que, al darle la espalda a la fe en favor de la razón, las sociedades tendían a caer en la barbarie.
Podemos imaginar al camaleónico, disperso y elusivo alt-right como muchas cosas pero fundamentalmente es la derecha que, cobijada por el anonimato digital, ha perdido el miedo a expresar sus prejuicios en voz alta, se ha liberado de la necesidad de presentar un rostro aceptable para la mayoría y no le interesa diferenciarse de los fascistas del pasado. El alt-right surge en los foros de ultraderecha de sitios como 4chan (fundado originalmente por fanáticos del manga y ánime japonés) y Reddit. Ambos son espacios de debate sin censura que reúnen a cibernautas con intereses políticos comunes, como 4chan/pol/ y subreddits como The_Donald, donde los participantes se entregan a la provocación racista y misógina, así como a burlarse ostentosamente de la corrección política. Más que espacios ideológicos estos son territorios dominados por prejuicios, cinismo y una política de identidad heterosexual, blanca con un marcado complejo de victimización. La mayoría de los asiduos a estos foros son jóvenes, no son auténticos activistas ni miembros de partidos, asociaciones o grupos y su “militancia” en general se limita a internet. Hay quienes ven en estos radicales tecnologizados el equivalente a la rebeldía que representaba tener el pelo largo en los años sesenta, la cabeza rapada en los setenta o usar símbolos satánicos del rock metalero en los ochenta. Hay una evidente obsesión con la cultura del shock y con crear pánico moral entre los adultos. El placer de estos troles radica en buena medida en obligar a sus rivales a defender valores elementales de justicia y decencia, y de esa manera ridiculizarlos como santurrones, pomposos y solemnes.
En el alt-right hay quienes se definen a sí mismos como nacionalistas blancos, supremacistas arios, fundamentalistas anglos, nativistas, libertarios, neonazis y simples racistas. Pero el término que se ha puesto de moda es neorreaccionarios, quienes se caracterizan por querer cerrar fronteras, expulsar inmigrantes, rechazar refugiados, odiar el feminismo y negar los derechos de la comunidad lgbt. Los neorreaccionarios son entusiastas de las estructuras sociales rígidas y del orden cívico, a diferencia de los libertarios que son principalmente individualistas, aunque también creen en reducir la participación del gobierno. Son herederos de los llamados paleoconservadores, que a diferencia de los neoconservadores tienen un discurso nacionalista y religioso, antiinmigración, aislacionista y antiguerras extranjeras. Para ellos, el gobierno no debe entrometerse en los asuntos de los ciudadanos, odian el paternalismo del Estado y cualquier noción de seguridad social, están en contra de las regulaciones ambientales y laborales, así como de la defensa de los derechos humanos y los impuestos; en cambio están a favor del libre mercado y del derecho absoluto a tener y portar todo tipo de armas. Entre sus fantasías está eliminar a las universidades del Ivy League, a Hollywood, al New York Times y a todas las instituciones liberales que ven como fuentes de elitismo corruptor. Paradójicamente, el hecho de que Trump sea un multimillonario arribista de Queens que estudió en Wharton no parece molestarles.
Los neorreaccionarios creen que los políticos pierden demasiado tiempo haciendo propaganda para ser elegidos y para defender sus políticas. Esto es costoso e ineficiente, el equivalente a un concurso de belleza o simpatía, por lo que la democracia, o como ellos la llaman, el demotismo (despotismo de la mayoría), debe ser sustituida por algo así como una monarquía sin monarca, por un régimen dominado por líderes corporativos exitosos. Estas visiones de nación como empresa se materializan en Trump, su familia y sus negocios, quienes están redefiniendo de manera brutal la política y la ley con su campaña de hechos alternativos y agresiones en contra de la sociedad civil. Podemos intuir que este ejemplo será una inevitable tentación para millones de votantes frustrados en Occidente que han perdido toda esperanza en las virtudes de la democracia y el humanismo.
En un tiempo de muros fronterizos, de eliminación de redes de seguridad social, de acoso y vetos a ciertos grupos y de comunicados de prensa de la Casa Blanca que sirven para promover bienes raíces y zapatos de diseñador, los desfiles de tanques por Broadway y los solemnes comunicados en cadena nacional se han vuelto tan innecesarios como redundantes. ~
(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).