La globalización de los daños colaterales

La guerra de Ucrania no solo supone el regreso del papel central de la guerra a la política mundial. Trae también algo nuevo: la posibilidad de que muchas de sus víctimas se produzcan en lugares muy alejados del conflicto.
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En el clímax del oscuro wéstern de Clint Eastwood Sin perdón (1992), Bill Gadget, el sádico sheriff brillantemente interpretado por Gene Hackman, se da cuenta de que el personaje de Eastwood, Will Munny, un fuera de la ley tristemente célebre que estaba retirado, va a matarlo. Y, justo antes de que Munny dispare, el sheriff dice: “No merezco morir así. Me estaba haciendo una casa.”

La respuesta en Norteamérica y la mayor parte de los países europeos a la guerra entre Rusia y Ucrania ha sido parecida. Sin duda, el triunfalismo –que fue el modo por defecto en Occidente durante la primera década tras el colapso del imperio soviético– se ha desvanecido en buena medida. El yihadismo, la crisis financiera de 2007-2008, la creciente conciencia de que la democracia parece ceder terreno a la autocracia en todo el globo y, finalmente, la pandemia se han encargado con creces de ello. Pero incluso en un Norte global donde las expectativas reducidas se han convertido en la norma –y donde la sombra del cambio climático ha producido una generación más joven lisiada físicamente por miedos apocalípticos hacia el futuro (estén o no justificados)– casi nadie esperaba una guerra interestatal a gran escala, y menos todavía en Europa.

Al contrario, hasta la invasión rusa de Ucrania, y a pesar de las guerras sucesivas en la antigua Yugoslavia en los años noventa, la visión dominante en Occidente, aunque obviamente fuera sostenida de maneras distintas y con énfasis diferentes a lo largo del espectro ideológico, era que la guerra entre Estados es una aberración en las relaciones internacionales. En el futuro, se asumía de manera general, las guerras se producirían sobre todo dentro de los Estados y no entre ellos; serían asimétricas tanto desde el punto de vista tecnológico como ideológico, y el choque de ejércitos no sería su componente primordial. Y como ha dicho una de las arquitectas intelectuales de la llamada tesis de las nuevas guerras, la teórica política británica Mary Kaldor: “la tendencia interna de esos conflictos no es la victoria o la derrota sino una guerra inconclusiva permanente que se extiende a lo largo de las fronteras”. Las guerras por elección en las que participó Estados Unidos en los años noventa y más aún lo que dentro del ejército se llama la Larga Guerra (contra el yihadismo) son ejemplos de este tipo de conflicto.

En cambio, la guerra entre Rusia y Ucrania se parece mucho a un regreso a la norma de Clausewitz (supuestamente desterrada). Sí, se mata a civiles, como siempre pasa en la guerra, sea nueva o vieja, pero en términos militares el centro de gravedad del horror ha cambiado de manera radical. Esta es una guerra tradicional en el sentido de que lo que resultará decisivo es qué ejército derrota o al menos incapacita al otro en el campo de batalla. Lo que no es tradicional –de hecho, lo que parece sin precedentes– es el desastre que la guerra está produciendo muy lejos del espacio de combate en Ucrania y los países europeos que lo rodean. Sin duda, las guerras siempre afectan a otros países que no son los que luchan y sus aliados militares y económicos. Pero históricamente esos efectos han tendido a ser regionales, no globales. La única excepción es la migración, pero incluso en ese caso las guerras son solo una de las razones que impulsan la gran migración desde el Sur global hacia países más ricos en el Sur global y, por supuesto, hacia el Norte global, que ocurre y se intensificará en las próximas décadas.

A pesar de las fantasías de los neopacifistas de izquierda –como el estudioso de historia legal de Yale Samuel Moyn–, que postulan que la paz puede convertirse de alguna manera en un derecho humano y que en buena parte, aunque no por completo, la guerra puede abolirse, y a pesar de aquellos que suscriben lo que Hans Rosling llamó triunfalmente “el milagro secreto y silencioso del progreso humano” –que uno encuentra en la obra del propio Rosling y en la de Steven Pinker–, la denominada “Larga Paz” de la era posterior a 1945 llega a su fin: es decir, en la medida en que llegó a existir en primer lugar. En términos históricos, no hay nada particularmente notable en ello. Pero la guerra entre Rusia y Ucrania es el primer conflicto de su tipo que tiene probabilidades de infligir daños colaterales globales. Con esto quiero decir que ahora parece seguro que habrá una enorme pérdida de vidas y también un enorme daño económico en lugares del mundo que no tienen ninguna conexión con las hostilidades.

Para ser claro, muchos conflictos han tenido efectos letales lejos del campo de batalla. Según la interpretación que aceptes, la Gran Hambruna de Bengala de 1943, donde murieron al menos tres millones de personas, fue causada por la decisión del gobierno británico de desviar alimentos a sus fuerzas de combate, o fue el resultado de la indiferencia de Whitehall (y del Raj) hacia los sufrimientos de la gente a la que habían colonizado. Pero la guerra entre Rusia y Ucrania es diferente. Sus efectos colaterales más devastadores (fuera de Ucrania) probablemente se producirán en grandes partes de Oriente Medio y África, que desde hace mucho dependen de las importaciones de trigo de Ucrania y Rusia. Somalia y Benín obtienen el 100% de su suministro de trigo de fuentes rusas y/o ucranianas, Egipto el 82%, Sudán el 75%, la República Democrática del Congo el 69%, Senegal el 66% (esto ayuda a explicar la urgencia de la reunión del presidente senegalés Macky Sall con Vladímir Putin en Sochi en junio pasado) y Tanzania el 64%. Libia, Madagascar y Yemen también sufren un duro castigo.

Y sin embargo uno puede decir con suficiente certeza que, cuando Putin decidió invadir Ucrania y cuando Volodímir Zelenski decidió repeler la invasión, ninguno de los dos pensó en el efecto que el conflicto tendría en gente que vivía en países de África, ya con poca seguridad con respecto a la comida y en algunos casos en regiones (partes de Somalia y Sudán probablemente se verán más afectadas) al borde de la hambruna. Y, aunque en los peores casos las predicciones sean parcialmente precisas, la cantidad de muertos será inmensa. Entre los dos, Ucrania y Rusia representan más del 30% de las exportaciones mundiales de trigo. Es perfectamente posible que, aunque un millón de personas mueran en la guerra entre Rusia y Ucrania, muchas más mueran de hambre en África.

Las Naciones Unidas a estas alturas no son una sombra de lo que fueron, sino más bien una sombra de una sombra de lo que fueron. Dicho esto, en su favor hay que señalar que el secretario general António Guterres ha hecho lo posible para alertar al público y a los políticos del mundo del peligro que acecha, tanto por razones humanitarias como por razones de un aumento de las migraciones –presumiblemente, esto último es un aviso a los gobiernos europeos cuyos presupuestos ya se encuentran al límite debido al dinero utilizado durante la pandemia y que ahora se destina a Ucrania.

Los periodistas han empezado a hablar de las consecuencias potenciales. The Economist publicó un artículo sobre “La catástrofe alimentaria que viene”, en donde advierte que “la guerra empuja un mundo frágil hacia el hambre masiva”. En cierto nivel, es comprensible: al igual que los funcionarios de la ONU y los trabajadores de ayuda humanitaria, los periodistas conscientes quieren movilizar el apoyo público que se necesita en Norteamérica y Europa para presionar a los gobiernos ricos de Occidente. Y no hay duda de que la crisis es real, y de que los gobiernos en el mundo pobre, y particularmente en África, ya están económicamente de rodillas a causa de la pandemia. Por ejemplo, un informe reciente del Banco Mundial sugiere que los países en vías de desarrollo van a padecer la carga de unos pagos de intereses más altos que ya están preparándose, a medida que las tasas de interés suben en el mundo desarrollado. Es una manera eufemística de decir que estos países afrontan de nuevo una importante crisis de deuda, que se suma a la inseguridad alimentaria, la guerra y el calentamiento global, un fenómeno que, como si no tuvieran bastantes cosas que enfrentar, en general presenta efectos mucho más nocivos en el Sur global que en el Norte global.

Al mismo tiempo, sin embargo, los titulares aterradores como el de The Economist describen el problema de forma errónea, ya que pueden llevar al lector poco informado a concluir que es un problema de producción de trigo. Eso es falso. Porque no solo es que la producción de trigo siga siendo globalmente alta, sino que muchos países productores de trigo –Estados Unidos, Canadá, Argentina (que acaba de aumentar sus cuotas de exportación), Australia (que ya tuvo una cosecha de trigo récord en 2021-2022) y la India– podrían fácilmente aumentar la producción donde hay un mercado para más trigo. Y tanto la India como Estados Unidos tienen grandes reservas domésticas de trigo que podrían liberar si quisieran. Como ha señalado la agrónoma Sarah Taber, “lo último que haces en una crisis alimentaria es llevar noticias vagas y funestas sobre carestías a una habitación llena de gente poderosa”.

El verdadero problema, como Taber y unos pocos no se cansan de explicar, está en la distribución y no en la oferta. Por razones geográficas obvias, era más fácil y barato exportar trigo al norte de África desde el mar Negro que desde Australia. Pero eso no es lo que va a pasar, al menos a corto y probablemente medio plazo, salvo que las Naciones Unidas y otros terceros interesados logren que Rusia y Ucrania acepten que su grano se exporte en medio de una guerra brutal que cada vez se vuelve más terrible y que pronto puede incluir el intento ruso de tomar Odesa y otros puertos del mar Negro. A menos que ocurra un milagro, el desafío para los que busquen evitar lo peor en los países que dependían tan poderosamente de Rusia y Ucrania es conceder créditos a sus gobiernos para que afronten el cruel ascenso de los precios de grano y fertilizantes –lo que puede hacerse de inmediato, si existe la voluntad política de hacerlo– y cambiar sustancialmente las cadenas globales de suministro.

Debería resultar obvio que este cambio radical en las cadenas globales de suministro es necesario. Lo que puede resultar menos obvio es que es eminentemente factible. Solo hay que mirar la manera en que Europa se está desenganchando con firmeza de la energía rusa, que, pese a toda la mala fe y los dobles juegos implicados, especialmente por parte del gobierno alemán, lleva al continente en una dirección que habría parecido inconcebible hace un año. Eppur si muove, dijo Galileo. Y sin embargo se mueve.

Por supuesto, esto no significa que vaya a moverse. Pese a mi pesimismo, supongo que uno puede considerar un signo de progreso moral la atención que están recibiendo estos efectos potencialmente catastróficos de la guerra entre Rusia y Ucrania. La guerra, después de todo, empezó hace menos de cuatro meses cuando escribo estas líneas y en las capitales europeas y en Washington –que en la práctica son cobeligerantes contra Moscú más o menos de la misma manera que Estados Unidos era cobeligerante con Gran Bretaña contra la Alemania de Hitler mucho antes de entrar en la guerra– el foco en Ucrania se considera comprensiblemente primordial. Quizá si hubiera un gobierno global, o incluso un sistema global digno de ese nombre, los efectos colaterales de la guerra entre Rusia y Ucrania se considerarían tan severos que poderes externos intervendrían para detenerla, como se esperaba que hicieran en 1945 bajo los estatutos de las Naciones Unidas. Pero no vivimos en un mundo así, y no hay razones empíricas (aunque sí esperanzas) para pensar que alguna vez vayamos a hacerlo.

Estos días se discute mucho sobre si estamos entrando en un periodo de “desglobalización”, cuyas causas normalmente se atribuyen a la creciente tensión entre Estados Unidos y China, sobre si eso cuenta o no como una Segunda Guerra Fría, y las lecciones extraídas de la pandemia sobre la fragilidad y la excesiva dependencia de largas cadenas globales de suministro. Sin embargo, la guerra entre Rusia y Ucrania enseña una lección diferente, que es que el retorno de la guerra a su papel central en la política mundial y la historia lleva consigo algo nuevo: una forma de globalización especialmente maligna, donde la guerra en un lugar que no podría estar más lejos de tus preocupaciones, las de tu familia o las de tu nación puede terminar matándote de hambre. ~

Traducción de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en
Compact Magazine.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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