Katrine Marçal
¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía
Traducción de Elda García-Posada Gómez
Ciudad de México, Debate, 2017, 224 pp.
En la preparatoria decidí que quería ser psicóloga. Quería entender a la gente. ¿Por qué se relaciona como se relaciona? ¿Por qué decide como decide? Quería entender sus preferencias y sus decisiones. Pero, como ocurre casi siempre, la vida tenía otro plan para mí.
Corría 1999 y la unam –en donde planeaba estudiar– estaba en huelga. La ocupación de las instalaciones académicas por parte del Consejo General de Huelga era una respuesta al intento de la rectoría de elevar el costo de la colegiatura por encima de los 20 centavos. El rector Francisco Barnés de Castro argumentaba que era una medida necesaria porque la crisis del 94 y la devaluación del peso habían “constreñido la restricción presupuestal”. Es decir, a la unam no le alcanzaba el presupuesto público. Tenía que cobrar colegiatura.
No recuerdo haber simpatizado con los huelguistas. Tomábamos clases extramuros en un taller mecánico. Casi todas mujeres, entrábamos al sonido de chiflidos. Salíamos al mismo son. A las pocas semanas, desistí de la carrera… y de la unam.
Entré al itam. La primera clase de mi primer lunes en la carrera de ciencia política fue microeconomía básica. El maestro hizo una exposición muy clara de lo que es la economía: “la ciencia que se ocupa de la asignación de recursos escasos a necesidades ilimitadas y mutuamente excluyentes”. Es decir, cómo, en un contexto de escasez, el ser humano toma decisiones que lo benefician y cómo esas decisiones, motivadas por el interés propio, también benefician, casi mágicamente, a la sociedad en su conjunto. ¡Vaya coincidencia! Era como psicología, pero mejor. Permitía analizarlo todo. Por qué me había despertado. Por qué dedicaba más horas a estudiar economía que cálculo. Por qué había desayunado cereal y no un yogurt. La economía lo explicaba todo. Claro, recurría a ciertas abstracciones, pero ¿quién no?
En la segunda clase, el maestro nos convenció de que la economía se ocupaba de proposiciones positivas, esas que hablan del ser, pero no, nunca, de las proposiciones normativas, las relativas al deber ser. El objetivo de esa clase era que aprendiéramos a no argumentar con conceptos excéntricos como un precio “justo”, por ejemplo. No existe tal cosa como un precio justo, porque depende de quién lo evalúa, repetíamos.
Terminé la carrera de economía, hice una maestría, trabajé en gobierno muchos años y ahora les doy esa clase, casi idéntica, a mis alumnos. Trato de matizar aquí y allá porque me preocupa que crezcan sin compasión. El mundo no aguanta otra generación desprovista de ella. “Acuérdense, por lo pronto el único parámetro es la eficiencia, pero cuando diseñen políticas públicas consideren que la equidad también es importante” o, en tono lúdico, les digo: “bueno, sí, el salario mínimo es ineficiente, pero me imagino que si los que enseñamos esto ganáramos el mínimo, ya habríamos encontrado la forma de justificar su incremento”. A veces trato también de hablar de equidad de género. Finalmente los años me volvieron menos rígida en el (neo)liberalismo y más estoica en el feminismo. La primera vez que hablé de discriminación salarial por género, un alumno me dijo, en tono de burla, que debía ser muy difícil ser feliz “con tanta frustración”. Me dejó perpleja.
El reto es permanente: ¿cómo entender, justificar, matizar la economía (neo)liberal en un entorno que todos los días nos manifiesta sus aberrantes desigualdades? ¿Cómo explicar que, a pesar de que soy parte de la fuerza laboral remunerada, constantemente me veo afectada por decisiones que toman hombres en beneficio de los hombres? Por suerte, alguien ya lo resolvió. Katrine Marçal nos ofrece su respuesta en ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía. En honor a la verdad, no es una historia de las mujeres y la economía, o no solo. Es una historia del pensamiento económico y del concepto que lo justifica: el hombre económico. Es una historia de exclusión: sí, de la exclusión de las mujeres como agentes económicos, de la exclusión del trabajo generalmente realizado por las mujeres de la estructura productiva remunerada y de la exclusión de los valores tradicionalmente asociados a lo femenino en la concepción misma del hombre económico. Pero es una denuncia aun más amplia.
La pregunta que motiva este libro es por qué la crisis del 2008 no fue suficiente para derribar el liberalismo económico. La respuesta de Marçal es que el hombre económico, como unidad analítica, es ineficiente y, de todos modos, ha sido adaptado para la explicación entera de nuestro mundo.
No es una crítica ligera de las que muchas veces se hacen al neoliberalismo. Es una crítica sofisticada y ampliamente documentada. Inicia cuestionando a Adam Smith. El padre del liberalismo económico, denuncia Marçal, olvidó mencionar en su teoría de la economía remunerada a la economía sobre la cual esta se recarga para funcionar. A saber, Smith ignora el trabajo no remunerado que se realiza en el hogar y en tareas de cuidado, mismo que permite a los agentes económicos concentrarse en la generación de riqueza. Por supuesto, esas tareas han sido y todavía son mayoritariamente realizadas por mujeres. “El hombre económico es una manera eficaz de excluir a las mujeres”, argumenta.
Y si bien todo empezó con Adam Smith, Keynes, Becker, Thatcher, Reagan, Von Neumann y Morgenstern también ayudaron. Y Marçal nos explica cómo con una prosa legible y sencilla. “La economía del comportamiento” falla, dice la autora, porque, aunque demuestra que el hombre económico no se comporta siempre en los términos racionales con los que anticipamos su conducta, atiende estas desviaciones como excepciones, en vez de cuestionar el principio mismo.
Cierto, el libro se desordena por ahí de la mitad. Tiene muchas hipótesis que compiten por atención. Criticar al hombre económico en su egoísmo exacerbado tiene muchos ángulos, legítimos, a mi parecer, casi todos. Algunas de las reflexiones más novedosas para mí son, por ejemplo, señalar el doble rasero entre cómo esperamos egoísmo del hombre económico, pero lo criticamos en la mujer que participa de la economía remunerada y decide no cuidar a sus hijos de tiempo completo.
¿En qué momento el neoliberalismo se convirtió en la antítesis del liberalismo? Concentrado en la competencia, en vez del intercambio; renunciando a la división entre hombre económico y ciudadano; queriendo poner la política al servicio del mercado, en vez de acabar con ella.
¿En qué momento un solo valor de análisis predominó en la economía global y en el análisis de nuestras vidas? Este libro es una respuesta acuciosa, al mismo tiempo que es una súplica por un cambio que pueda ofrecer mejores relaciones productivas y de convivencia.
El tono sarcástico con el que empieza la lectura se va debilitando a lo largo del libro a favor de una genuina indignación. Cierto: llega a ser desordenado y repetitivo; en algunos momentos coquetea con abandonar la sensatez que hace su denuncia tan poderosa. Pero es cierto también que, como aquella primera clase de microeconomía, esta lectura renovó mis horizontes analíticos. Me confrontó con una nueva forma de argumentar el feminismo y de relajar el individualismo. Me permitió estructurar cuestionamientos latentes y necesarios. No dejo de darles vuelta. Después de leer a Marçal, me siento todavía menos (neo)liberal y aún más feminista.
Y pienso que, sí, si la hubiera leído antes, tal vez habría apoyado la huelga en la unam, les habría dicho a los mecánicos que dejaran de chiflar cuando pasábamos o habría cuestionado a mi maestro con un tímido “¿por qué? ¿Por qué la economía no quiere hablar del deber ser? ¿Por qué no aspiramos a que el deber ser se convierta en el ser? ¿Para qué más querríamos ser economistas si no para cambiar el mundo por uno mejor?” ~
Es economista, politóloga y especialista en discurso. Directora de Discurseros, sc.