La vida secreta de la televisión abierta

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Es fácil hablar de la muerte de la televisión. En parte se debe al innegable atractivo de la frase, bienvenida por más de un editor en una época en la que el número de clics en los encabezados es directamente proporcional a los ingresos del medio que los publica. La avalancha de plataformas de streaming en nuestro país –tenemos a Netflix, Prime Video, Purga, FilminLatino, Claro video y Blim, de Televisa, entre otros– ha contribuido a la sensación entre ciertos sectores de la audiencia de que la televisión abierta es algo que ya pasó y jamás volverá. En un artículo publicado en Vanguardia (5 de noviembre de 2016), por ejemplo, Félix Rivera afirma que, tras la llegada de esos servicios, la televisión se volvió “una simple reproductora de lo que el nuevo amo [refiriéndose a internet] ordenara transmitir”.

En realidad, la cosa no es tan simple. Los periódicos, por ejemplo, vienen “muriéndose” desde la invención de la televisión a mediados del siglo XX. Lo que llamamos muerte de un medio significa en muchas ocasiones conservar un público, aunque sea disminuido, y renacer de vez en vez, ya sea por el extraordinario carisma de un producto en particular que lo revitaliza –como sucedió en la industria editorial con Harry Potter o con los libros autopublicados– o por la inesperada influencia de otro medio que lo hace resurgir –como pasó con los podcasts, que llegaron a darle un soplo de vida al oficio radiofónico.

Las cifras también contribuyen a desmentir la supuesta muerte de la televisión: según los Estudios sobre oferta y consumo de programación para público infantil en radio, televisión radiodifundida y restringida del Instituto Federal de Telecomunicaciones, en promedio, la audiencia infantil mexicana pasó casi cinco horas al día viendo la televisión abierta, que además representa el medio con mayor penetración en ese sector del público, por encima incluso de internet (segundo lugar) y de la televisión restringida o de paga (tercer lugar); a su vez, El Financiero (“Televisa ‘manda’ en rating y noticieros”) reportó que, según la medición de Nielsen ibope México, La Rosa de Guadalupe, el programa más visto de la televisión nacional, mantiene un promedio de tres millones y medio de espectadores, cifra que no cuenta las reproducciones de los episodios en Facebook o YouTube ni en el sitio web de Las Estrellas, donde también se pueden ver los episodios anteriores completos sin costo alguno. Si sumáramos la audiencia de los diez programas más vistos de la televisión abierta mexicana, el resultado sería de más de veintiocho millones de espectadores: un número que no alcanza los mejores momentos de la televisión abierta mexicana, pero que tampoco es despreciable.

Lo que estas cifras nos dicen es que la televisión abierta tiene un público cautivo. No es difícil entender que su influencia está relacionada de manera inevitable al duopolio de las televisoras, una imposición que creó hábitos de consumo difíciles de sacudir, y que también está ligada a la falta de acceso, ya sea por infraestructura o economía, a opciones de televisión de paga o streaming. Sin embargo, el público también llega por voluntad, y en un país donde (según Consulta Mitofsky) solo uno de cada cien hogares reporta no tener ni un aparato televisivo, es claro que el campo de acción de la televisión abierta es, cuando menos, amplio.

¿Cuáles son los caminos a seguir para ese medio? El más sencillo es el camino que tomó, en su momento, buena parte de la radio am: sin ganas ni visión para innovar, el medio se conformó con una disminución brutal de audiencias e ingresos, dejándolo en una especie de media vida que se ha prolongado por décadas

((Incluso en ese panorama, la muerte de un medio no está garantizada: la media vida de la radio am alcanzó un pico en los Estados Unidos de los años ochenta, cuando se desregularizó la talk radio, anteriormente sujeta a una regulación de contenidos que obligaba a las emisoras a presentar igual número de horas de posturas de izquierda y derecha. Fue ahí cuando comenzó un renacimiento de la radio am, que se pobló de opinólogos de ultraderecha –y que, en cierta forma, presagió a la ultraderecha contemporánea de YouTube.
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.Un problema de la necesidad de renovación radica en que buena parte de la oferta de Televisa y Azteca consiste en variantes de los talk shows, programas baratos de producir y de mucho arrastre gracias a la polémica que suelen generar; sin embargo, y a diferencia de cadenas estadounidenses de características similares, como Fox, ninguna de estas televisoras cuenta con suscriptores que aporten económicamente: creadas en un sistema cerrado con poca o nula competencia, las dos televisoras se ven ahora obligadas a competir con jugadores que reciben ingresos constantes y sonantes de sus suscriptores, lo que de manera natural limita el margen de acción para la innovación. Ambas televisoras están luchando contra esta parálisis, tan propia de las etapas de crisis.

Segunda opción: un aumento de los valores de producción –una exigencia añeja, que se ha acentuado por la llegada de plataformas extranjeras con contenido propio de alta calidad– aunado a una diversificación de la oferta y a una necesaria alianza con los nuevos medios. En ese sentido, existen indicios de renovación. El estreno de la narcoserie Rosario Tijeras o de Dos lagos< –ambas de Azteca y disponibles en Prime Video– es muestra, discreta eso sí, de cierta voluntad por hallar un nuevo rumbo. Por sus valores de producción, que incluyen muchos menos capítulos de los que suelen tener las telenovelas, pero también por sus tramas, Rosario Tijeras se atrevió a ofrecer una narcoserie en cadena nacional, algo inédito desde La reina del sur. Por otro lado, Dos lagos visita el terror, un subgénero casi olvidado en la producción televisiva nacional, cosa curiosa en un país que se encuentra entre los que más cine de horror ven en el mundo. Los aires de cambio, aunque incipientes, han comenzado a soplar en los pasillos de las dos cadenas de televisión más grandes del país.

Quizá no sea tarde para ello: según reporta El Universal (5 de junio de 2018), en promedio, la mitad de los hogares mexicanos no tienen televisión por cable y, según el Inegi, una cifra similar corresponde a la de los hogares sin internet. La televisión abierta mexicana, con su cobertura casi total del país, podría aprovechar esta coyuntura histórica para sacudirse la imagen de ser una mera fabricadora de verdades a modo y programas deliberadamente deficientes, creando contenidos críticos y productos de entretenimiento propositivos, más en sintonía con una nueva audiencia que, ya acostumbrada a la diversidad inédita del streaming, no regresará tan fácilmente a sintonizar los viejos canales. ~

 

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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